Estación de Paso, Parte 1
1921 D.G.R
La Federación de las Regiones del Norte, también conocida simplemente como "Regiones del Norte", es en su mayoría, un lugar extremadamente frío y montañoso. Allí donde mires, verás bosques nevados y montañas en el horizonte. Un paraje en el que el blanco es el color predominante y donde los ríos y lagos son tan fríos que, de no ser por las fuertes corrientes de agua, la mayoría se habrían congelado hace ya mucho tiempo.
Otra cosa que llamaba la atención era la falta de animales. Apenas había vida animal, salvo por los "Grandes Colmillos", nombre dado a unas bestias del tamaño de un tren, cuya mordida, según se decía, en tiempos antiguos, eliminó a miles...
Algunos piensan que ya no existen, que son solo leyendas contadas a los niños para que no se alejen demasiado de los pueblos, o que simplemente sirven para darle algún significado a las cacerías de antaño. Historias burdas, dirían algunos; fieles relatos de heroísmo de los pueblos lupinos y sus hermanos, dirían otros.
De cualquier forma, yo no vine aquí por las leyendas. Me dirigía a una de las grandes ciudades de las Regiones del Norte, Steinheim, donde el negocio de los minerales ha estado en auge últimamente, y la demanda de maquinistas y transportistas también ha crecido. Era una buena oportunidad para ganar dinero.
Por eso intenté llegar lo más rápido que pude, pero en mi camino hacia el norte me vi obligado a detenerme en una de las muchas estaciones de paso para repostar el tren y descansar mientras amainaba la tormenta de nieve, que hasta hacía unas horas no era más que una ligera brisa.
De repente, la tormenta golpeó con fuerza, así que no tuve más opción que detenerme en la primera estación que encontré. No podía arriesgarme a quedar atrapado en medio de ella. La tormenta empeoró justo cuando estaba entrando en los andenes de la estación, pero, por suerte, el área de andenes tenía gruesas paredes de ocho o nueve metros de alto que, junto con los grandes portones de metal a ambos lados, daban cobijo y protección a los trenes que, al igual que el mío, no se atrevieron a cruzar los gélidos parajes montañosos del Norte bajo semejante tormenta.
Cada tren que entraba añadía una gota más a la caótica situación en los andenes. La gente corría de un lado al otro, el vapor llenaba el ambiente, y los gritos y sonidos de los trenes eran el alma de la estación. Aunque afuera hubiera una tormenta infernal, el trabajo dentro de la estación no se detenía: guiaban, cargaban y descargaban cada tren que llegaba.
— Trabajo es trabajo y no pueden darse el lujo de descansar durante las tormentas como yo... —murmuré, igual o incluso más cansado que ellos. Me dolía todo el cuerpo, sobre todo los hombros y los brazos. Alimentar la colosal caldera frente a mí no era un trabajo fácil.
En cuanto me detuve en uno de los varios andenes, una joven operaria, visiblemente agitada, se me acercó con una tabla llena de papeles para firmar. Estaba tan apurada que apenas tuve tiempo de explicarle lo que necesitaba, después de devolverle los papeles firmados. Antes de retirarse, la joven me dio un ticket para identificarme como el dueño del tren y luego se perdió entre el vapor y las cajas de los andenes.
Mientras la veía desaparecer entre las nubes de vapor, me llamó la atención su tamaño. Era un poco más alta y corpulenta que yo, a pesar de que soy relativamente alto. Ella debía medir al menos unos centímetros más...
— Debe ser de una raza grande, aunque no presté atención si tenía cuernos o algo... —suspiré al verla alejarse—. Supongo que me quedaré con la duda.
No le di más vueltas. Seguramente la vería más tarde cuando volviera al tren. Tendría tiempo luego para resolver mis dudas. Mientras tanto, volví mi atención hacia el edificio principal, que desde fuera irradiaba una cálida sensación de bienvenida, seguramente debido a la gran chimenea que sobresalía del techo.
Al acercarme y abrir la pesada puerta de entrada, fui recibido por una sala bastante amplia, con decenas de mesas de madera apenas decoradas con manteles baratos, todos manchados por el uso y la falta de cuidado de los clientes. En el techo y en las paredes, lámparas de aceite se mecían con el ligero viento que entraba cada vez que alguien abría la puerta.
Al fondo, contra una de las paredes, una barra llena de botellas de licor era atendida por un viejo enano, de apariencia y barba desgastada, seguramente añejado en miles de peleas de bar.
Observé aquella pintoresca escena por unos segundos, disfrutando del placer culposo de un maquinista al ser recibido por un ambiente tan cálido y acogedor. Tras ese breve momento de calma, decidí sentarme cerca de la barra, alejado de la estufa, cuyo calor crepitante me invitaba a sentarme cerca de ella.
— La tormenta ha inmovilizado a varios en plena montaña... —miré con preocupación al resto de las mesas y a los pocos ancianos que había en la barra—. Supongo que tuve suerte...
Apenas me quité las gruesas capas de abrigo y me senté, un grupo de ancianos de varias razas en una de las esquinas de la barra comenzó a observarme con mala cara, susurrándose cosas entre ellos mientras bebían los licores que ofrecía el viejo enano. Al principio, decidí ignorarlos, en un intento de evitar una pelea. Pero, por más que desviara la mirada, podía sentir sus miradas maliciosas, mientras susurraban insultos que jamás había oído en mi vida.
— Asumo que los humanos aún no somos del todo bien recibidos aquí... —Chasqueé la lengua, y, con una sonrisa falsa, saludé al grupo de ancianos—. Espero que este truco que me enseñaste hace tantos años siga funcionando... —murmuré, recordando su estoica voz mientras buscaba mi monedero en el abrigo.
Una de las cosas que me enseñó mi abuelo fue que, en momentos en los que sientes que no eres bien recibido o quieres obtener información, la bebida puede ser una excelente opción...
— ¡Jefe! —le grité al enano que atendía la barra, haciéndole una seña para que se acercara.
Apenas fue necesario un solo grito para que aquel enano, con su expresión amargada, se acercara a mí con una gran jarra de cerveza, rebosante de espuma y grumos. Parecía haber malinterpretado mi señal como una petición de cerveza, lo cual no me sorprendió, ya que probablemente se la pedían de esa forma todo el tiempo.
Una vez llegó frente a mí, colocó la jarra con una habilidad sorprendente, contraponiéndose a su actitud malhumorada. A pesar de la precisión con la que me dejó la jarra, su cara seguía diciendo que no quería ser molestado. Tampoco podía negarme a la cerveza que me había puesto enfrente...
— Quería pedirle, además de esta cerveza que... —Saqué algunas monedas de plata desgastadas de mi monedero y se las entregué—. Les sirviera una jarra de su mejor licor al grupo de caballeros allí. Dígales que corre por mi cuenta.
El enano, aún con su cara de pocos amigos, tomó las monedas y las guardó en uno de sus bolsillos, mirándome luego con condescendencia mientras asentía en mi dirección.
— Eres bastante listo, chico... —suspiró, pensativo, mirándome a mí y luego al grupo de ancianos—. No muchos ofrecen tal gesto a la Vieja Guardia. Los jóvenes como tú, y más aún los humanos, suelen iniciar una confrontación directa.
— A veces se puede demostrar lo mismo con unas pocas monedas... —murmuré, pensando en cómo hacer para tomar la jarra frente a mí.
— Quien te haya enseñado, lo hizo bien... —dijo el enano con algo de asombro, volviendo a la barra.
— Y qué bien lo hizo... —respondí con desgana, agitando ligeramente la pesada jarra frente a mí—. Esta va por ti, viejo...
Con un rápido movimiento de brazo y muñeca, levanté la jarra y, antes de dudar, vertí aquel amargo y espumoso líquido amarillo en mi boca, tragándolo sin darme tiempo a saborearlo. Sabía horrible, era horrible, y los efectos secundarios serían terribles si no tenía cuidado o si no era un buen bebedor, como era mi caso...
— ¡Puaaa! —solté un gran suspiro de aire después de mi pequeña hazaña, dejando la jarra sobre la mesa con fuerza.
Segundos después, una serie de aplausos tímidos provino del grupo de ancianos en la barra, que alzaron sus jarras hacia mí en señal de respeto.
Parecían haberse olvidado de que, hasta hacía unos minutos, me estaban insultando entre dientes. Pero había funcionado. Ya no lo hacían, y ahora, con sus jarras llenas de licor de dudosa procedencia, se habían vuelto unos viejitos más, charlando sobre anécdotas y política. Mientras tanto, yo, aún digiriendo aquel amargo regusto en la garganta, intenté escuchar su conversación, no por curiosidad, sino para ver si podía obtener alguna información útil sobre la situación de la Federación o de alguna de las Regiones que iba a visitar.
— ¿Lo has oído, Sig? ¿Murk? —preguntó un felinido de pelaje gris, sus ojos afilados recorrieron a sus compañeros con orgullo.
— ¿Te refieres a...? —respondió el viejo lupino, haciéndole un gesto para que continuara, moviendo sus peludas orejas, ansioso seguramente por lo que diría su amigo.
— Se refiere a si hemos oído algo sobre el extraño flujo de trenes en la ruta Stormvik-Steinheim-Eichernberg —aclaró irritado el tercer anciano, un ogro con grandes colmillos inferiores—. Aunque hay rumores de una subida en los precios de los minerales, gran cantidad de trenes salen de Steinheim con vagones acorazados o vagones abiertos cargados de mineral...
— Como dijo Murk —continuó el felinido, tras tomar un sorbo de licor—, Steinheim procesa y vende gran parte de sus minerales, no suele exportar su materia prima tan fácilmente, y menos en esas cantidades. Lo más extraño son los vagones acorazados; nadie sabe qué llevan dentro. Un compañero del Gremio cree que pueden estar transportando personas, experimentos... cosas "oscuras".
— ¿Y los minerales serían solo una tapadera? —inquirió el lupino, torciendo la mirada y acercando su mano a la jarra de licor—. ¿El Gremio lo permite? Sé que todos trabajamos por dinero, ellos más que nadie, pero siempre —entrecomilló con los dedos— seguimos lo legal...
"Lo legal". Bonita forma de decir que a veces actuamos como contrabandistas... Pero es verdad. Hay un límite, y siempre sabemos más o menos qué transportamos, siguiendo un orden lógico, como una cadena de producción.
Pero no era raro más allá de eso. El mundo es profundo y complejo, estas cosas suceden. Mi abuelo me lo dijo y yo lo vi con mis propios ojos: nada es color de rosa. Además, nuestro rol como maquinistas es transportar cargas, sean las que sean, y a veces... sin saber si lo que llevamos es peligroso para nosotros o para los demás...
— A mí me parece que algo raro se está cociendo "arriba" —afirmó el ogro, mirando su gran jarra de madera—. ¡Pero estamos demasiado viejos para estas cosas! ¿No es así? —levantó la mirada hacia sus dos compañeros y, extendiendo sus gruesos brazos, golpeó ligeramente sus espaldas.
— Los años pesan... —dijo el viejo lupino, estirando sus brazos con dificultad y una ligera sonrisa.
— Tendremos que dejar el futuro a los jóvenes. ¡¿No le parece, joven?! —el felinido me miró con complicidad, guiñándome un ojo—. El futuro depende de ustedes...
Creo que esa es mi señal para irme...
— Disfruten las bebidas, "Vieja Guardia"... —les sonreí con suavidad, entendiendo el mensaje, y, tras tomar mi abrigo, dejé una generosa propina en la barra para el enano—. El futuro... —murmuré con pesar—. Ojalá pudiera pensar así...
Antes de salir del edificio, volví a mirar a esos ancianos por última vez.
De alguna manera, me recordaban a mi abuelo. Tal vez eran muy diferentes físicamente, pero tenían esa misma aura de sabiduría, forjada por los años. Ellos habían vivido toda una época de cambios: el último periodo de fortalecimiento del Imperio de Dragnassil, la formación de la Federación, la Guerra Continental, y ahora, las inestabilidades políticas entre ambas naciones...
— El viejo vivió bastante también... —reflexioné en voz baja, mirando por última vez a ese grupo de experimentados ancianos, disfrutando lo que seguramente serían sus últimos años—. Cómo quisiera que estuvieras aquí, abuelo... Cómo quisiera...
Con ese deseo egoísta e imposible de cumplir, atravesé la puerta, no sin antes recibir un leve gesto de agradecimiento de los ancianos, que entre sorbos de licor, se tomaron un instante para despedirme con una ligera inclinación de cabeza.
Les devolví el gesto y, finalmente, salí al exterior...
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