Prólogo

Buenos Aires, Argentina

Barrio privado


La joven que hacía muy poco tiempo se había graduado en maquetación digital, se encontraba en su cuarto sentada frente al escritorio con su portátil encendida y el programa de escritura abierto, lista para redactar la lista del hombre perfecto. Desde la preparatoria soñaba con alguien acorde a ella y por supuesto a su estilo de vida, era una enamoradiza empedernida y solo quería que su príncipe azul llegara como correspondía, con traje de sastre, bien parecido y empresario.

Por lo que teniendo en la mente una serie de ideas para su hombre ideal, comenzó a plasmar en la hoja digital un sinfín de pretensiones.


LA LISTA DEL HOMBRE SOÑADO


• Que sea empresario

• Inconcebible que tenga mal aliento

• Imperdonable olores desagradables, al estilo tufo de toro

• Que sea educado

• Que tenga buenos modales

• Que sea ubicado

• Que tenga sonrisa perfecta

• Que sea apuesto y vista bien

• Que tenga manos delicadas

• Que tenga cara de niño bueno

• Que sea caballero

• Que tenga un buen corte de pelo

• Que tenga lindo color de ojos y pelo oscuro

• Que tenga una boca carnosa

• Que sea fiel


La muchacha llegó a contar quince ítems importantes que debía tener su hombre perfecto. Sin contar que obviamente debía tratarla como a una princesa y darle los caprichitos que ella quería.

De aquel modo pasó toda la tarde, una tarde que para su opinión había sido muy productiva ya que aparte de escribir la famosa lista, aprovechó la mañana para dejar algunas copias de su currículo a varias empresas de publicidad.

En la planta baja, su madre preparaba la merienda en el jardín trasero y volvió a entrar a la cocina para tomar una bandeja con varias cosas. Unos pequeños ruidos se sintieron desde el jardín y Morena espió qué era lo que estaba sucediendo allí. Abrió los ojos más de la cuenta y salió al patio mirando cómo comía con gusto el pastelito con crema.

―Pero a quién tenemos aquí, ¿de dónde has salido tú, sinvergüenza? ―cuestionó con humor acariciando la cabeza del can―. ¿No tienes dueño, bonito? ―continuó acariciándolo hasta que su mano tocó una insignia metálica―. Parece que sí lo tienes, veremos cómo te llamas ―comentó mirando el nombre de pichicho grabado en el metal―. Júpiter.

El perro ladró cuando escuchó su nombre.

El grito de un hombre desde la manzana de al lado se escuchó hasta el jardín de aquella casa, y el perro se levantó en sus cuatro patas y salió corriendo con el hocico lleno de crema y masa.

―Qué precioso perro ―acotó para ella con una sonrisa.

La joven bajó pronto las escaleras y caminó hacia la cocina donde encontró a su madre tirando algunos de los pastelitos a la basura.

―¿Qué sucedió? ―formuló.

―El perro del vecino se hizo un festín con los pastelitos, y estoy tirando el resto de ellos.

―Con razón escuché ladridos pero no sabía que había estado aquí. Ese vecino debería preocuparse mejor por donde anda su dichoso perro ―dijo molesta.

―Es solo un perro, Nieves. Y es hermoso ―expresó con una enorme sonrisa.

―No dejan de ser cochinos los ajenos.

―Ay Nieves, tú no cambiarás más. ―Puso una mano en la frente en señal de resignación.

―¿Adivina qué he estado haciendo en mi dormitorio? ―inquirió con suficiencia.

―Es mejor que me lo digas.

―La lista del hombre soñado.

Su madre se carcajeó con fuerza.

―¿Es en serio? ―interrogó cuando la miró con el rostro serio.

―Claro que sí. De lo contrario, no habría perdido mi preciado tiempo para escribir una lista que no valía la pena, sin embargo me dediqué a ello, y puedo decirte que es estupenda ―admitió haciéndose la interesante.

―Qué pérdida de tiempo ―contestó su madre revoleando los ojos.

―Pues para mí no lo fue.

―¿Y con quién piensas casarte? ¿Con el hijo de algún empresario muy conocido o con un príncipe? ―bromeó Morena entre risas.

―Mi príncipe azul será empresario ―sonrió con alegría.

―Qué pavadas ―volvió a revolear los ojos―. A ver si aterrizas en el planeta tierra, Nieves ―emitió con seriedad.

―Si tú te casaste con uno, ¿por qué yo no puedo?

―Porque los tiempos cambiaron y no creas que los empresarios de hoy día son como lo es tu padre... Por como eres tú, necesitas otra clase de hombre.

―¿Acaso no merezco alguien bien?

―Por supuesto que sí, pero no tiene porqué ser un empresario. Hay muchos hombres fuera del mundo empresarial que son hombres de bien.

―Pero me gustan los de traje y que huelan bien.

―Cualquier hombre con otro trabajo puede hacer eso también, Nieves.

―Pero yo quiero seguir viviendo como una princesa.

―Ya veo... Jamás pensé que mi hija fuese una interesada ―dijo indignada la mujer.

―Solo un poquitito ―rió entre dientes.

―Con el dinero no llegas a nada, ¿eso lo sabías?

―Con el dinero puedes tener muchas cosas ―respondió sentándose frente a la mesa de jardín.

―Pero no un hombre que te quiera de verdad.

Nieves quedó callada ante la confesión de su madre. Le daba fastidio cuando se ponía así de sermonera. Solo se dedicó a merendar con ella y trató de cambiar de tópico.



Durante la noche y no siendo tan tarde, la música del vecino de la calle siguiente se escuchaba hasta dentro del cuarto de la muchacha, con furia echó a un lado las sábanas y el cobertor, y salió de la cama. Se encaminó hacia el balcón y gritó;

―¡Apaga esa música de porquería! ―la voz sonó clara y rabiosa―, ¡hay gente que quiere dormir, idiota! ―reanudó el griterío.

El perro comenzó a ladrar en el jardín trasero de aquella casa, la música cesó y la figura de un hombre apareció para calmar al animal.

―¿Podrías apagar esa música? ¡Mis oídos no quieren escuchar tu porquería! Necesito dormir ―exclamó con sequedad.

―Es sábado ―escupió tajante―. Y es mi casa, hago lo que se me da la recalcada gana hacer ―espetó con enojo pero fuerte para que ella lo escuchara.

―Sinvergüenza ―habló entre dientes con molestia.

Nieves entró a su habitación y el hombre también.

Pronto la música sonó de nuevo y esta vez con más volumen. La joven apretó los dientes ahogando un grito desesperado y se puso de costado tapándose la cabeza con la almohada.

El último pensamiento de ella antes de quedarse completamente dormida había sido que el vecino era un insolente.

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