6. El honor de un mirlaj

Su aliento jadeante se arremolinaba frente a su rostro. La nieve caía en suaves copos que, en contacto con su cuerpo, se derretían. Pero, a pesar del frío, Iván sentía calor. Un calor que lo mantenía en movimiento y en tensión, esperando el próximo ataque de su oponente.

El Claustro Mayor estaba abarrotado. La mayoría de mirlaj se refugiaban de la nevada bajo los arcos de las galerías y solo los combatientes e instructores ocupaban el patio bajo el cielo nublado.

Escenas como esa se repetían ahora a diario. Desde que su abuelo se hizo con el puesto de Gran Maestro de la orden, su mayor prioridad fue reinstaurar el régimen de entrenamiento.

Iván admiraba cómo Raymond movió sus fichas durante la moción de censura contra Verania para ganarse el voto de todos los maestros y ocupar su lugar. El asesinato de la reina Anghelika —gran defensora del Tratado de Paz—, también jugó a su favor.

Después de poner orden en el Templo de Olova, contactó con el de Arcaica en el norte, eran los dos templos principales de la orden que quedaron tras la guerra y tras la quema del de la Desembocadura. Si lograba que lo reconocieran como Gran Maestro en ellos, los templos menores acatarían su mandato.

Otro de sus objetivos era convencer al rey y sus duques de preparar sus ejércitos y fortalecer la vigilancia en la frontera ante lo que él consideraba un ataque inminente de Vasilia, y para ello escribía cartas a diario, esperando que los hiciera entrar en razón.

Iván se agachó para evitar una patada lateral. Le interesara o no el combate, no debía distraerse ya que quería causar buena impresión, no solo a su abuelo, sino a todos los mirlaj que aún lo miraban desdeñosos.

El entrenamiento de ese día era simple: combates individuales cuerpo a cuerpo donde la rapidez y los ataques certeros lo eran todo. El que vencía, continuaba peleando hasta que era eliminado y pretendía simular una situación en la que el mirlaj se encontrara desarmado.

Iván no era ajeno a este escenario. Con William como maestro, había experimentado situaciones de lo más variopintas. Gracias a ello, llevaba cerca de una hora invicto y, lejos de sentirse orgulloso, cada vez que propinaba un golpe a su adversario, sentía la angustia creciendo en su estómago. Estaba comprobando con sus propios ojos lo débiles que eran los mirlaj. Si Vasilia atacaba, no habría mucho que pudieran hacer.

A medida que el tiempo pasaba, el ejercicio dejó de ser un entrenamiento. Veía a sus compañeros realizando apuestas o intercambiando consejos para tumbarlo de una vez. Hasta el instructor analizaba cada uno de sus movimientos sin entender cómo continuaba en pie.

Ninguno sabía que un vampiro lo había entrenado desde niño sin piedad ni miramientos. Con frecuencia, terminaba sus sesiones con William lleno de moratones y con los músculos tan adoloridos que pasaba un día entero en capa para recuperarse. Y no porque recibiera muchos golpes por parte de su instructor, sino porque lo obligaba a llevar a su cuerpo al límite.

En cambio, los mirlaj del templo, no tenían experiencia peleando contra vampiros, mientras que él había aprendido a luchar como uno. Era más rápido y sabía anticiparse a los movimientos de su oponente. William incluso lo obligó a memorizar cada parte del cuerpo para identificar el lugar idóneo para asentar un golpe.

En vez de evitar el siguiente puñetazo, Iván lo desvió con el brazo derecho, se agachó y utilizó la pierna derecha para ponerle la zancadilla a su oponente y hacer que cayera al suelo. Solo tuvo que inmovilizarlo sirviéndose de su peso. El instructor contó hasta tres y volvió a alzarse como vencedor.

Se levantó sin mirar a su contrincante e ignoró las miradas que intercambiaron los mirlaj congregados a su alrededor. Aprovechó la pausa para secarse el sudor y apretar las vendas alrededor de sus nudillos.

Oyó murmullos a su espalda y supuso que su siguiente oponente ya estaba listo, pero, al darse la vuelta, no pudo evitar sorprenderse.

No era ningún aprendiz de mirlaj. Era Raymond.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Iván cuando pasaron los segundos sin que hiciera nada más que mirarlo.

No le gustaba cómo lo miraba. Desde que hace meses se escabulló del templo para ayudar a William a escapar, su abuelo lo observaba como si estuviera decidiendo si era un enemigo. Estaba seguro de que Raymond sospechaba lo que hizo y había perdido su confianza. Llevaba meses tratando de ganarla de vuelta, pero, al parecer, su abuelo no otorgaba segundas oportunidades con facilidad.

—He oído el alboroto desde mis dependencias —contestó sin dejar de observarlo con esos ojos oscuros que tan nervioso lo ponían—. ¿Has vencido a todos esos?

Iván se volvió hacia el grupo de mirlaj que señalaba y asintió. Raymond sonrió, pero no era la sonrisa que el joven esperaba obtener de su abuelo. No había orgullo en ella.

Lo vio quitarse el abrigo y flexionar los dedos en su dirección.

—¿A qué esperas? —le espetó al ver que no se movía.

—¿Queréis que pelee contra vos? —exclamó sorprendido.

—Obviamente. Vamos, no tengo todo el día, chico —lo provocó. Sonrió más ampliamente, y se marcaron todas sus arrugas y cicatrices. Era un rostro grotesco, con la piel tallada por la encarnizada guerra entre mirlaj y vampiros. Cada una de sus marcas era un trofeo que llevaba con orgullo. ¡Estoy aquí! ¡No os tengo miedo, sanguijuelas!, parecían gritar.

Iván estaba seguro de que había sido el mejor mirlaj de toda la historia, tal vez solo superado por su fundadora, la mismísima Mirla. Pero los años no pasaban en vano y, aunque en cuarenta años había envejecido la mitad, el joven estaba en la flor de la vida. ¿Debía dejarse ganar? ¿Minaría el poder de Raymond si lo derrotaba delante de todos?

—Se me van a congelar los huevos. ¡Vamos! —volvió a retarlo.

Iván chistó y alzó los puños. Se lanzó contra su abuelo y dirigió la pierna hacia su espinilla. Al desplazarla, tendría que doblar la rodilla y caería al suelo, lo que le proporcionaría ventaja para someterlo.

Pero antes de alcanzar su objetivo, todo se volvió blanco cuando su cara se dio contra el suelo. Confuso, rodó sobre sí mismo justo a tiempo de evitar una patada. Se puso en pie de un salto y lo miró intentando comprender qué había sucedido.

El rastro que Raymond había dejado en la nieve, le revelaba el camino intrincado que habían recorrido sus pies. Primero lo había esquivado, luego había aprovechado que miraba hacia abajo para golpearlo desde arriba con el codo. Se tocó la nuca donde persistía un dolor palpitante: había sido un buen golpe.

Sacudió la cabeza y algunos copos de nieve resbalaron de su pelo húmedo. Volvió a embestirlo y lo miró a los ojos retándolo. Pero el hombre no se dejó provocar y se limitó a esquivarlo. Caminaron en círculos e Iván comprobó que no era capaz de predecir sus movimientos. Había algo en la forma de moverse de su abuelo que enmascaraba sus intenciones. Se acercaron e Iván probó a lanzar un puñetazo, pero lo bloqueó con su antebrazo.

Raymond era como una roca erosionada por la edad, pero que aún resistía los envites del mar sin dar muestras de desaparecer. Lo único que el tiempo había logrado, fue otorgarle experiencia y sabiduría.

Cuando al fin atacó, pilló a Iván por sorpresa. Intentó esquivarlo, pero era una trampa y terminó atrapado entre sus fuertes brazos que lo inmovilizaron y lo ahogaron. Lo obligó a arrodillarse sin dejar de apretar su cuello. El joven podía sentir la nieve derritiéndose bajo su cuerpo sin poder hacer nada más que jadear por el esfuerzo de intentar liberarse. Sin embargo, la llave de Raymond no se aflojó.

Se rebatió como un poseso, pero no lo soltó hasta que no sintió que sus músculos se relajaban, rindiéndose.

El Gran Maestro se puso en pie y, desde arriba, le tendió la mano. Iván la tomó y se frotó el cuello para calmar el dolor.

—¿Quieres saber por qué te he vencido? —susurró para que solo él lo oyera—. Porque piensas como un vampiro —siseó con desprecio—. Empieza a pensar como el mirlaj que se supone que eres.

Iván hervía por dentro. No solo por la facilidad con la que lo había vencido, sino porque siempre creyó que pensar como un vampiro le ayudaría a ser el mejor guerrero del mundo; pero, para Raymond, ese era el peor de los insultos.

—Así lo haré —dijo inclinando la cabeza. Los mechones de su pelo castaño se deslizaron y le taparon el rostro. Lo agradeció, pues era mejor que su abuelo no le viera la cara en ese momento.

El Gran Maestro carraspeó y se dirigió a los presentes con voz potente:

—Mi nieto os ha vencido a todos, yo lo he vencido a él —entonó—. Si aspiráis a sobrevivir a la guerra que se avecina, necesitáis haceros más fuertes. Me importa una mierda si creéis que los antiguos métodos de adiestramiento eran una barbarie: son lo único que evitará que os convirtáis en el alimento de esas sanguijuelas —siseó—. ¡Se acabó el espectáculo! ¡Todos a vuestros quehaceres, el resto, seguid entrenando!

Iván no esperó a que su abuelo se marchara o a que el instructor le diera nuevas órdenes. Abandonó el Claustro Mayor hacia las duchas masculinas, deseando un baño caliente para relajar sus músculos entumecidos.

El templo constaba de un área para mujeres y otra para hombres. Allí se encontraban los dormitorios y los baños, pero el resto de espacios —como la biblioteca y el refectorio donde comían— eran mixtos. También existían zonas destinadas a las familias donde las dependencias eran más grandes y poseían baños privados. Iván recordaba vagamente la vivienda que había compartido con sus padres de niño en el Templo de Arcaica, antes de que Runia lo abandonara por la inmortalidad y Mathias muriera a consecuencia de su traición.

Recorrió los pasillos de piedra hasta los baños. Nada más atravesar el umbral, lo recibieron los vapores ondulantes de las termas, gracias a ellas disponían de baños calientes sin necesidad de hornos. Además, no había sirvientes en la orden. Tareas como cocinar, limpiar o mantener las armas en buen estado, las llevaban a cabo los propios mirlaj. Todos rotaban en sus actividades, esa semana, a Iván le habían asignado la biblioteca.

Se desnudó con rapidez y examinó las zonas enrojecidas de su cuerpo. Estaba seguro de que le saldría algún cardenal, aunque no tantos como a sus compañeros.

El agua caliente alivió de inmediato sus músculos adoloridos. A pesar de que los golpes más fuertes los había recibido en su combate contra Raymond, también padecía las consecuencias de haber peleado durante una hora en la nieve.

Inspiró hondo y olió el aroma de las hierbas que flotaban en las termas.

Más que los golpes, lo que le escocía eran las palabras de su abuelo. Nunca pensó que hubiera nada de malo en pensar como un vampiro. Si los comprendía, podía memorizar sus estrategias y anticipar sus ataques. Así se lo había explicado William y él no lo había cuestionado. Era lógico.

Ahora era la primera vez que se sentía avergonzado de sus habilidades. Ver la mueca de desprecio en el rostro del único familiar con el que podía contar, aquel al que había buscado desde que era un chiquillo... No podía negar que le afectaba.

Por mucho que lo detestara, Iván fue un niño de dos mundos. Nacido en una familia mirlaj en el seno de la orden, pero criado y educado por el zral William Hannelor. No podía cambiarlo. Tampoco ignorar la mitad de su vida, y eso era justo lo que Raymond le estaba pidiendo... No, ¡se lo estaba ordenando!

Para su abuelo era muy sencillo: si es un vampiro, es el enemigo. Pero cuando Iván daba un paso hacia la orden, retrocedía dos cada vez que pensaba en William y Wendy. Se sentía débil y miserable echando de menos sus días en Isley.

Odiaba sentirse así. Sabía a dónde conducía una mente débil, lo había visto con su madre, y él llevaba una vida esforzándose en no ser como ella.

Salió de los baños con las yemas de los dedos arrugada y buscando con desesperación algo con lo que mantener la mente ocupada. Pensó en dirigirse a la biblioteca, pero ya había hecho sus horas ese día clasificando pergaminos y evaluando el estado de los libros para decidir cuáles debían mandarse a restaurar. Podía regresar a sus austeras dependencias, pero la idea de echarse sobre el camastro y mirar al techo sin nada que hacer, llevaría a su mente a pensar en aquello que no quería.

Tal vez podría salir del templo. Bajar a Olova y mezclarse con sus ciudadanos en el mercado o alguna taberna.

Dirigió sus pasos hacia la salida, pero no alcanzó su destino porque una figura encapuchada llamó su atención. A pesar de que la cubría por completo, sabía quién era: la misteriosa acompañante de su abuelo cuyo origen le era totalmente desconocido.

A pesar de los meses transcurridos desde su llegada, ni siquiera conocían su nombre. Solo sabían que era mujer por su silueta, así como la forma de moverse, pero nadie había visto su rostro.

Tenía el permiso de Raymond para ir y venir a su antojo por el templo, pero, cuando Iván la vio dirigirse hacia el Santuario, corrió para detenerla. Una cosa era que nadie controlara sus pasos y otra que pudiera entrar en el lugar donde se encontraba el mirlakrim. Solo los fierat, forjadores de armas, tenían autoridad para acercarse al árbol de Mirla.

—¡Eh! —exclamó al verla detenerse frente al portón de madera.

Aunque debería tener la llave echada, la extraña no tuvo más que empujar para entrar. Iván aceleró el paso y se coló por la rendija antes de que la puerta se cerrara de nuevo. Al otro lado esperaba encontrarse con los rostros de los fierat enfurecidos, pero no había nadie. El lugar más importante y vigilado de todo el templo, estaba desierto.

Iván nunca había cruzado ese umbral en el Templo de Arcaica, jamás. Le sorprendió descubrir un bello y frondoso jardín en el que crecían plantas que jamás había visto, con flores de colores que no atinaba a nombrar.

Distraído por su peculiar belleza, había perdido el rastro de la misteriosa mujer. Ni siquiera podía oír sus pasos y era imposible que se hubiera marchado del Santuario pues el portón tras él era la única salida y sobre él se alzaba una cúpula de cristal para proteger al mirlakrim de la intemperie.

Caminó alerta entre la vegetación intentando no pisar las plantas; se sentía como si estuviera profanando un lugar sagrado.

Al pasar junto a una pequeña alberca, percibió un aroma familiar en el aire, el que poseían las armas mirlaj. Se llevó las manos al cinto instintivamente pero sus dedos solo hallaron aire y no la daga que durante tantos años lo acompañó. Se la arrebataron a los pocos días de estar en el templo. Era justo, Iván lo entendía, pues la robó cuando desertó y no le pertenecía, pero se sentía desprotegido sin ella.

Siguió el olor y este lo condujo hasta el mirlakrim, pues era su fragancia la que bañaba los filos de sus espadas, las puntas de sus flechas y lanzas...

Soltó un jadeo ahogado cuando sus ojos vislumbraron por primera vez el árbol plateado.

Era un gigante de una belleza imposible y sus raíces debían de ser eternas para anclarlo a la tierra. Parecía hecho de cristal, sin embargo, su tronco era ancho y opaco. Iván había leído infinidad de libros sobre los mirlakrim, pero todos se habían quedado cortos al describirlos.

Posar sus ojos en él sin ser un fierat ya era sacrílego, pero alzar la mano para tocarlo... Tal vez jamás sería perdonado por ello. Aun así, no pudo evitar alzar su mano.

Los mirlakrim eran lo que hacía especiales a los mirlaj y las armas que fabricaban de ellos, lo único que se interponía entre la humanidad y su esclavitud a manos de los vampiros. Eran tan singulares, que no podían reproducirse. No daban semillas, no podían hacerse esquejes... Solo eran eternos y los fierat se encargaban de cuidarlos.

Sus dedos estaban a tan solo un palmo de su tronco iridiscente, cuando una voz lo detuvo.

—No lo toques —dijo la voz emergiendo de la floresta—. No le gusta que lo toquen.

Iván dio un respingo y alejó la mano, asustado. Al volverse, se topó con la mujer encapuchada. No era la primera ocasión en que la escuchaba hablar, pero sí la primera que la entendía. No solo podía oírla, era como si la percibiera con cada uno de sus cinco sentidos. Como si ella fuera la brisa sobre su piel, el aroma de la primavera, las luciérnagas en el bosque y la carne de un fruto en su boca.

—Lo lamento —se disculpó realmente avergonzado. Se sentía como un niño que hubiera hecho algo realmente malo.

Ella rio y su risa parecía contener todos los sonidos de la naturaleza.

—No pasa nada. Es solo que a él no le gusta —dijo caminando hacia el mirlakrim. Inclinó la cabeza como si lo saludara, pero se mantuvo alejada de él—. No todos son iguales. Al que estaba en la Desembocadura del Río Rojo sí le gustaba que lo acariciaran.

Iván no sabía que responder a aquello. Se limitó a asentir, como si comprendiera lo que decía.

—No deberíamos estar aquí —susurró.

—No deberías —lo corrigió. Parecía ofendida. De pronto, su voz sonó como ramas entrechocando en la tempestad—. Yo, por otro lado, debería venir más a menudo. La eternidad es tediosa para todos, incluso para él.

—Los fierat nos encontrarán... No está permitido que nadie más que ellos se acerque al mirlakrim.

—Por una vez, su atención no está con el mirlakrim. —Parecía aburrida, su voz se transformó en un riachuelo que fluye perezoso entre las rocas—. Algo perturba su mente.

—Será mejor que nos marchemos —insistió.

Ella se giró hacia él, pero Iván no pudo distinguir sus facciones. A pesar de tenerla a unos palmos de distancia, su rostro permanecía en penumbra como si la noche ocupara el interior de su capucha.

—Eres un niño interesante, nieto de Raymond. Me pregunto por quién lucharás, ¿los vampiros o los humanos?

—Por los humanos —respondió sin vacilar—. Pero no les deseo la muerte a los vampiros, no a todos —aclaró.

—¿Por qué?

—No todos son malvados.

—Lo son, lo han sido o lo serán. Está en su naturaleza —replicó ella. Fue tajante como un vendaval.

—También hay humanos que hacen el mal, ¿acaso está en nuestra naturaleza? —Se sentía molesto por sus palabras; ella no conocía a William y Wendolyn.

—Tal vez sí, tal vez no.

—No importa nuestra naturaleza, se nos conoce por nuestros actos.

—¿Y por qué actos se te conoce a ti, nieto de Raymond?

No supo qué responder y, en medio del silencio, le llegó el rumor de los gritos de una multitud.

—Ve —dijo la extraña—. Observa con tus propios ojos los estragos que la plaga de los vampiros puede causar—. Su voz ya no contenía los sonidos apacibles de un bosque, ahora era como un fuego desatado devorando sus árboles.

Un mal presentimiento se apoderó de Iván. Le dirigió una última mirada a la extraña antes de salir corriendo. Abandonó el Santuario rápidamente y recorrió los pasillos guiándose por los gritos. Fueron subiendo de volumen hasta que se topó con una multitud de mirlaj enfurecida.

Intentó abrirse paso, pero le fue imposible. Rodeó a la gente y se encaramó a una columna para ganar algo de altura. Así, pudo entrever a su abuelo, al fondo del todo. Su rostro parecía tranquilo pese a que los gritos iban dirigidos a él. Pero Iván se percató de que, bajo aquella calma aparente, ardía una furia escalofriante.

Supo que ocurría algo realmente grave cuando logró entender algunos de los improperios que le gritaban. Lo llamaban embustero, impostor y desleal, insultos que jamás había escuchado para referirse a Raymond.

La llegada de otros maestros para tranquilizar a la muchedumbre le dio la oportunidad que necesitaba para acceder a la escalinata que conducía a sus dependencias. Iván lo vio desaparecer y, aunque intentó ir tras él, no pudo abrirse paso.

Abandonó el corredor y salió al Claustro Mayor y trepó por las columnas hasta el tejado de las galerías. Se agarró a los salientes para moverse hasta la ventana de la antecámara de su abuelo. Estaba cerrada, así que golpeó el cristal con los nudillos. Oyó pasos al otro lado y pronto tuvo su rostro lleno de cicatrices frente a él.

—¿Qué haces aquí? ¿No sabes entrar por la puerta como todo el mundo? —le espetó, echándose a un lado para que saltara al interior.

—No me dejaban acercarme. ¿Qué ha pasado?

Raymond bufó.

—¿Dónde has estado en la última hora? ¿Te caíste al pozo?

—Estaba meditando sobre vuestras sabias palabras —replicó sarcástico.

—No seas insolente, Iván. Menos ahora —le ordenó dejándose caer sobre una silla.

El joven se apoyó contra la pared e inspiró hondo antes de volver a hablar:

—Lo lamento, abuelo. ¿Qué ha ocurrido?

Raymond lo miró unos segundos antes de asentir para sí. Parecía conforme con el tono respetuoso que había empleado.

—Vasilia ya tiene rey.

—¿Dragan? —A juzgar por el rostro de su abuelo, no podía ser otro.

—Peor. Drago.

La sonrisa que comenzó a dibujarse en el rostro de Iván, murió cuando no encontró rastro de broma en su rostro. Un sudor frío comenzó a cubrirlo, tuvo que apretar los puños para que no notara sus dedos temblorosos.

—Creí que lo habíais matado —dijo sin rastro de reproche; solo quería saber.

—Y yo, chico, y yo —dijo restregándose el rostro. De pronto, parecía haber envejecido todos los años que no habían pasado por él.

—No entiendo...

—Le clavé una estaca del mirlakrim en el pecho —siseó gesticulando como si tuviera a Drago delante en ese instante—. Pero estaba débil y perdí el conocimiento. Cuando desperté, todo era fuego y cenizas. Tanto yo como los mirlaj que me rescataron de ese infierno lo dieron por muerto.

—Tal vez no alcanzaste el corazón... —aventuró Iván tomando asiento junto a él.

—Aunque así fuera, ningún vampiro podría recuperarse de una herida tan grave. Si logró sobrevivir, fue porque le ayudaron.

—¿Quién?

—¿Su maldita hermana? ¿Algún Kindran en el campo de batalla? —siseó lleno de rabia—. ¿Qué más da quién fuera? Está de vuelta con esa jodida corona en su repugnante cabeza...

—Necesitamos unirnos con lo demás templos. Ya no es una cuestión de si Vasilia va a atacar Svetlïa, es una cuestión de cuándo.

—El problema es, Iván, que la orden ya no es lo que era hace cuarenta años. Ni aunque nos unamos con los ejércitos de los ducados, ni aun teniendo tres mirlakrim, sería suficiente.

El joven sintió que se le caía el mundo encima, ¿de verdad no había solución posible? ¿Tan perdidos estaban?

—Habrá algo que podamos hacer...

—Necesitamos otro ejército que se una a nosotros... Y necesitamos un milagro.

Pero ya no miraba a Iván. Y cuando siguió su dirección, se topó con la extraña mujer. No la había oído entrar, era como si se hubiera colado con la brisa por la ventana.

—Sabes lo que quiero —dijo ella con simpleza.

Su voz transportó a Iván a un bosque en medio de la nada, pero, cuando intentaba tocar la corteza de los árboles, desaparecían.

—Y lo tendrás —respondió Raymond ignorando las preguntas en el rostro de su nieto—. Lo anunciaré ahora mismo.

Se puso en pie y caminó hacia la puerta. La abrió lo justo para que el mirlaj apostado fuera lo oyera:

—Convoca a todos a la Sala Capitular. ¡Ya! —exclamó al ver que lo miraba sin hacer nada.

—¿Qué vais a anunciar? —preguntó Iván cuando el otro mirlaj se fue.

—Lo siento —dijo, pero no parecía sentirlo en absoluto—, mas nada ha cambiado en la última hora. Aún no confío en ti. Dirígete al punto de reunión como todos los demás, allí lo sabrás.

Iván se mordió la lengua e inclinó la cabeza antes de abandonar la estancia. Se encontró con el resto de la orden en el corredor que conducía a un portón ricamente decorado con escenas de la guerra. Al atravesarlas, sintió un escalofrío, como si fueran un presagio y no vestigios del pasado.

Aguardó con los demás mientras los maestros del templo ocupaban sus asientos en el estrado. El último en llegar fue Raymond y todos guardaron silencio, aunque le dirigieron miradas furibundas.

—Os debo una explicación —dijo y su voz reverberó llegando a cada recoveco—. No miento cuando afirmo que llevo más de cuatro décadas creyendo que había librado a este mundo de la lacra que es Drago el Sanguinario; tampoco miento cuando digo que atravesé su pecho con una estaca del mirlakrim. Sin embargo, nunca vi su cadáver —reconoció—. Todos creímos que había ardido en el fuego que él mismo propagó en el Templo de la Desembocadura. Cuando Anghelika anunció su muerte y se convirtió en reina, ni siquiera lo dudamos.

Raymond hincó la rodilla y agachó el rostro frente a ellos. Los murmullos se dispararon, pero callaron cuando volvió a hablar:

—Me disculpo ante todos vosotros porque os he fallado. Debí haber ido más allá, debí haber exigido que me mostraran su cadáver. —Inclinó una vez más la cabeza antes de ponerse en pie—. Pero no cambia nada: aún soy vuestra mejor opción y lo sabéis. Por eso me elegisteis Gran Maestro. Nos enfrentamos a Drago y no hay nadie en toda Svetlïa que conozca a ese monstruo mejor que yo. Juro que esta vez no descansaré hasta traeros su cabeza.

Iván observó cómo la multitud se había calmado. En un momento, Raymond había convertido esa muchedumbre furiosa en soldados disciplinados que lo seguirían a donde fuera. No era la primera vez que veía el poder que podían ejercer sus palabras, pero seguía sorprendiéndolo.

—¿Qué proponéis que hagamos? —intervino el maestro Marius rompiendo el silencio.

—Quiero que todos los templos manden sus tropas aquí. Que quede solo el personal imprescindible para que sigan cumpliendo su deber en sus tierras. Si Vasilia ataca la frontera, debemos estar preparados —razonó y los maestros asintieron—. También quiero que enviéis emisarios a cada ducado y a la corte real de Saphirla. Deben informar de la crisis que enfrentamos porque desde hoy estamos en guerra.

—Los enviaremos con nuestros caballos más rápidos —asintió la maestra Yelena.

—Bien. Yo debo partir al Templo de Arcaica y dejaré al maestro Marius a cargo aquí.

—¿Os marcháis? —preguntaron los maestros sorprendidos.

—Tengo asuntos que resolver en el norte. Mis negociaciones con la maestra de Arcaica no han dado frutos, debo ir en persona —respondió acallando cualquier tipo de protesta—. Seleccionaré una partida en persona para que me acompañe. Pero nada cambia aquí: continuad con los entrenamientos, alistad las armaduras y las armas; estad preparados para luchar en cualquier momento. ¡Eso es todo!

Su grito dio por concluida la sesión. Uno a uno, los mirlaj se marcharon y Raymond bajó del estrado. Iván se acercó a él en cuanto pudo.

—Tú vienes conmigo —le dijo sin siquiera darle tiempo a abrir la boca.

—¿No creéis que Verania aprovechará vuestra ausencia para recuperar su puesto de Gran Maestra? —le preguntó.

—¿Verania? No. —Soltó una carcajada—. Es vieja y sabe que lo que va a ocurrir le viene grande. Lo que hará es seguir retirada, viviendo con todas las comodidades mientras pueda.

—¿Y qué haremos en Arcaica?

—Varias cosas, como reclutar soldados especiales —dijo con una sonrisa torcida.

Antes de salir de la sala, lo miró de nuevo:

—Iván, cuando lleguemos al templo en el que naciste, pondré a prueba tu lealtad. No me defraudes.

Algo frío se apoderó del pecho del joven que se limitó a asentir.

Este capítulo es regalo de Navidad y, si todo va bien, habrá otro el domingo. Así que dadles mucho amor porque si veo que os gusta y comentáis repetiré esto para año nuevo y subiré 2 capítulos!!

Espero que estéis pasando un buen momento con vuestras familias y amigos. Pero este capítulo quiero dedicarlo especialmente a las personas que están solas o lo están pasando mal. Espero que leerme os de un ratito de alegría. Para mí no están siendo las mejores Navidades porque mis abuelos ya no están y mi madre lo está pasando mal, así que os mando un abrazo muy fuerte para las personas que estén en una situación similar.

Este capítulo también habla sobre la familia, en concreto la de Iván. La relación con su abuelo no ha iniciado con buen pie, pues Raymond no perdona que se escapara para ayudar a William al final de LEM. Iván no le dijo lo que hizo, pero su abuelo no es tonto y él tampoco se atrevió a negarlo. Así que ahora las cosas están muy tensas entre ellos y estad seguros de que la prueba a la que lo someterá Raymond será dura.

Sobre la extraña acompañante de Raymond, ¿os genera más curiosidad que antes? Ahora que ha hablado, ha dicho algunas cosas interesantes y espero que os genere teorías loquísimas hasta que todo sobre ella se revele.

Si alguien se pregunta cómo logró sobrevivir Drago a la herida mortal que le hizo Raymond... Pues sí, fue por Anghelika. Ella lo rescató del campo de batalla, lo curó y... lo tiró en una celda para que se pudriera. Pero bueno, no lo mató porque es su hermano y no se vio capaz (igual que él no deseó su muerte) y porque quería hacerlo sufrir.

Espero que os guste el capítulo. ¡Ya estoy deseando leer vuestros comentarios!


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