𝕾 Breve epitafio de un turpial
Tomé las alas de un turpial que reía libertad natural
y dije que me lo iba a llevar muy lejos
para que me despertara a las seis.
Le arrebaté los valles, el tricolor amado,
y aunque el turpial era amarillito
de azul lo pinté.
Le hice creer que el árbol era el metal,
que el murmullo de los ríos era idéntico al de la ciudad
y lo encerré en una jaula, lejos de las montañas,
y le exigí olvidar.
Le quité la paleta albina y le pedí a los titanes
que derribasen su hogar.
Le quité los páramos y las estrellas.
Le cambie el alpiste por trozos de pan.
Pero el pajaro dejó de trinar como a las seis
y me levanté enojada una mañana,
porque turpial no cantaba,
y llorando lo encontré.
Lloraba rosas tropicales, lágrimas de orquidia.
Le dije que el dolor era el preludio del bien.
Que el llantén era falso, pero amargo
y que más pronto que tarde la costumbre
le haría amar su plumaje otra vez.
Pero la última vez que lo vi
el turpial estaba al borde de la jaula
dejándose de caer.
¡Semejante turpial pesimista, caprichoso,
es adaptarse o morir!
El turpial me miró ahogándose, en su propio llanto,
pero yo lo regañé.
Y lo obligué a regresar el centro
y le hice más pequeña la jaulita
y así las alas les corté.
Le dije que alzara el pico,
y cantara alto
porque no había nada más qué hacer.
Al día siguiente el turpial no estaba
y extrañando, incluso sus lamentos, me encontré.
Andé al cementerio y me hallé con un epitafio hilado al destino:
«Esto es lo que tú hiciste conmigo:
Le diste muerte a la primavera de mi morada
y de sus flores arrancaste con rabia la raíz.
Llevaste las flores de Mérida a Medellín
y las pusiste en un jarrón con agua.
Al cabo de un tiempo, se murieron las matas.
Tenían todo lo necesario: Tenían cariño,
tenían sueños,
y tenían agua.
Pero ninguna flor sobrevive sin sus cimientos.
No hay flor que aguante sin raíces gratas.
Y es imposible trasladar de un lugar a otro las montañas.
Le diste muerte a mi hogar
y apuñalaste con vileza mi confianza.
Así las cosas,
ni siquiera me salvaron las palabras»
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