La Venida de la Bestia, Parte 2

En ese momento, quizá no lo pensé, pero ahora me gusta creer que aquella tormenta ayudó a apagar las llamas que azotaron el pueblo, purificando la miseria y limpiando, de alguna manera, toda la sangre que allí corrió. Mientras tanto, yo seguí mi camino, buscando algún lugar que me acogiera y ayudara a sobrellevar la tormenta personal que tanto me azotaba y que me estaba haciendo vivir...

— Tras recorrer por quien sabe cuanto tiempo aquellas vías, esquivando y sorteando a la muerte, llegué a una de tantas estación de paso. Una serie de tormentas me habían estado siguiendo y para cuando logré ingresar, ya no quedaba un solo centímetro de mí que no estuviera empapado. Entré estornudando y temblando por el frío de la lluvia y el viento... Cuando logré aclimatarme un mínimamente, me moví a una esquina alejada de los andenes para descansar tras unas enormes cajas de madera, olvidadas por el mundo, al igual que yo...

La estación, como era de esperarse, era cálida y seca, lo que me permitió recuperarme rápidamente. Durante esos tiempos, las estaciones estaban atestadas de refugiados de todas las índoles: familias enteras con grandes equipajes, jóvenes huérfanos como yo que buscaban sobrevivir con miserias y restos, y muchos otros a los cuales la vida ya había dejado caer en desgracia.

— Pasé unos pocos días escondido tras esas cajas hasta que pude recuperarme. Por suerte, aún me quedaba algo de pan de centeno que había robado de un campamento de soldados, y algo de agua de lluvia acumulada en mi cantimplora, así que no tuve que moverme —agarré el vaso de hidromiel que me dio Tália antes y me lo tomé, esperando que endulzara un poco mis recuerdos—. Durante mi estadía allí, vi cómo llegaban trenes llenos de suministros y vagones vacíos para llevarse a todos los refugiados posibles. Apenas los vagones se abrían, la gente entraba como ganado, apiñándose en el primer lugar que encontraban. Luego cerraban las puertas, le indicaban al maquinista a dónde llevarlos y, por fin, el tren partía hacia un nuevo destino.

— Suena muy macabro eso, Bullet —comentó Tália, mostrando un claro desagrado con el rostro ante tal práctica. Sin embargo, parecía querer decir algo más, pero se contenía. No me atreví a tampoco a preguntarle.

— Ahí no viene lo peor... —resoplé, chasqueando la lengua—. Hubieron muchos refugiados que, al no lograr entrar en un vagón, se colgaban de ellos. Si los guardias los veían, los bajaban y apaleaban como escarmiento frente a los demás, para mostrar lo que les sucedería si intentaban lo mismo. 

Pasé días viendo eso suceder una y otra vez.

— Irremediablemente, cada vez que llegaba un tren, al menos uno o dos refugiados eran golpeados por intentar colgarse de los vagones. Pero, curiosamente, después de observar durante varios días, una enorme locomotora se detuvo en el andén más próximo a las cajas donde estaba oculto. Era negra azabache y portaba en su carbonera el número 602.

— ¿602? —repitió Tália, arrugando la cara, confundida—. ¿No es ese el número que repites cada vez que hablas por radio? No me digas... ¡¿Edelweiss era ese tren, no es así?! —se paró de golpe para mirar el número de la carbonera por la ventana—. Lo es... Era este tren... Un milagro de la Diosa...

— Puede ser —asentí, sonriendo ante su divertida actitud—, aunque no reaccioné así la primera vez que lo vi —me rasqué la mejilla—. Al principio fui escéptico de acercarme; el andén estaba repleto de guardias y operarios cargando pesadas cajas en los vagones. Parecía, debido a la cantidad de cajas y el poco espacio que quedaba en cada vagón, que no iban a subir refugiados.

¡Era perfecto para que yo pudiera escapar!

— Desesperado por escapar, se me ocurrió que ese tren, el 602, sería el que me sacaría de allí.

Cuando me decidí, tenía los nervios a flor de piel; mi estómago gruñía a cada rato como el de un animal hambriento y la falta de sueño me impedía pensar con claridad. Aun así, me las arreglé para acercarme a uno de los vagones menos vigilados del convoy.

— Aproveché que un grupo de guardias cambió de turno para acercarme a una de las cajas de munición que iban a cargar y esconderme dentro —expliqué con cierto orgullo en mi voz—. Retiré parte de la paja que cubría unos obuses de artillería y me metí entre ellos, simulando ser uno más. Por suerte, los operarios estaban tan cansados que apenas revisaron. Cerraron la tapa de la caja y la pusieron en un vagón.

Desde un pequeño orificio en la caja vi cómo me llevaban en un carrito hasta el vagón y luego me colocaban cerca de la puerta. Cuando cerraron las puertas del vagón y oí el grito de un operario, la 602 comenzó a moverse a través de los andenes...

— Me imagino que debieron ser los peores minutos de tu vida. Apenas y puedo verme yo metida en una caja... Me imagino tú... —dijo Tália, sacudiendo la cabeza como si tratara de visualizar la escena.

— Mi corazón latía a mil en ese momento. Un paso en falso y sería encontrado. La distancia entre donde me escondí y el vagón no era mayor a unos diez metros, pero, aun así, estaba tan nervioso que cada vez que un guardia pasaba cerca de la caja me asustaba. Por el nerviosismo, casi salgo varias veces corriendo, pero por suerte no lo hice. Logré entrar al vagón sin ser descubierto. Fue una victoria para mí cuando se cerraron las puertas y quedé a oscuras. Aunque fueran solo unos kilómetros, sentía que iba a estar más seguro.

— Y así fue, ¿verdad? —preguntó ella, ofreciéndome otro vaso de hidromiel mientras movía apenas su cola peluda sobre el suelo.

—En parte... —agarré el vaso y lo bebí de un trago, el dulzor apenas me ayudó a suavizar los recuerdos—. Durante parte de la Guerra Continental sí lo fue, pero al final todo se volvió a ir por la borda...

—Entonces lo de antes no era el final de la historia, ¿no es así? —volvió a ofrecerme más hidromiel.

Si todo hubiera terminado ahí, quizá mi vida habría sido más alegre. Pero por más que lo intenté al meterme en ese vagón, no pude escapar del frente; la guerra continuaba, y las fronteras cambiaban todos los días. Lo único que logré fueron unos días de paz... Lo que sí cambió fue que, a partir de ese día, ya no estuve más solo. Encontré a quien me salvaría la vida, y gracias a quien estaba ahora aquí, contando esta historia a Tália. De no ser por él, quién sabe qué habría sido de mí...

— No... —rechacé el vaso con amargura—. La historia aún sigue; quedan cosas por contar y memorias que explorar —disimuladamente la miré a ella y luego a mi pistola, suspirando—. ¿De verdad crees que un maquinista como yo no sería capaz de contar una historia más larga?

— Nunca... dudé de eso... —afirmó, levantando el vaso como si brindara, para luego bebérselo todo—. Aunque tengo que confesar que tu historia ya es bastante larga.

— Todos tenemos nuestra historia detrás, ¿no? —bajé la mirada hacia mi pistola—. Mala o buena, es nuestra, y nos condiciona a ser quienes somos —reflexioné, viendo el brillo apagado del arma en la pistolera.

— ¿No es... filosófico... lo que dices? —preguntó Tália mientras comenzaba a servirse otro trago.

Noté que sus mejillas estaban enrojeciendo y su mano temblaba ligeramente, derramando algo del líquido en la mesa.

— No sé si lo es o no. Me lo enseñó alguien en el pasado... Por cierto, te recomiendo que dejes de beber —le señalé el charco de hidromiel alrededor del vaso—. Mira cómo lo estás tirando fuera. Además, tu mano tiembla. Creo que sería prudente dejarlo por aquí hoy, así que dame esa botella —le hice señas con la mano para que me la entregara.

El alcohol comenzaba a afectarla. Por momentos, se tambaleaba incluso estando sentada, y su mirada se desenfocaba cada vez más. Sin embargo, se resistió como si la botella fuese su más preciado tesoro.

— ¡Nnnnooo! ¡No guiero...! ¡La botella es mía! —aseguró, abrazándola y ocultándola con su cuerpo—. ¡No te v-voy a daaar... mi botella...! ¡¿Entendddiste?!

Ya casi no se mantenía sentada. Estaba casi desparramada en el suelo, abrazando la botella con todas sus fuerzas, mientras su cola martilleaba el piso bruscamente cada vez que me gritaba.

— Tália, dame esa botella ya y vete a la cama... —intenté sacársela de un manotazo.

Con sorprendente rapidez, esquivó mi mano y se dejó caer al suelo con la botella contra su pecho, fuera de mi alcance.

— ¡No guiero! ¡Sigue condando tu historia! ¡No guiero dormir! —protestó, haciendo un berrinche mientras permanecía boca abajo, protegiendo la botella con fiereza. Como un animal con su presa, lo ocultaba.

— Vamos, Tália... No te pongas así —me arrodillé, cansado, comenzando a buscar un hueco entre el suelo y su pecho para alcanzar la botella—. Mañana seguimos; no puedo contártela si estás borracha.

Ella seguía apretando la botella contra sí misma con fuerza. Parecía haberla colocado entre sus senos, y por razones obvias no iba a meter mis manos ahí.

— ¡Nnnoooo! Déjame, Bullet... —su voz comenzaba a flaquear—. No guiero dormir...

— Tália... Vamos, muévete... —seguí intentando, hasta que finalmente agarré algo duro y tiré con fuerza.

Cuando por fin logré arrebatársela, ella giró sobre sí misma, quedando panza arriba en el suelo. Yacía completamente despatarrada, con los ojos cerrados y una sonrisa en el rostro. Un fino hilo de saliva corría por la comisura de sus labios.

Parecía haberse quedado dormida en medio de nuestro "juego". Por suerte, la botella de hidromiel estaba bien tapada; de lo contrario, ella habría quedado empapada en el líquido. En lugar de oler a su característico aroma a menta, habría apestado a miel y alcohol...

Dejé la botella sobre la mesa y me volví hacia ella. Su ropa estaba completamente desarreglada, especialmente en el área del pecho, donde algunos botones habían saltado. La observé por un momento antes de dirigirme a preparar la cama. Retiré unas hojas y prendas de ropa que estaban sobre ella y las apilé junto a la botella. Luego volví a Tália y la levanté en brazos, como si fuera una princesa.

Su característico olor a menta llenó mi nariz cuando la dejé sobre la cama y la tapé con las mantas. Antes de terminar, acomodé su cola entre sus brazos para que la sostuviera como si aún tuviera la botella. Poco después, sus ligeros ronquidos comenzaron a acompañar el crepitar de la estufa.

Cansado por el día y por la lucha para quitarle la botella, me serví un último vaso de hidromiel antes de acostarme

Con el vaso servido, lo tomé de un solo trago, dejando que el dulce licor recorriera mi garganta. Su sabor, una mezcla de miel y frutos secos, era casi adictivo. Por un momento, me permití disfrutarlo, algo que no había hecho antes. Este era el primer sorbo que realmente saboreaba, y qué gusto me dio...

Con la garganta endulzada y el cansancio acumulado, más los recuerdos vagos de lo que tendría que contarle a Tália al día siguiente, me dirigí a mi cama, listo para enfrentar un nuevo día y, con él, las sombras de mi pasado.

La noche transcurrió tranquila al principio. Apenas podía distinguir el ruido de los trenes moviéndose en la lejanía o los gritos de los operarios en los andenes. Sin embargo, el último vaso de hidromiel me había dejado en un estado de duermevela, lo que me permitió descansar profundamente. O eso quise pensar... Pasada la medianoche, cuando la estación quedó en absoluto silencio y casi todas las luces estaban apagadas, me desperté. En un principio, fue solo para ir al baño, pero después de volver a la cama, no pude volver a dormir. Me sentía extrañamente descansado, como si ya no necesitara más sueño.

Di vueltas en la cama, cambiando de posición una y otra vez: boca arriba, boca abajo, de costado. Incluso busqué la parte más fría de la almohada, pero ni eso ayudó. Tras un rato de insomnio, me rendí. Me vestí con lo primero que encontré: un pantalón, una camisa y mis botas. No parecía hacer demasiado frío dentro de la estación.

Tália seguía durmiendo profundamente, abrazada a su cola tal como la había dejado unas horas antes. Se veía tranquila y muy bonita al dormir. Incluso balbuceaba cosas, como aquella vez en el tranvía, aunque esta vez no logré entender qué decía. Esa pequeña incógnita se quedó en mi mente mientras me dirigía a la puerta del vagón.

La abrí con cuidado, deslizándola lentamente, rogando que no chirriara. Una vez afuera, confirmé lo que había intuido antes: la estación estaba en un silencio casi sepulcral. Apenas unos pocos guardias patrullaban y algún operario comenzaba su turno nocturno. La luz amarillenta del edificio central iluminaba débilmente un lado de Edelweiss y parte de los vagones.

Bajé del vagón agarrándome de las barandillas y comencé a deambular por el andén, sin un rumbo claro. Mientras caminaba, recorrí con la mirada toda la composición de Edelweiss: la locomotora, la carbonera y los vagones acoplados al fondo.

Verla así, quieta en la oscuridad de la estación, me provocaba una extraña incomodidad.

Era una magnífica obra de ingeniería, con cuarenta metros de largo, una potencia de cinco mil ochocientos caballos de fuerza y una autonomía de mil doscientos kilómetros. ¡Una bestia como ninguna otra! La locomotora que me sacó del frente de batalla, la que me permitió conocer a mi abuelo, y quien me ha protegido desde entonces. Pero, a pesar de todo lo que Edelweiss ha hecho por mí, sigue rodeada de oscuridad, camuflándose en ella gracias a su característico color negro.

Una bestia tan grande y fuerte, pero que apenas destaca cuando no hay una luz que la ilumine.

Era un sentimiento extraño. Por un lado, sentía un orgullo inmenso de ser quien la controlaba, quien decidía su rumbo en cada viaje. Pero, por otro, me entristecía verla abrazada por la oscuridad, casi invisible en la penumbra. Si no supiera cómo se ve bajo la luz, jamás podría apreciar las proezas que es capaz de realizar.

— ¿Quizá, si logro terminar este envío y llevar a Tália hasta Ymir sin demasiados percances, debería cambiarle el color por uno más vistoso? —pregunté al aire, esperando una respuesta que jamás llegaría—. ¿Blanco, tal vez? ¿O un rojo apagado, como el del pelo de Tália...?

Las ideas comenzaron a pasar por mi mente. Las opciones eran muchas, pero las posibilidades de llegar a ese punto parecían minúsculas. Tal vez no debía darle tantas vueltas y simplemente centrarme en sobrevivir, como siempre lo he hecho. Quizá esa fuera la mejor opción.

Pasé varios minutos inmerso en esos pensamientos, mirando a Edelweiss y sopesando qué hacer con su color. Por alguna razón, seguía gustándome el negro. Evocaba buenos recuerdos y no quería cambiarlo, pero tampoco encontraba una solución que me dejara satisfecho.

— ¿Debería preguntarle a Tália, tal vez? —murmuré, casi como si hablara conmigo mismo—. ¿Qué harías tú, abuelo? ¿Le cambiarías el color o le agregarías algo más?

Pensar en mi abuelo solo me hacía sentir más perdido. Siempre he buscado su consejo, incluso ahora que ya no está. Por más preguntas que le haga, sé que no habrá respuesta, y aun así, sigo dependiendo de él, aunque no sea un problema urgente.

— Soy el mejor nieto del mundo, eso seguro —dije con ironía, soltando una leve carcajada amarga.

En medio de mis pensamientos, algo me llamó la atención. Miré hacia Edelweiss, concretamente hacia la cabina. Me pareció ver movimiento, como si alguien estuviera ahí, observando desde la ventanilla. Mi corazón dio un vuelco y una especie de corriente eléctrica me recorrió la espalda.

— ¿Quién...? —susurré, acercándome lentamente.

La cabina estaba en penumbra, pero juraría haber visto una figura moverse. Mi mente empezó a divagar, barajando posibilidades: tal vez era un guardia, o quizá mi mente me estaba jugando una mala pasada debido a todo el estés. Aun así, no podía quitarme de encima la sensación de que algo no estaba bien.

Me acerqué un poco más, deteniéndome justo al lado de la locomotora. El silencio de la estación se sentía opresivo, y el leve crujido de mis botas contra el suelo rompía la quietud como un eco persistente. Con cada paso, la tensión en mi pecho aumentaba, hasta que finalmente llegué a la altura de la cabina...

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top