El Comienzo del Fin, Parte 3

La puerta del vagón tenía una ventana de vidrio que permitía ver el interior desde afuera. Normalmente, estas ventanas llevan una cortina o tela que impide la visión, pero este no era el caso: no había ninguna cortina. Gracias a eso, pude ver a Tália agachada frente a la estufa, intentando encenderla sin éxito, movía ansiosamente su peluda cola sobre el piso, como si eso la ayudara en la tarea.

Cuando puse mi mano en la puerta para abrirla, sus orejas se exaltaron y se giró hacia mí con preocupación. Sus dientes tintineaban mientras sujetaba un tronquito a medio quemar en una mano y una lata amarilla de acelerante en la otra. Mi corazón se estrujó cuando vi aquella desesperada escena. Evitando que el frio y la nieve invadieran el vagón, deslicé solo una pequeña porción de la puerta y pasé por el espacio, cerrándola rápidamente tras de mí. Gracias a ese movimiento preciso, casi no entró un ápice de frío. 

Una vez dentro, Tália volvió a girarse hacia la estufa, decidida a continuar su lucha para encenderla. Con rapidez, comenzó a raspar fósforos. A su alrededor había decenas de ellos, quemados y desechados, prueba de sus infructuosos intentos anteriores.

— ¿Necesitas ayuda? —pregunté, acercándome por su espalda mientras le ofrecía un gastado encendedor—. Creo que te será más útil que los fósforos —agregué, irónico.

Al instante abrió sus ojos y no dudó ni un segundo. Tan pronto extendí mi mano hacia ella, me arrebató el encendedor y lo utilizó para encender un papel que, gracias al estado desesperado de Tália, ya estaba bañado en acelerante.

"Chick-chick... Chick-chick... Fugh..."  Tras varios chasquidos del pedernal, una llama nació, irradiando un tenue calor que rápidamente consumió el papel en las manos de Tália. Tras observar el poder destructivo concentrado en aquella llamas, lo tiró dentro de la estufa, y como si fuera magia, una pequeña llamarada surgió en su interior antes de esconderse, dejando tras de sí un reconfortante calor crepitante.

Tália se acercó más a la estufa y extendió las manos hacia el fuego.

— ¡Mucho mejor! —comentó orgullosa, sonriendo, frotándose la manos—. Llevo desde que dejé la cabina intentando encender la estufa con estos malditos fósforos. Ninguno funcionaba bien, todos se apagaban demasiado rápido. —Su voz llevaba una mezcla de frustración y alivio mientras recogía los fósforos quemados del suelo y los lanzaba al fuego.

— Desde afuera se notaba tu frío, me hubieras avisado —comenté mientras la ayudaba a recoger los fósforos restantes—. Por cierto, tienes un oído muy buena; lograste escuchar la puerta a pesar del ruido del vagón y de Edelweiss.

— Es algo que heredé de mi parte lupina. Es bastante útil... —dijo con naturalidad, pero rápidamente su rostro se arrugó y sus mejillas se enrojecieron ligeramente—. Aunque cuando vives en una posada... escuchas cosas que no deberías... 

— No quiero ni imaginar lo que habrás llegado a oír —bromeé, intentando suavizar el ambiente.

Tália se detuvo un momento, pensativa, mirando el fuego. Mientras tanto, yo terminé de recoger los fósforos restantes y los arrojé a la estufa. Observé cómo su expresión cambiaba de una leve vergüenza a una sonrisa, para luego reírse suavemente, como si recordara algo divertido.

Cuando acabé, cerré con cuidado la rejilla de la puerta de la estufa, que emitió un ligero chirrido, y me senté a su lado para contemplar el fuego. Después de hacer algunas morisquetas, Tália se unió a mí. El sonido del fuego crepitante y el ruido constante de la suspensión del vagón llenaban el ambiente tranquilo.

Al observar con más detenimiento, me di cuenta de que el vagón no estaba en tan mal estado como pensé. Lucius había hecho un buen trabajo al encontrarlo. Con la estufa encendida, el interior se había calentado, creando un ambiente agradable. Además, el vagón tenía algunos compartimentos separados por paredes de madera que ofrecían algo más de privacidad. Tal como Lucius había mencionado, había una pequeña cocina a leña, una mesa multifuncional y un baño cerrado con una delgada puerta en una esquina. La litera estaba frente a la estufa, lo que garantizaba comodidad durante el viaje.

Mientras evaluaba todo esto, Tália se giró hacia mí.

— Así que... ¿lograste pensar en una respuesta a lo que te dije sobre la Mayor Grant? —preguntó, apoyando sus manos sobre sus rodillas y descansando su mejilla sobre ellas mientras me miraba, sonriendo.

— De hecho, sí, he podido reflexionar bastante —respondí, recostándome contra uno de los soportes de la litera. Era rígido he incomodo, pero suficiente para apoyar la espalda—. Pero déjame advertirte que es una historia larga, muy larga...

— Tenemos al menos una semana de viaje —comentó con una pizca de ironía, levantando cómicamente ambas cejas—. Creo que tenemos tiempo de sobra.

Tenía razón, tiempo no nos faltaba. Además, le había prometido en la posada que hablaría sobre mí. No tenía excusas salvo aquella molesta incomodidad en el estomago que quería creer, sería hambre.

— Sí... —asentí varias veces antes de suspirar con pesadez, mirando a Tália—. Tenemos un largo viaje por delante.

Ella sonrió de forma juguetona, dándome pie para comenzar y yo, ya no tenía escapatoria de ella.

— Creo que ya te había comentado que, al igual que muchos, tú incluida, abandoné mi ciudad natal por la guerra. —comencé, ofreciéndole serena—. En mi caso fue Yggdrasil, siendo solo un niño, y tú... bueno, Ymir, acompañada de tus padres.

— ¿Y qué hay de tus padres? ¿Por qué no viajaron contigo? —preguntó de inmediato, acercándose más a la estufa.

— Mi padre era un Caballero Imperial y mi madre una enfermera. Como podrás imaginar, ambos tenían responsabilidades que los obligaron a quedarse en Yggdrasil. Uno debía luchar, y el otro, tratar a los heridos. Por eso fui el único de mi pequeña familia que abordó uno de los trenes de evacuación. —Hice una pausa para concentrarme, sintiendo cómo los recuerdos lentamente se arremolinaban en mi mente.

Era duro recordar aquellos eventos, pero sabía que tenía que hacerlo, más por Tália que por mí mismo. He vivido con esos recuerdos gran parte de mi vida, ya no siento prácticamente nada salvo... aquel vacío perpetuo y el silencio que penetró hondo en mi cabeza, luego de varios años en soledad.

— Incluso en su momento fui consciente de que no podrían viajar conmigo. Mi madre me lo explicó... Me lo dijo hasta el último momento: que ella y mi padre tomarían el siguiente tren —Una de las mentiras más esperanzadoras y dolorosas que jamás creí escuchar—. Como un iluso, le creí. ¿Qué hijo sería sino le creyera a mi madre...? Me subí al tren de evacuación con esa esperanza, angustiado y a la vez, feliz al imaginarme recibiéndolos allí donde me bajara. No fue hasta que el tren comenzó a moverse y vi la cara de mi madre, llorando a mares en el andén, arrodillada, junto a mi padre, que lo comprendí. Esa sería la última vez que los vería...

Silencio, un silencio peor que el que he oído por años llenó el vagón. El vaivén del viento golpeando las paredes del vagón, los chirridos de los amortiguadores y el cercano traqueto de Edelweiss sobre las vías, tomaron de rehenes a nuestras voces. Finalmente, cuando alcancé a sentirme cómodo con el silencio, olvidando momentáneamente todo, Tália habló.

— ¿Fallecieron después de eso, verdad? —preguntó con un tono lúgubre, como si eligiera cuidadosamente sus palabras. Temiendo al parecer, dañar algo que ya estaba roto.

No la culpaba por preguntar. De hecho, prefería decirlo en voz alta a guardármelo para mí. Al menos así, podía dar uso a mis memorias.

— Si te soy franco, no lo sé... —respondí en un tono que rozaba nuevamente el silencio—. Supongo que sí. Mi padre probablemente murió en batalla, como el caballero que era. Y mi madre... —Suspiré profundamente, mordiéndome el labio, asintiendo, obligándome a asumir el hecho—. Aunque me duela pensarlo, seguramente fue capturada y... bueno, ya te imaginas. —Concluí con tristeza, incapaz de derramar lagrima alguna—. Aunque en el fondo quiero creer que ambos murieron luchando. Juntos, espalda con espalda, hasta su último aliento.

— Es algo romántico, supongo, e... —Intentó responder Tália, pero la interrumpí.

— Ingenuo, ¿no? No te culpo si lo piensas. —Esbocé una sonrisa triste. No podía culparla, sería idílico, perfecto, un cierre que hila hermosamente la tristeza de la muerte con el heroísmo de un sacrificio.

— ¡No me parece ingenuo en lo más mínimo! —exclamó de repente, mientras arrojaba otro leño a la estufa, avivando el fuego y con él, el calor que nos rodeaba—. Diría que es esperanzador. Pensar que tus padres murieron luchando juntos, que no se dejaron vencer por el enemigo hasta el final, me parece algo hermoso.

Una vez más se detuvo por un momento, su chispa de energía se apagó, tal vez intentando hacerse una imagen mental de la escena o reflexionando sobre mis palabras. Durante unos segundos, ambos volvimos al silencio, contemplando el fuego que danzaba dentro de la estufa. 

— No pienses que intento desprestigiar o burlarme de tus padres —dijo Tália, su tono serio, libre de burla alguna, clavando sus ojos carmesíes en mí.

— Tranquila, lo entiendo —respondí sin rastro de enojo. Algo dentro de mí me impedía enojarme con ella. Era extraño, sin embargo, no podría importarme menos—. Es bonito pensarlo así. Incluso me resulta esperanzador.

Esbocé una leve sonrisa mientras mi mente se llenaba de imágenes difusas de mis padres, luchando codo con codo, apoyándose mutuamente hasta el amargo final. Mientras estaba sumido en mis pensamientos, sentí cómo Tália tomaba mi mano y comenzaba a acariciarla suavemente con su pulgar.

El roce de su piel era reconfortante. Su calidez, especialmente cuando el suave pelaje del dorso de su mano rozaba la mía, tenía algo único. Era una sensación similar a la que experimenté en la cocina de la posada, pero esta vez, estaba más tranquilo. Feliz, sí, pero sin esa ansiedad que solía acompañarme.

— ¿Qué pasó después de "eso"? —preguntó ella con una voz apenas audible, tímida y aun así, llena de curiosidad y preocupación.

— Mendigué... —respondí con el mismo tono bajo—. Cuando el tren llegó a su destino, nos dejaron a todos en un campamento de refugiados. No tenía nada conmigo, salvo una mochila que mi madre me dio antes de subirme al tren —Siquiera sé donde estará esa mochila ahora—.  Tuve que mendigar a los soldados por sustento. Ayudaba en lo que podía, siempre que eso significara un plato de comida y un techo, aunque fuera solo por una noche. Así pasé varias semanas, incluso meses... ya no lo sé —confesé, bajando mis ojos a mis manos, llenas de callos y cicatrices de quemaduras—. Fue duro... muy duro...

— Asumo que después de esas semanas abandonaste el campamento —dijo con algo de esperanza en su tono. Su voz tenía algo que me acaramelaba, consolaba mi mente aunque no fuera su intención.

— No tuve que abandonarlo... me obligaron a hacerlo. —Levanté ojos hacia ella, forzándome a recordar—. Una tarde, cuando caía el sol y con él la temperatura, un explorador imperial recorrió el campamento gritando que un regimiento enemigo entero se acercaba para atacarnos. El Comandante del campamento, al enterarse, fue el primero en abordar el tren para escapar.

— ¡Qué cobarde! —exclamó Tália de repente, indignada, con las orejas erguidas y un brillo de rabia en los ojos. Apretaba un puño como si quisiera matarlo—. ¡Debería haber luchado para protegerlos a ustedes! 

Su furia me hizo sentir algo curioso, quizás una sensación de consuelo que casi nadie fue capaz de generar en mí. Al menos alguien se habría preocupado por nosotros en aquel momento...

— No fue el único —agregué con pesar, bajando una vez más la mirada—. Todos los soldados huyeron despavoridos. Nos dejaron allí, abandonados, a merced de los "supuestos" salvajes del Norte. Durante toda esa noche ayudé a los soldados a cargar sus cosas en los trenes, ingenuo, pensando que nos iban a llevar con ellos. Era demasiado inocente para comprender lo que estaba pasando. Cuando terminaron, lo único que me dieron como agradecimiento fue un par de galletas viejas y una cantimplora de agua... —Suspiré, intentando reprimir el enojo y la frustración que aún permanecían en mí. Aun recordaba la arenosa sensación de las galletas atravesando mi garganta.

— ¿Y luego? ¿Realmente llegó ese regimiento del que hablaban? —preguntó Tália, con el ceño fruncido, acariciando con más dulzura mi mano. Su pulgar recorría el dorso de mi mano, pasando encima de todas mis cicatrices, sin detenerse.

— Sí, llegaron... pero no era un regimiento. Resultó ser un simple batallón, apenas quinientos hombres. —Sonreí amargamente ante la ironía que ahora era capaz de sentir—. ¿Entiendes? Nos abandonaron por un puñado de soldados.

— ¡Es indignante! —afirmó ella, apretando sus puños otra vez, mostrando los colmillos en un gesto de frustración.

— Lo fue... —Asentí, agradeciendo en mi interior, esos pequeños gestos que me mostraba—. Para ellos, no éramos más que ganado. Y aun así, cuando llegaron, ese pequeño batallón desmanteló el campamento y obligó a los refugiados que quedábamos a marcharnos. Nos dieron algo de pan y agua como compensación, suficiente para sobrevivir una semana... y nada más.

—¿Qué hiciste entonces? —preguntó, tomando mi mano con más fuerza, como si intentara compartir mi dolor.

— No había nada más para mí allí, así que comencé a vagar. —Mi voz se volvió más baja, casi un susurro—. Vagué por los páramos devastados por la guerra, esquivando batallas, durmiendo al raso y viendo cómo mis raciones se agotaban poco a poco... —Un largo suspiro se escapó de mis labios—. Fue... fue... No sé, no lo sé...

— Y eras solo un niño... —murmuró Tália, bajando la mirada. Sus orejas se inclinaron ligeramente, reflejando su tristeza.

La observé mientras alternaba la mirada entre mi rostro y nuestras manos entrelazadas. Finalmente, apoyó la cabeza en mi hombro. Entre el crepitar del fuego y el leve ruido del vagón, oí sollozos casi imperceptibles. Sentí cómo mi chaqueta se humedecía poco a poco.

Por instinto, levanté su barbilla con suavidad y la miré a los ojos. Lágrimas gruesas recorrían su rostro, cayendo al suelo o empapando su poncho. Intenté secarlas con el dorso de mi mano, pero sus preciosas fuentes carmesíes no dejaban de brotar. Su tristeza me dolía profundamente y no podía evitarlo. No quería hacerla llorar, no se lo merecía, no merece llorar lo que yo una vez no pude y ahora soy incapaz.

— Tália, mírame —dije con voz firme, aunque manteniendo la ternura.

— Yo... lo siento, Bullet. No quería que... —balbuceó entre sollozos, con una mirada llena de arrepentimiento.

— No te disculpes. Fui yo quien decidió hablar de esto —respondí con sinceridad, volviendo a secar sus lágrimas con delicadeza, mirándola, enfocándome en sus ojos y mejillas—. Te lo dije en la posada: quería contártelo porque me parecía injusto que solo tú compartieras tus problemas. Esto es una muestra de confianza contigo, Tália. Nadie vivo sabe todo esto. Ni siquiera Lucius o Jimm lo saben. —Hice una pausa antes de añadir con una pequeña sonrisa—. Bueno, excepto el Gremio de Comercio... esos parecen enterarse de todo.

La broma pareció surtir efecto, porque soltó un suave espasmo que interpreté como una risa contenida. Al notarlo, dejé de sostener su rostro con cuidado. Ella permaneció erguida, sus orejas levantadas y su mirada aún húmeda pero con una gentil sonrisa en sus labios. Mi corazón, acostumbrado a sus gestos, volvió a acelerarse, pero logré contener mi ansiedad.

— Así que, si quieres preguntarme algo más, hazlo. No tengo nada que esconder —dije, mirándola con sinceridad. No quería esconderle nada a ella.

Tália se limpió la nariz con un gesto infantil y luego levantó la mirada con una tímida sonrisa que poco a poco se convirtió en una amplia expresión de alegría.

— ¡Claro! Y tú también puedes preguntarme todo lo que quieras. Somos compañeros, ¿no? —Extendió su meñique hacia mí, como si selláramos un contrato infantil. Su mirada expectante, mirando su dedo y mi cara, invitándome.

El gesto me pareció ingenuo, casi absurdo. No creía en esas cosas. Sin embargo, su expresión era tan adorable que no pude evitar entrelazar mi meñique con el suyo, "oficializando" nuestra promesa.

— ¡Somos compañeros, Tália! —declaré, alzando la voz con entusiasmo mientras separábamos nuestros dedos.

Ambos nos miramos con amplias sonrisas, sin entender el por qué de este acto. Sin embargo sentía que no hacia falta entenderlo, no con ella. Tália dejó escapar una risa, mostrando sus afilados colmillos, mientras yo intentaba no avergonzarme por lo infantil del momento.

— Bueno... Tália —dije al desperezarme, intentando recuperar la compostura—. Tengo que volver a la cabina. Necesito seguir controlando a Edelweiss. No queremos descarrilar, ¿verdad? —Comenté con un toque de humor.

— Jajaja... Bien, no te preocupes. Si el fuego no se apaga, estaré bien... "compañero". —Su voz bajó al final, como si le diera vergüenza pronunciar esa última palabra—. Yo me pondré a ordenar mis cosas y a "explorar" el vagón. Si pasa algo, te aviso. —Finalizó levantando un pulgar en señal de aprobación.

Sus ojos seguían algo húmedos y enrojecidos. Asentí con una leve sonrisa y me dirigí hacia la puerta del vagón. Tal como había hecho al entrar, abrí solo una pequeña porción de la puerta para evitar que el frío penetrara. Cerré tras de mí con cuidado, protegiendo el calor del interior y, sobre todo, a Tália.

Pasé al pequeño pasaje en forma de túnel que conectaba con la carbonera. El frío seco me envolvió de inmediato. Recuerdos de mi niñez me abrumaron, aun sentía a flor de piel aquel frio que tantas veces, casi me había matado y al que ahora, estaba más que acostumbrado. Agachándome ligeramente, avancé sin tocar las paredes ennegrecidas por el carbón hasta alcanzar la puerta de la cabina...

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