Steinheim
El ambiente en la ciudad no distaba de lo que había visto desde la ventanilla del tren. Nos encontrábamos en una intersección en T, desde donde, si mirabas al frente, podías ver el ayuntamiento al final de la avenida. Tras el edificio, y siendo lo que más llamó mi atención, había una montaña de piedra gris que tapaba por completo el sol de la tarde, provocando que una parte de la ciudad careciera de buena iluminación natural.
A pesar de ello, la avenida que llevaba al ayuntamiento, así como todas las demás calles, estaban iluminadas por la luz amarillenta e irregular de las farolas de gas.
Desde la puerta de la estación, la vista era más satisfactoria que desde el tren. La gente, que antes parecían puntos indistinguibles en un cuadro, ahora se movían de un lado al otro, cada uno con sus propios colores y características distintivas.
Había todo tipo de razas, pero los más abundantes eran los lupinos, con su característico cuerpo delgado y peludo, junto a sus grandes orejas y colas similares a las de los lobos. También, aunque en menor medida, podía ver enanos, elfos, ogros, gente bestia del bosque o de la pradera, y algunos humanos como yo, aunque siempre opacados en número por los lupinos. Las primeras veces que pisé la Federación, me agobié al ver tanta gente diferente a mí, pero tras el apoyo y constates explicaciones de mi abuelo sobre lo extenso que era el mundo, entendí que aquel agobio era infundado, aquella gente diferente a mí, no eran un peligro, no más...
Aquel flujo de personas seguramente era el que hacía que las tiendas estuvieran llenas de clientes: panaderías con cestas repletas de panes y postres en las vitrinas, tiendas de ropa con maniquíes vestidos con glamurosos atuendos, o incluso simples puestos de comida callejeros. En el centro de la avenida pasaba un tranvía a vapor, que se detenía en cada parada repleta de gente. Hacia sonar su campanilla dorada cada vez que emprendía nuevamente su rumbo.
El ruido y el caos generado por esta vorágine de gente, yendo y viniendo de un lado a otro, me hicieron reflexionar sobre el bienestar de la ciudad en esos momentos.
A medida que avanzábamos por la avenida principal, me daba cuenta de lo hermosa que puede ser una ciudad en tiempos de paz. La gente parecía feliz, las camadas de niños corrían por las calles secundarias, los negocios estaban en auge, la comida era abundante y la pobreza, al menos en lo poco que pude ver, era casi inexistente. Apenas había algún indigente, pero su ropa y estado físico denotaban un buen cuidado por parte de los servicios públicos.
Mientras me encontraba absorto en los alrededores, Tália, aún cubierta por su capucha pero mucho más tranquila y sin soltar mi mano, me preguntó:
— ¿Y qué opinas? Ahora que has visto la ciudad más de cerca, ¿sigue siendo similar a Yggdrasil? —preguntó, llevándome de la mano a una calle secundaria para hablar con tranquilidad.
La calle estaba mucho menos concurrida que la avenida. Había algunos puestos callejeros y gente caminando, e incluso de vez en cuando pasaba un centauro tirando de una carreta. Era el ambiente propicio para hablar, más silencioso y tranquilo, pero sobre todo, más intimo.
— Es difícil ahora que la he visto de cerca, comparar —comenté, pensativo, incapaz de dejar de pensar en ello—. No tengo muchos recuerdos de Yggdrasil ahora que lo pienso. Mis padres me sacaron de allí cuando comenzó la Guerra Continental; era muy pequeño cuando sucedió eso —expliqué, algo melancólico. Realmente no recordaba demasiado.
Pero Tália, con su interminable curiosidad, siguió preguntando:
— ¿Cuántos años tenías entonces, al inicio de la guerra? —Su pregunta fue acompañada de una cara llena de expectación. Sus enormes ojos me miraban, llenos de una curiosidad casi infantil.
Gracias a eso me di cuenta que la conversación se alargaría, así que la llevé a un pequeño parque arbolado donde nos sentamos en una banca junto a una farola. Una vez allí, me fue imposible no resoplar, me sentía cansado por algún motivo, aun así, decidí saciar su curiosidad.
— Tenía más o menos siete u ocho años —confesé, distante, incapaz de darme cuenta de la gravedad de ese hecho. Era un niño —. Ahora tengo casi veinte. Ya podrás imaginar hace cuánto fue eso.
— Eras muy pequeño... Yo tenía casi siete años cuando empezó —comentó, poniendo su mano sobre la mía, un gesto sutil y muy reconfortante a pesar del guante—. Tuve suerte de que mis padres huyeran conmigo de Ymir, así que no sé bien cómo te sientes al hablar de esto. Si te molesta, solo dímelo.
¿Molestarme? Es parte de mí... no puedo "molestarme"... no puedo ignorarlo aunque lo desee con toda mi alma.
— En realidad, no me molesta; es más, me gusta hablar de esto —sonreí por algún motivo, recostándome un poco en la banca—. Volviendo a lo de antes, ¿eres de Ymir? He estado allí varias veces; es un lugar muy bonito.
Ymir fue una vez uno de los puertos más importantes de las Regiones del Norte y luego de la Federación. Antes de la Guerra Continental, fue capturado en una encarnizada batalla que duró meses, en la que el Imperio de Dragnassil logró la victoria por poco, gracias a sus innovaciones tecnológicas.
El puerto quedó inutilizado, lo cual incrementó la pobreza, borrando aquella imagen de gloria que una vez tuvo como una de las joyas del Norte. No fue hasta su reparación, años después, que recuperó parte de su esplendor pasado. Tália debió vivir la última parte de la época dorada de Ymir antes de la guerra, aunque quizás no lo recuerde del todo.
— Tália, ¿has vuelto a Ymir después de la guerra? —pregunté, volviendo mis ojos hacia ella.Ella seguía apoyando su mano sobre la mía mientras me miraba algo distante, quizá reflexionando sobre lo que le había dicho. A nuestro alrededor no había nadie, solo el ruido constante de la farola que nos iluminaba. A medida que anochecía y la poca luz que quedaba se desvanecía tras la enorme montaña al fondo, el frío comenzaba a hacerse presente.
Quizá era prudente sugerir que nos fuéramos, pero antes de que pudiera hacerlo, Tália respondió, algo desilusionada, a mi pregunta anterior.
— Nunca volví a Ymir, ni sola ni con mis padres —dijo, mirando hacia la oscuridad, fuera del alcance de la farola—. Ellos han ido por negocios, pero yo nunca he vuelto, ahora que lo pienso.
Reflexionando, me di cuenta de que yo tampoco había vuelto a visitar Yggdrasil como tal; solo había pasado allí unos días por temas del Gremio de Comercio. Tuve la suerte de poder ver al menos una parte de Yggdrasil reconstruida. Apenas la visité... No tuve el valor para salir demasiado de la estación... menos para volver a mi antigua casa, si es que sigue en pie...
—Estamos casi en la misma situación. Yo he estado en Yggdrasil, pero por el transporte de materiales para las reparaciones. Así que sé, de alguna manera, cómo te sientes con eso —apoyé mi otra mano sobre su hombro, apretándoselo apenas—. Nunca he vuelto a ver mi ciudad natal como era, siquiera vi una pequeña parte de ella...
— ¡Je! —sonrió, negando irónicamente con la cabeza mientras miraba y pateaba el suelo de grava—. Al menos tú la has visto, aunque sea una parte. Yo ni eso he podido...
— No te atormentes por eso. No serías tan bien recibida como crees —le pedí, pensando en lo que iba a contarle.
— ¿A qué te refieres con "no tan bien recibida"? —me inquirió, curiosa, arrugando un poco su cara hacia mí.
— Después de la Guerra Continental, el Imperio de Dragnassil implementó una serie de leyes y decretos reales para "Imperializar" Ymir —entrecomillé con los dedos—. Básicamente, establecieron leyes para excluir a las razas distintas a los humanos, salvo algunas como los elfos. Las demás están marginadas, y se considera aceptable tenerlas como esclavas. Así que, ahí tienes tu "bienvenida".
Luego de la guerra, tanto Ymir como otros pueblos y ciudades quedaron bajo esas leyes. Diez años bajo estas reglas cambian a cualquiera y crean nuevas generaciones que las asumen. Así que es muy difícil que ella vaya sola a Ymir.
— Así que no hay forma de que vuelva a ver Ymir, ¿verdad? —Su pregunta pareció más un ruego desesperado. Sin embargo asintió, resignada ante la realidad.
Era muy difícil, pero no imposible... Quizás era una locura, una de mis tantas hipocresías, o quizás repetía lo que hicieron alguna vez conmigo. Levanté su capucha con cuidado y le acaricié suavemente la cabeza con mi mano para calmarla. Sus orejas caídas lo hicieron más fácil aún.
— Tália —le hablé sin dejar de acariciarla —, no es imposible que vuelvas a ver Ymir. Solo necesitas a alguien que te acompañe... —le guiñé un ojo.
— Tú... —dudó un momento, dubitativa ante mi sugerencia. Parecía no querer creerme, como si por un segundo pensara que iba a engañarla, pero cedió, pude notarlo en el brillo repentino en sus ojos carmesí. Una llama se encendió —. Sé que nos conocemos hace poco, pero si yo te lo pidiera... ¿me llevarías? ¡Te pagaré lo que quieras! ¿Pero lo harías? —preguntó, emocionada, su sonrisa llena de esperanza y que casi se tirara encima mío me impidieron retractarme de mis palabras.
Me tomé un minuto para responder, mirándola pensativo. Esta decisión era importante, no para mí, sino para ella. Sería difícil rechazarla, sobre todo porque me recordaba vagamente a mí cuando conocí a mi abuelo. Estaba perdido y solo, y él fue quien me ayudó a salir de ese abismo. Siento que estoy en esa misma situación ahora. Tampoco perdería nada en ayudarla; incluso podría ser beneficioso tener una compañera de viaje, como lo fue para mí en su momento. Tras fingir un poco que estaba pensando, le respondí con una gran sonrisa, pero sentía que no estaba siendo del todo honesto con ella. Aun así, seguí adelante.
— Lo haré, te llevaré a Ymir, pero —levanté un dedo— primero tengo cosas que hacer y compromisos que cumplir. Te prometo que te llevaré. Verás Ymir otra vez, solo confía en mí —le extendí mi mano, proponiéndole un trato como buen maquinista que soy.
Tália miró mi mano extendida con duda. No la iba a forzar; si no estaba segura, no tenía por qué hacerlo.
— Si no estás segura, no lo hagas. El viaje puede ser peligroso, y lo que veas en Ymir puede no gustarte. Pero habrá toda una aventura de por medio, te lo aseguro —afirmé con una sonrisa, manteniendo mi mano extendida—. ¿Aceptas el viaje?
Ella me miró, escéptica. Pero después de ver que no retiraba mi mano, tomó aire, cerró los ojos con fuerza y finalmente tomó mi mano.
— ¡Acepto, Bullet! ¡Llévame a Ymir, y vivamos todas las aventuras que podamos! —exclamó con una cara llena de seguridad y felicidad—. Solo te pido que tengas paciencia conmigo, aprendo lento.
Ante esas palabras, solo pude acariciar un poco más su cabeza, esta vez con más cuidado por sus erguidas orejas, que levantaban la tela de la capucha, asemejándose a dos varillas en una tienda de campaña.
— Te lo prometo, seré paciente durante nuestro viaje —le aseguré con una sonrisa, sincerando mi tono—. Gracias por aceptar ser mi compañera mientras dure esta aventura. Ahora, si no te molesta, creo que deberíamos ponernos en marcha. La noche ya ha caído, y no es seguro quedarnos aquí a la intemperie.
— No podemos enfermarnos con todo lo que está por venir, ¿verdad? —afirmó mientras se levantaba y me extendía firmemente su mano.
— ¡Correcto! —le respondí, tomándola de la mano y levantándome del banco.
A partir de esta noche, Tália y yo éramos compañeros. Ansiaba ver lo que nos deparaba el futuro.
— Abuelo... —comencé a murmurar en cuanto Tália se alejó unos pasos por delante—. Cuídanos desde donde estés. Tu nieto está encontrando el camino para seguir adelante. Solo síguelo apoyando en esto —finalicé, mirando el estrellado cielo nocturno antes de adentrarme junto a Tália en la oscuridad de la noche.
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