2. Cáscara vacía

Vacío, hueco, hostil y decadente. Corredores fríos, habitaciones desiertas, telarañas colonizando cada recoveco... El castillo Isley había dejado de ser lo que era antes de su marcha. No solo porque la mayoría de sirvientes hubieran abandonado su trabajo, o que Wendy e Iván ya no estuvieran; sino por la muerte invernal que acechaba a la espera de cobrarse a su víctima.

El invierno estaba siendo duro, quizá el más frío en décadas y, aunque a William no le afectaba, sí lo temía.

Era de noche y nadie más que la luna estaba ahí para contemplar su avance. Burlona, brillaba al otro lado de los ventanales cuyas contraventanas permanecían siempre abiertas, incluso durante el día. Los sirvientes ya no se tomaban la molestia de cerrarlas para proteger a su señor del sol; desconocían que William tenía en su poder una nikté, la piedra de noche que evitaba las quemaduras solares. Aún así, prefirió no usarla para permitirles conservar aunque fuera un resquicio de seguridad.

Debido a su abandono, no se topó con nadie en su camino. Pudo introducirse en la habitación sin que nadie se percatara; sin que chirriasen las bisagras o crujiera la madera de la puerta. Caminó silencioso, con solo el susurrar de su capa delatando su presencia, se detuvo junto a la cama y se inclinó sobre Sophie. Permaneció inmóvil como una estatua, esperando a volver a oír la quejumbrosa respiración de la anciana. Suspiró aliviado cuando la percibió, aunque débil y entrecortada.

—Tienes suerte de que esté acostumbrada a tus excentricidades. Cualquiera en mi lugar gritaría al descubrir a un vampiro sediento acechándola dijo la anciana.

Abrió un ojo y luego el otro. Sonrió y las arrugas se concentraron en sus labios.

—¿Te he despertado? Lo lamento —se disculpó William, sorprendido de que se hubiera percatado de su presencia.

—Ya estaba despierta —murmuró la mujer mientras trataba de incorporarse.

Se apresuró a ayudarla y colocó un cojín tras su espalda.

—¿Cómo te encuentras?

Un ataque de tos sacudió a la anciana. William la sostuvo, atento a los ruidos de su pecho. Sus manos revolotearon tan rápido sobre ella, que Sophie supo qué estaba examinando.

—Cansada —respondió cuando cesó la última tos y volvió a echarse sobre los almohadones.

—Te prepararé una infusión de lukina para ayudarte a dormir.

Mientras hablaba, sacó una bolsita con la hierba triturada y colgó una tetera con agua sobre el fuego. Esperó tamborileando los dedos sobre la repisa de la chimenea. Las llamas ondulantes creaban claroscuros en su rostro y sus ojos parecían arder. Desde su cama, Sophie intentaba adivinar qué pensaba, pero le resultaba imposible.

Cuando al fin hirvió el agua, William retiró la tetera y sirvió una taza. Sumergió la bolsita de lukina y contempló cómo teñía de azul el agua.

Quiso hacer más por ella, pero ni el extracto de su sangre podría ayudarla. Los vampiros no enfermaban y por eso su poder de regeneración solo servía para cerrar heridas, no para sanar enfermedades. Y, aunque pudiera, no podría luchar contra lo que la apagaba cada día, algo tan humano como la edad, que jamás lograría alcanzarlo a él.

Sopló sobre la taza y se acercó a Sophie.

—Con cuidado, está caliente.

—Soy vieja, no tonta —chistó.

Le fue dando sorbos cortos hasta terminarla. William se levantó para dejar a un lado la taza y volver a colocarle el brasero a los pies de la cama. El calor se extendió por las sábanas y Sophie suspiró gustosa.

—Mucho mejor —sonrió—. ¿Te marchas o puedes quedarte?

—Puedo quedarme hasta el amanecer. Es mejor que no me vean durante el día.

Sophie arrugó el ceño.

—Esos estúpidos... Parece que hayan olvidado todo lo que has hecho por ellos.

—No son estúpidos, Sophie —le dijo en tono severo—. Hacen bien en temerme.

—Han olvidado cómo era estar bajo la tiranía del vizconde. Son demasiado jóvenes y no lo vivieron.

—Hace tiempo que un vampiro puede superar con creces lo peor que puede hacerte un humano.

—Y yo soy una vieja chocha que no va a hacerte caso.

William puso los ojos en blanco.

—Duerme, Sophie.

Pero ella lo ignoró y continuó.

—Es por los mirlaj. El regreso de Raymond, la muerte de la reina de Vasilia... La gente tiene miedo.

—Y deben tenerlo —contestó William, con el rostro sombrío—. Es cuestión de tiempo que Dragan ascienda al trono y te aseguro que es igual que su abuelo. No me sorprendería que su primer mandato sea anular el Tratado de Paz.

—¿Y no vas a hacer nada?

—Me sobreestimas, Sophie. ¿Qué podría hacer yo?

—Bueno, es verdad que lo tienes complicado. Ya sabes, con ese cuerpo viejo y reumático que tienes... Ah, no, espera, esa soy yo. Tú solo eres un vampiro inmortal con el mismo cuerpo joven y lozano de hace siglos. Además de ser parte de la familia real vasiliana...

—No te burles de mí.

—¡Claro que me burlo de ti! —exclamó y se arrepintió cuando una tos volvió a sacudirle el pecho—. ¡Ni hablar me deja! —chistó y carraspeó—. William, puedes hacer tanto... No te quedes aquí encerrado.

—¿Y por dónde empezarías? —preguntó con una mezcla de curiosidad y desafío.

Sophie extendió los brazos pero él la ignoró. Movió los dedos impaciente y al fin el vampiro tomó sus manos frías y arrugadas.

—¿De veras vas a quedarte de brazos cruzados mientras Wendy permanece en Vasilia?

El rostro del vampiro se crispó. Escuchar su nombre después de meses dolía tanto como su recuerdo. Sentía náuseas solo de pensar en ella desprotegida y rodeada de despiadados vampiros. Tragó antes de saborear la bilis.

—Hizo su elección y no voy a obligarla a volver. Además, si regreso a Vasilia, le ocasionaré problemas. Aún me buscan.

—También te buscan en Svetlïa... —se lamentó Sophie tras dejar escapar un bostezo—. Hacía años que los mirlaj no se tomaban tan en serio la presencia de un vampiro en nuestro reino.

—Creen que así podrán detener lo que ya es un hecho: el fin del tratado.

—¿Y no te inquieta? —preguntó y parpadeó para mantener los ojos abiertos; la lukina estaba haciéndole efecto al fin.

William suspiró.

—Sophie, he vivido entre vampiros y humanos; rodeado de nobles, piratas... Y nunca terminan los conflictos, siempre hay una guerra. Al principio intenté ponerles freno, pero era como intentar detener una ola de mar en medio de una tempestad.

—¿Por eso estás ignorando las cartas que te mandan desde La Mandíbula? —preguntó perspicaz.

—¿Cómo sabes eso?

—Tengo mis contactos —respondió guiñándole un ojo, pero su gesto pícaro se desmoronó cuando volvió a bostezar.

Tal vez supiera que estaba recibiendo cartas de La Mandíbula, pero ignoraba su contenido o el remitente. La miró fijamente y. al final, confesó:

—Son cartas de Elliot de Wiktoria.

—¡Elliot! —exclamó la anciana luchando por mantener los ojos abiertos—. ¿Está bien? ¿Qué quiere?

—Está bien —la tranquilizó—. Te manda recuerdos.

Le llegó un murmullo ininteligible hasta para sus oídos vampíricos. Un instante después, Sophie ya estaba profundamente dormida. William vigiló su sueño, atento a sus respiraciones, sin embargo, cuando los primeros rayos de sol comenzaron a coronar el horizonte, no le quedó más remedio que volver a sus aposentos.

Tan silencioso como había llegado, se recluyó en su estudio y echó la llave. En el interior solo lo recibió la oscuridad que llevaba haciéndole compañía desde que regresó a Isley.

Los primeros días se había sentido furioso. Furioso consigo mismo, con Iván por haberlo arrastrado de regreso, e incluso con Wendolyn. Después de recuperarse, William le había gritado al joven enfurecido. Era la primera vez que lo hacía desde que se conocían; la primera vez que había sentido ganas de golpearlo. Iván había aguantado estoico su ira hasta que se separaron. Le entregó un caballo y provisiones antes de regresar al templo mirlaj de Olova. Fue la última vez que lo vio y se arrepentía por la forma en que se despidieron.

Lo peor era que no lograba desprenderse del sentimiento de que tanto Iván y Wendolyn, lo habían traicionado.

Tomó asiento frente al desordenado escritorio, muy lejos de la pulcra y organizada superficie que solía ser. Ahora había libros y pergaminos desperdigados de cualquier manera, plumas enredadas y tinta desparramada. Solo había dos objetos aislados de ese desastre.

El primero, era una pequeña caja de madera tallada. Como cada día, la abrió con suavidad y se asomó a su interior. Estaba casi vacía, pero entre el terciopelo azul destacaba una pequeña llama anaranjada: el mechón de pelo que Wendolyn le había entregado a Iván para él. Ese mechón y la promesa de que no moriría como Brigitte eran todo lo que había dejado atrás. Había transcurrido más de un mes y seguía sin tener noticias de ella. Eso estaba quemándolo por dentro.

El segundo, eran tres cartas apiladas, la última de ellas había llegado ayer. El sello de lacre estaba roto y su contenido, extendido sobre la mesa. La primera misiva era ambigua; en ella, Elliot daba pocos detalles debido al riesgo de que fuera interceptada. Sin embargo, las siguientes proporcionaban más información y denotaban la urgencia y frustración de su autor ante la falta de respuesta.

El motivo por el que William no había contestado era que supo reconocer la mano de Mathilde detrás de sus palabras. Puede que la vampira lo hubiera burlado una vez cuando logró colar una de sus espías en Isley. Sin embargo, el engaño de Snezana llegó a su fin cuando el zral la mató.

Desde entonces, había aprendido la lección.

Si Mathilde quería jugar, él también podía hacerlo. Por eso tenía sus propios informantes en La Mandíbula; gracias a ellos averiguó que abandonó La Mandíbula con una expedición junto a Elliot. Desde entonces, solo el joven había regresado a Trebana y William tenía la certeza de que ahora estaba al servicio de la vampira.

Se distrajo cuando aporrearon la puerta. Alzó la cabeza y fulminó la madera con la mirada.

—¡Mi señor! —exclamó Nikolas al otro lado. Era el humano que se hacía pasar por el Vizconde Isley frente a los forasteros. Cuando marchó a Vasilia, le dejó el control de vizcondado junto con Sophie y no se molestó en recuperarlo a su regreso, pues sus súbditos no parecían contentos de verlo.

Los golpes se sucedieron ante su falta de respuesta. Harto, William caminó hasta la entrada y giró la llave para abrir.

—Nikolas, tengo un oído excelente, no es necesario que eches la puerta abajo.

—¡Mi señor! Es la señora Loughty. Ella no...

William sintió una opresión en el pecho y echó a correr por el pasillo, evitando los mortecinos rayos de sol invernal.

Aún era temprano, había visto a Sophie hacía apenas un par de horas. Para él, eran tan solo un instante en su eternidad; para ella, podían ser determinantes.

Llegó a sus aposentos con el corazón en un puño y apenas reparó en la criada cuando irrumpió en el dormitorio. Encontró a Sophie exactamente como la había dejado. Arropada, con los ojos cerrados y el rostro apacible. El fuego aún ardía en la chimenea, creando reflejos que acariciaban sus arrugas. La taza de la que había bebido estaba junto a su mesita de noche.

La única diferencia era que William no podía escuchar su respiración. Cuando se concentró, tampoco pudo oír el latido de su corazón. Se acercó despacio, aguzando sus sentidos, esperando cualquier señal de vida.

Pero no la había.

Acercó los dedos a su yugular y sintió su piel fría, nada más; no había latido. Tomó una de sus manos pero ella no le devolvió el agarre.

—Falleció mientras dormía —dijo Nikolas, resollando después de correr tras él—. La criada me avisó y fui a veros tan pronto como me fue posible.

William no apartó la vista de Sophie cuando al fin respondió:

—Dame unos minutos a solas con ella, después comunica su muerte a los aldeanos y anuncia el velatorio. Comienza los preparativos para el entierro —le ordenó—. Marchaos.

Nikolas y la criada salieron de inmediato. Otro silencio más se unió al del corazón muerto de la anciana.

—Oh, Sophie... —dijo en un suspiro entrecortado.

A pesar de que sabía desde hacía tiempo que su muerte estaba cerca y era inevitable, le sorprendió comprobar que se había aferrado a la esperanza de otro día más junto a ella, pensando cada mañana que un día más sería suficiente.

Pero no lo era.

William no era ajeno a la muerte. Le había perseguido desde el asesinato de Brigitte en su noche de bodas, pero había sido más consciente de ella cuanto más tiempo pasó con humanos. Ellos iban y venían, eran perecederos, frágiles, y no valía la pena encariñarse con ellos.

Pero luego apareció Sophie y después Iván, y sus cortas vidas se convirtieron en una constante preocupación para él. La anciana lo había dejado y solo podía pensar que la muerte pronto acecharía al joven mirlaj. Solo imaginar el puñado de años que podían restarle de vida, le heló la sangre en las venas.

Permaneció sentado en una silla junto a la cama, aferrado a la mano helada de Sophie, hasta que Nikolas le informó de que la gente quería comenzar el velatorio. Asintió. Se inclinó sobre la anciana y rozó sus labios con los suyos.

—Descansa —se despidió.

Salió del dormitorio y recorrió el camino de vuelta a sus aposentos. Miró alrededor, sin saber qué hacer. Nada lo ataba ya allí, pero, ¿qué haría entonces? ¿Regresaría a la Mandíbula como deseaba Mathilde?

Reveló el cuarto oculto tras el tapiz y entró. Había decenas de objetos de gran valor, pero tomó solo uno de ellos: la caja que contenía la nikté. Todo lo demás era reemplazable.

No podía volver a Vasilia ni permanecer en Svetlïa, eso convertía La Mandíbula en su única opción. Lo sabía, solo lo había postergado tanto como pudo, pero ya no lo retenía nada.

Regresaría a ese nido de piratas que un día fundó, pero lo haría bajo sus propias condiciones.

Se visitó con las ropas más abrigadas que poseía, se ató una espada al cinto, una daga y una pistola. Después, metió lo imprescindible en un morral de cuero, añadió la cajita con el mechón de Wendy y tomó asiento en el diván junto al ventanal. La contraventana estaba cerrada, pero podía oír el ajetreo de los aldeanos a los pies del castillo. Tendría que esperar al anochecer para que no se corriera la voz de que los vampiros podían caminar bajo el sol. Además, la oscuridad lo ayudaría a pasar inadvertido.

Sin embargo, sus planes se fueron al traste cuando Nikolas volvió a presentarse ante su puerta.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó irritado.

—¡Debéis abandonar el castillo! —exclamó el hombre. Tras él, había varios guardias armados.

—Lo sé, me marcharé al anochecer, después del entierro.

—No, no, milord. Debéis partir de inmediato. La gente...

William aguzó el oído y pudo escuchar los abucheos bajo su ventana.

—Ya veo —dijo calmado.

Nikolas se estrujó las manos, angustiado.

—Lo lamento, mi señor. La señora Loughty pudo protegeros, pero yo no he estado a la altura...

—Ve al grano, Nikolas.

El hombre asintió y tragó saliva antes de hablar.

—Me temo que han avisado a la orden. Los mirlaj vienen a por vos —confesó temeroso.

—Vaya, no han esperado ni un día —comentó impasible.

Nikolas se estrujó las manos, nervioso.

—Por favor, entended que tienen miedo. Además, las cosechas no han sido buenas este año y hay una recompensa por vuestra captura...

—Lo entiendo —volvió a interrumpirlo. Caminó hasta su escritorio y tomó una hoja de los montones apilados—. Ahora eres el Vizconde Isley, asegúrate de gobernar de forma justa.

Le tendió el pergamino sellado en el que transfería su título a Nikolas y su familia.

—Milord, lo lamento tanto... Sé que sin vos no estaríamos aquí.

—No lo lamentes. Todo tiene un principio y un final.

William se abrigó en su capa, se puso los guantes y se aseguró de que la nikté estaba a buen recaudo en el bolsillo de su gabardina.

—Preparadme un caballo...

—Ya está hecho, mi señor. Los guardias y yo os escoltaremos hasta la salida, por si hubiera algún contratiempo.

El vampiro examinó a los soldados y reconoció al capitán de la guardia, en quien siempre había confiado.

—Bien, en marcha.

Recorrieron los pasillos y descendieron por la escalinata de mármol sin encontrarse con nadie. Parecía que podría salir sin percances hasta que se topó con una muchedumbre bloqueando el portón. Los soldados se adelantaron, pero William los detuvo alzando un brazo.

—Dejadles hablar —les ordenó en voz alta—. Nikolas, retírate. No quiero que te relacionen conmigo.

Angustiado, el hombre asintió. Apenas había dejado de oír el eco de sus pasos, cuando la primera voz se alzó entre la multitud:

—¡Vos mismo habéis provocado esto dejando entrar al vampiro que nos masacró!

—¡Los vampiros no son bienvenidos en tierras humanas!

William los escuchó, inmutable. Todos eran rostros demasiado jóvenes como para recordar el horror que el verdadero Vizconde Isley había desatado en sus dominios. Sophie había tenido razón.

—¿Acaso negáis la culpa de lo que sufrimos?

El zral avanzó un paso hacia ellos y la muchedumbre calló.

—No, no lo niego.

Sus palabras los envalentonaron y los gritos se alzaron de nuevo.

—¡Es culpable, pero se negó a salvar a mi hija! ¡Se lo supliqué y no hizo nada!

William fijó la mirada en la mujer y la reconoció. El vizconde había malherido a su hija y ella le suplicó que la convirtiera para salvarla. Él se negó y la niña había fallecido poco después.

—Es preferible perder a una hija que verla convertida en...

—Un monstruo —completó una voz entre la multitud.

Todas las voces callaron cuando una mujer de melena larga y rizada se abrió paso. El fuego de su pelo se había apagado hacía tiempo y ahora lo surcaban hilos de plata, pero William la reconoció al instante: era Eleanor Thatcher, la madre de Wendolyn.

Antes de viajar a Vasilia, arregló todo para que la familia de la joven fuera traída a Isley. Desde su regreso, la había visto algunas veces por la ventana. Pensó que tal vez debía decirle algo, hablarle de su hija, por fortuna no lo hizo. Habría sido una pésima idea, podía verlo en el odio de sus ojos grises, iguales que los de Wendy.

Detestaba que esos ojos lo miraran así.

La madre y los tres hermanos de Wendolyn alcanzaron Isley antes del invierno. Pero su padre no lo logró y Sophie no tuvo valor de mencionarlo en la carta que le envió a la vampira cuando aún estaban en Vasilia. Andrei Thatcher murió en las tierras de lord Lovelace, a manos de los aldeanos que lo lincharon antes de que los mirlaj pudieran llegar a impartir justicia. Su mujer e hijos se libraron de milagro.

Entendía que Eleanor lo odiara, entendía su dolor, pero no podía tolerar que se refiriera a Wendolyn como a un monstruo. Sobre todo cuando su ambición empujó a su hija a un matrimonio que la habría conducido a la muerte si él no la hubiera encontrado a tiempo.

Sintió la ira burbujeando en su interior, sus ojos se encendieron como llamaradas y su presencia lo inundó todo como un río desbordado. El peso de sus siglos de vida era demasiado para cualquier humano. Cuando William avanzó, se apartaron a su paso, temblorosos como presas ante el depredador.

—Tu hija sufrió lo indecible a manos de Lovelace. Él era el monstruo, no ella —siseó cuando pasó junto a Eleanor Thatcher—. Esa noche resurgió de sus cenizas y lamento que no hayas llegado a conocerla a la mujer que es ahora.

Sin más, le arrebató las bridas del caballo al sirviente que lo esperaba tras el portón. Montó de un salto y cruzó a galope la aldea. Atravesó las murallas y dejó atrás el que fue su hogar durante cuarenta años.

Pero sin Sophie, Iván y Wendy, no era más que una cáscara vacía.

Este capítulo sigue doliendo mucho, pero he cambiado pocas cosas porque, de verdad, es necesario y ya estaba muy contenta con cómo quedó la primera vez.

Sé que Sophie es muy querida, incluso más que Anghelika, pero si no hubiera muerto, William no habría salido de Isley. Además, Sophie se fue, como siempre, dándole una lección a nuestro vampiro.

¿Qué os dolió más? ¿La muerte de Anghelika o la de Sophie?

Espero vuestros comentarios y votitos que siempre me hacen muy feliz y son lo que me anima a escribir.

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