Estación de Paso, Parte 2
Pasada aquella pesada puerta, los ajetreados andenes, igual o más agitados que cuando entré, me recibieron con el cálido vapor proveniente de las decenas de locomotoras, que, impacientes por salir, expulsaban abrasadoras nubes de vapor debajo de sus ruedas.
Los operarios corrían y saltaban de andén en andén, llevando papeles y paquetes de locomotora en locomotora. Con cautela, caminé atento a mis alrededores, observando y esquivando a los apurados operarios hasta que finalmente llegué al andén donde mi locomotora me esperaba.
La vista me llenaba de orgullo. Allí estaba, imponente y majestuosa, una enorme locomotora negra con detalles rojos, de casi cuarenta metros de largo, desfogando vapor en el andén. Contemplarla desde afuera siempre me transmitía una sensación de orgullo inigualable. Edelweiss, así la bautizó mi abuelo. Era mi fiel compañera desde hacía unos años y parte del legado que él me dejó. Una de las pocas cosas que me quedan de él y un recuerdo perpetuo del incidente de aquel día...
— Estás igual que cuando te vi por primera vez, Edelweiss —dije, mirándola con melancolía mientras apoyaba mi mano en una de sus enormes ruedas—. Incluso mejor que cuando el "viejo" vivía...
Tras admirarla perdidamente por un tiempo, me di cuenta de que la operaria de antes me estaba observando desde cierta distancia, cerca de Edelweiss. Sin prestarle demasiada atención, le mostré el ticket que me había dado al llegar. Ella lo revisó brevemente y se marchó cojeando, sin voltear ni decir una palabra. Cuando intenté llamarla para hablarle, ni siquiera giró la cabeza. Supuse que no me había escuchado por el bullicio de los andenes.
Parecía sumamente reservada. No me miró directamente cuando le entregué el ticket y llevaba puesto un casco, así que no pude verle bien la cara. Su actitud y su cojera al caminar eran un completo misterio.
Mientras pensaba en eso, me subí a la cabina de Edelweiss.
Gracias a que la caldera se había mantenido caliente, no tardé mucho en prepararme para salir. Sin embargo, me quedé dentro de la cabina acomodando algunas cosas antes de siquiera pensar en dejar la estación.
El cansancio empezaba a hacer mella en mí, pero no tenía intención de quedarme allí a descansar. Mi objetivo seguía siendo llegar a Steinheim lo más rápido posible. Desde esta estación hasta allí serían unos... ¿cien kilómetros? Tal vez menos. Esa distancia la recorrería en unas dos horas, si el clima se mantenía a mi favor.
— ¡Dos horas, sumadas a las que llevo sin dormir por culpa de esta maldita tormenta no es nada! —me jacté en voz alta, refregándome los ojos, dejándome recostar sobre una de las paredes de la cabina.
Cuando estaba terminando de preparar todo, un operario distinto a la anterior se acercó y me informó que la tormenta había amainado lo suficiente como para poder partir.
Ya con esa noticia y todo listo, me dispuse a revisar por ultima vez todo: la presión de vapor, liberé los frenos y moví lentamente el inversor de potencia hacia adelante, hasta que Edelweiss empezó a moverse lentamente, pero con firmeza, a lo largo del andén, saliendo en dirección a las puertas de salida.
Mientras avanzábamos por el andén, observaba los alrededores de Edelweiss para evitar cualquier accidente con los operarios. Era un procedimiento habitual para mí, y no había nada raro al principio, hasta que algo llamó poderosamente mi atención.
A escasos metros de una de las puertas de salida, detrás de unas cajas, un grupo de lupinos de pelaje uniforme estaban apiñados frente a algo... No, frente a alguien, y no parecían estar simplemente observando. Desde la distancia, pude ver cómo le estaban dando una paliza a esa persona. A medida que Edelweiss se acercaba a las puertas y, por ende, a los lupinos, distinguí claramente quién era.
La persona estaba en el suelo, con las manos sobre el estómago, recibiendo golpes por todo el cuerpo, podía incluso oír sus sollozos. La figura me resultó familiar: era grande, superaba con creces el tamaño promedio de un lupino. Llevaba un overol de trabajo gris, lleno de manchas de aceite y carbón, y cerca de ella, en el suelo, había un casco similar al de los operarios de la estación.
No me tomó mucho tiempo hacer la conexión: ¡Era la operaria de antes! ¡Le estaban dando una paliza! Casi por instinto, me lancé hacia las palancas de freno, jalándolas y deteniendo de forma abrupta a Edelweiss.
"¡Plack-plack...! ¡¡¡Quiiiiiiiiiiiiiii...!!!" El chirrido de los frenos y el sonido de Edelweiss deteniéndose inundaron los andenes. Todo el mundo detuvo sus actividades para mirar en nuestra dirección. Yo, por mi parte, salté de la cabina y corrí hacia los lupinos, desenfundando mi pistola; otro de los recuerdos de mi abuelo.
Actué casi sin pensarlo. Realmente no sabía por qué me había bajado para ayudarla. No era mi problema, ni mucho menos, pero ya lo había hecho. No había vuelta atrás.
Mientras corría a lo largo del húmedo andén, revisé la pistola. Una bala dorada asomó en la recamara cuando tiré de la corredera. El sonido de mis pasos, sumado al de corredera, alertó a uno de los lupinos, que se dio la vuelta de inmediato.
Apenas me vio correr hacia ellos arma en mano, echó a correr sin pensarlo, dejando atrás a sus compañeros, que seguían golpeando a la pobre operaria, ignorando la huida de su camarada. Siquiera gritó, simplemente se desentendió como si él no fuera parte de aquella injusticia.
Mordiéndome el labio, lo dejé ir...
Lo más importante para mí en ese momento era la joven operaria. No quería ni imaginar el dolor que debía estar sintiendo con cada golpe.
La impotencia crecía dentro de mí a medida que observaba la situación. Un cúmulo de emociones me invadía: rabia, ira, frustración... Todo se mezclaba, impulsándome a seguir corriendo hacia adelante. Tenía que ayudarla...
Sin entrar en desesperación, levanté mi pistola al aire y me preparé para disparar. No podía matarlos, eso me metería en serios problemas, pero podía asustarlos.
Sosteniendo la pistola con firmeza, la levanté y sin pensarlo, disparé tres veces al aire.
"¡Pafff-Pafff-Pafff...!" Los casquillos dorados cayeron al suelo de piedra con un sonido seco, mientras el cañón emanaba el distintivo olor a pólvora quemada.
— ¡¿Qué creen que están haciendo con la joven, perros de mierda?! —grité, bajando la pistola, apuntándoles—. ¡¿Se creen hombres por aprovecharse de alguien en el suelo?! ¡Cobardes infelices!
Uno de los lupinos, el líder al parecer, se dio la vuelta, envuelto en ira por haber arruinado su "diversión". Su alargado hocico delineaba una sanguinaria sonrisa y sus ojos, fijos en mí, me advertían que no me acercara más.
— ¡¿Y quién te crees que eres, maldito humano?! —me gritó, señalándome con sus descuidadas garras—. Creía que ustedes ya estaban ocupados matándose unos a otros en el Sur, como para venir al Norte a molestarnos a nosotros.
— ¡Y yo pensaba que ustedes, los perros, eran dóciles ante sus superiores! —respondí, sarcástico, adornando mi comentario con una expresión soberbia —. Dime, ¿Dónde está tu dueño, así puedo devolverte a él...? Corrijo, "devolverles a sus perros".
Mi comentario, carente de la intención de desescalar el posible conflicto, hizo que cada uno de los lupinos girara en mi dirección. Sus orejas en alto y su pelaje erizado, junto a sus garras, tampoco eran una señal alentadora.
— ¡Maldito humano! —rugió aquel que actuaba de líder. En un parpadeo desenfundó un viejo cuchillo oxidado de su cinturón y sin pararse pensar, se abalanzó sobre mí con furia.
A través de la mira del arma, lo vi correr hacia mí, levantando el cuchillo con la intención de apuñalarme.
El combate cuerpo a cuerpo jamás fue mi fuerte, pero la nula capacidad de razonar de aquel lupino, dejó claros sus movimientos. Retrocedí, esquivándolo por poco, cubriéndome la cabeza con la pistola. La hoja del cuchillo rozó mi chaqueta, haciendo un pequeño corte en el área del cierre.
— ¡Para ser un perro, eres bastante rápido! —me burlé, agitado, mirando el corte en mi chaqueta.
— ¡Cállate de una vez, escoria Imperial! —gruñó él, volviéndose con una sonrisa hacia sus compañeros—. ¡Atrápenlo, muchachos!
Eran tres lupinos en total: dos con tuberías como armas y el líder con el cuchillo. Me superaban en número...
Esforzándome en mantener la mente calma, retrocedí para evaluar la situación. Si actuaba imprudentemente, no saldría de esta. Tenía que acabar la pelea rápido, pero sin matarlos, no podía perder eso de vista.
Decenas de personas comenzaron a formar un cerco a nuestro alrededor. Muchos nos miraban deseosos de sangre. Nuestra pequeña "disputa" se había convertido en un espectáculo publico...
— ¡¿Alguno de ustedes va a hacer algo o se van a quedar mirando como idiotas?! —grité para que todos me oyeran, pero sin perder de vista a los lupinos que se acercaban, listos para golpearme —. ¡Están golpeando a alguien y ustedes lo ignoran!
La multitud permaneció en silencio. Un golpe de ira e impotencia me atravesó el pecho apenas sentí las burlas silenciosas, llenas de desinterés que tenían hacia mí o la operaria.
— ¡Malditos cobardes! —exclamé. En lo más profundo de mi ser, quise por un momento dispararles a ellos, pero no pude. Me resigné, estaba solo—. ¡Dejan peleando al único que se atreve a hacer algo, al único dispuesto a ayudar!
El líder lupino se relamió el hocico con su larga lengua, comprendiendo que nadie intervendría, que tenían vía libre para matarme de ser necesario.
— ¡Parece que estás solo! —se burló, mirando a sus dos compañeros que, junto a él, sonreían con satisfacción —. ¿Qué vas a hacer ahora? ¡Somos más y mejores que tú! Si te arrodillas ante nosotros, no te golpearemos tan fuerte. ¿Qué te parece?
— ¡Antes muerto! —respondí, apuntándole con la pistola. Mi mano la sostenía firme, mientras que con la otra, buscaba con ansiosamente algo para poder golpearlos.
— No pareces muy dispuesto, humano. ¿Quieres morir, no es verdad? Se nota en tu cara... ¡Esa maldita cara que ponen ustedes los Imperiales cuando creen que van a ganar! ¿Sabes una cosa? ¡Te lo concederemos, solo porque somos amables! —exclamó, lanzándose nuevamente contra mí, pero esta vez acompañado.
Los demás lupinos se abalanzaron como fieras desde ambos lados, armados con tuberías viejas y llenas de manchas de sangre. Intentaban rodearme, mientras que el último se lanzaba de frente con el cuchillo apuntando hacia mi torso.
Nuevamente busqué ayuda con la mirada, rogando por la compasión de alguno de los presentes que observaban en silencio, pero nadie hizo nada. Todos permanecían expectantes, inmóviles. No les importaba ser cómplices de homicidio con tal de ver mi sangre correr.
— ¡Piensa, Bullet, piensa...! —murmuré entre dientes, mientras veía cómo se acercaban cada vez más. Era inevitable.
En esos breves segundos, intenté poner todas mis neuronas a trabajar, pero la presión no me dejaba pensar con claridad. Cuando me di cuenta, ya estaba esquivando una tubería que venía hacia mis brazos y, al segundo siguiente, otra que apuntaba a mi cabeza. Me contorsioné de formas que nunca antes había imaginado, con el único propósito de evitar los golpes, esquivándolos por los pelos.
Por más que los esquivé, no se cansaron de golpear. Cada tubería cortaba el aire con violencia, eran golpes de rabia, sin fundamento ni técnica, aunque intentara leerlos, eran casi impredecibles.
El silbido del aire siendo cortado y la ligera brisa antes de cada golpe, eran mi único indicador de por donde vendría el siguiente golpe. Pese a eso, no podía mostrar signo de debilidad, eran lupinos, al mínimo error, saltarían a mi cuello.
La presión era inmensa, mi corazón latía más rápido cada vez que se acercaba una tubería y mis pulmones se vaciaban apenas olía la sangre mezclada con aquel ferroso hedor a oxido, propio de aquellas armas improvisadas.
— ¡Tendrán que hacerlo mejor, malditos perros! —grité. Mi vista se nublaba por momentos, sobre todo cuando intentaba recuperar el aliento entre ataque y ataque.
Después de retroceder varios pasos y esquivar los ataques, vi cómo el lupino con el cuchillo corría hacia mí. De entre tanto esquivar aquellas tuberías, me había olvidado de aquel bastardo, enorme error.
Se acercaba corriendo hacia mí, apenas encorvado, como si intentara ocultar su presencia entre sus dos compañeros. Su brazo ligeramente extendido sostenía aquel oxidado cuchillo.
Desesperado, levanté la pistola, cubriéndome el pecho con el cañón, con la esperanza de bloquear el corte y romperle la guardia, al menos por unos segundos.
Cerré los ojos y esperé, recé que no me pasara nada. Sus pasos se oyeron ligeros sobre el andén, sus botas eran pesadas.
— ¡¡¡Aghhh!!! —Su gruñido carente de esfuerzo, albergaba demasiado y pude sentirlo cuando chocó contra mí.
Chispas volaron cuando el cuchillo rasguñó mi pistola y rebotó lejos de mí. La fuerza de nuestro choque hizo que ambos retrocediéramos, lo suficiente para que él estorbara a sus compañeros.
¡Era mi oportunidad!
Pisé fuerte el piso y coloqué la pistola cerca de mi pecho, sosteniéndola con fuerza mientras apenas flexionaba los brazos. Ya me había decidido, acabaría esto rápido...
Sintiendo entumecidas aun las manos, apunté el cañón hacia las piernas de los lupinos que venían por los lados y jalé el gatillo. "¡¡¡Pafff...!!!" El cañón de la pistola escupió fuego y la bala, más pequeña incluso que mi dedo índice, impactó limpiamente en el muslo de uno de ellos.
Sin darles tiempo a reaccionar, apunté al otro y disparé de nuevo. "¡¡¡Pafff...!!!" Otra vez el cañón escupió una llamarada y la bala golpeó la rodilla del otro lupino, haciéndolo soltar su tubería y caer en shock al suelo. Su alargado hocico se estrelló contra el frio y húmedo andén.
— ¡Demonios.... eso debe doler! —me burlé entre jadeos, mirando a los dos lupinos retorcerse de dolor en el suelo. Se mecían de un lado al otro, el llanto de cada uno fue apenas una melodía que sació mi furia, pero insuficiente para calmarme por completo.
Dos menos. Solo quedaba el bocón, que ahora, al verse solo, sin la ventaja numérica de hace unos instantes, miraba incrédulo a sus compañeros caídos.
— ¡Me parece que quedas tú solo! —señalé a sus compañeros caídos—. ¡¿De verdad crees que puedes hacerme algo con ese cuchillo?! ¡Tengo un arma, imbécil! ¡Estaban perdidos desde el principio! —exclamé, apuntándole directamente a la cabeza—. ¡La siguiente no va a tus piernas! ¡Tira el cuchillo y lárgate!
— ¿Qué me largue, dices? —espetó él, levantando desafiante el cuchillo hacia mí —. ¡¿Quién te crees que eres, viniendo aquí y queriendo imponer tu maldita moral imperial, eh?! —bramó—. ¡Eres tú quien debería largarse de nuestras tierras! ¡Ustedes, los Imperiales, hacen lo mismo con los suyos y sobre todo con nosotros! —gritó, señalando a la multitud que observaba.
Aunque mi sangre es imperial y soy un humano, no tengo nada que ver con los fanatismos religiosos del Imperio, mucho menos con las atrocidades históricas de este hacia las Regiones del Norte.
— ¡Al menos no golpeo a la gente en el suelo y menos en grupo como una jauría de perros muertos de hambre! —le amenacé, bajando el martillo del arma.
"¡Click!" El ligero sonido resonó por todos los andenes, haciendo que muchos de los presentes tragaran saliva, anticipando cómo podría terminar esto.
Las orejas del lupino se movieron ligeramente, como si el mero sonido del martillo fuese una brisa que rozó dulcemente sus orejas. Sus ojos se fijaron en el cañón de la pistola, como si analizara en qué momento una bala saldría de este.
Pude sentir sus manos apretarse, afirmó su agarre sobre el cuchillo, como si no quisiera perderlo y finalmente, se abalanzó como un animal hambriento a mi cuello.
— ¡Date por muerto, humano! —gritó, comenzando a correr hacia mí en cólera. En un parpadeo, se había acercado tanto que podía oler su hedor de perro callejero.
No había más que decir... Mientras él se acercaba corriendo en zigzag, apunté a sus extremidades.
"¡¡¡Pafff, Pafff!!!" El primer disparo falló, rozando apenas su hombro, dejándole un ligero corte e impactando en una pared detrás de él, produciendo una pequeña nube de polvo gris. El segundo disparo alcanzó la hoja extendida de su cuchillo, logrando volárselo de la mano y reduciendo apenas su ímpetu, pero aun así continuó avanzando, ahora con sus garras negras extendidas.
A pesar de haber perdido su cuchillo, siguió corriendo hacia mí, mostrando sus afiladas garras...
El mundo pareció ralentizarse mientras observaba cómo sus garras negras se acercaban inevitablemente a mi rostro. La expectación y placer en la cara de aquel lupino me aterró, él sabía al igual que yo cómo iba acabar esto.
Antes de que pudiera reaccionar, un agudo silbido atravesó el aire y al segundo siguiente, una extraña sensación de calor recorrió mi cara.
Fue un corte limpio...
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