Capítulo 5

—Mi lady, el príncipe Bogdan ya está aquí —anunció Doina desde la puerta de mi alcoba.

—¿Y cómo es? —pregunté con curiosidad, pues no podía imaginar cómo podría ser el hombre que dispusiera de una doncella y además la mandase a ella en su lugar para pedir en matrimonio a una mujer…

 «Quizá tenga el rostro cubierto de cicatrices, o tal vez se trate de un tullido, o puede que sufra alguna terrible malformación que le impida pedir personalmente la mano de las mujeres por miedo al rechazo que en estas genera su aspecto…», había estado cavilando yo desde la visita de su emisaria.

—Es apuesto, mi lady, y fuerte. Es un magnífico luchador, ha ganado un número incalculable de combates en la justa, tiene los ojos claros y el cabello rubio… Pero no os dejéis engañar por su aspecto angelical, todo en él huele a peligro.

—Muy bien Doina, vamos a conocer a ese rubiales que no es capaz de presentarse él mismo.

Bajé las escaleras principales con ansiedad y paso apresurado. Tenía una extraña sensación en el pecho desde que me había levantado, y la descripción que Doina acababa de hacerme sobre este pretendiente sólo había logrado que mi inquietud fuese en aumento.

Al alcanzar el final de la escalinata lo vi, y mi corazón se detuvo. Una sensación nada agradable cruzó mi estómago, provocando que el desayuno de aquella misma mañana pugnara por salir de él violentamente. Casi podría decir que percibí un aura negra que lo envolvía. Me quedé estática en el último escalón, sin decidirme si bajarlo o volver sobre mis pasos hasta la seguridad de mi alcoba…

—¡Oh! ¡Hija, ya estás aquí! —exclamó mi padre— Ven, acércate, he de presentaros.

En ese instante giró su rostro en mi dirección y nuestras miradas se encontraron. Un escalofrío recorrió mi espalda... 

Sus ojos verdes me atraparon por un segundo, sentí que mis rodillas se aflojaron y busqué a tientas, sin poder apartar la mirada de aquel hombre, la mano de Doina, que aún estaba a mi lado, tan estupefacta como yo. Apreté su mano delicadamente, y ella me devolvió el apretón. Esto me infundió valor para seguir adelante.

Caminé lentamente asegurando cada paso que daba, tenía la sensación de estar yendo hacia mi propia perdición. Solté la mano de Doina justo cuando llegué frente a mi padre e hice la reverencia pertinente de saludo. El rubio simplemente inclinó su cabeza como respuesta, un gesto cortés pero nada adecuado para una princesa, y menos para la que pretendía que fuera su esposa, pero no me atreví a decir nada. Ese hombre era peligroso, todos los vellos de mi cuerpo así lo sentían;un nuevo escalofrío recorriéndome la espalda me hizo estremecer, y me puso la piel de gallina… Y justo detrás de él se encontraba su doncella, mirándome con una sonrisa triunfal en los labios, como si hubiera conseguido lo que fuera que se hubiese propuesto.

—Pasemos a los jardines —escuché decir a mi padre.

Volví en mí, y me di cuenta de que mi padre ya había hecho las presentaciones oportunas y que había retomado la conversación con aquella doncella. Pero yo no pude prestar atención a nada de lo que hablaban, mi vista no podía despegarse de ese hombre..., había algo en él que no estaba bien; aún no había pronunciado palabra alguna, al igual que yo. Pero a diferencia de mí, que no podía dejar de mirarle, él ni siquiera me dedicó una mirada de más de dos segundos.

Nos sentamos en el porche e inmediatamente la mesa se fue llenando de fruta y manjares que las sirvientas iban depositando elegantemente. Dicha mesa era redonda, ofreciendo de esta manera un ambiente familiar que para nada yo deseaba mantener. A mi izquierda se había sentado mi padre, a mi derecha el rubiales, y justo enfrente tenía a aquella odiosa doncella.

La primera vez que escuché su voz casi me caigo de la silla: tenía una voz ronca y grave, más amenazante si cabe que su gran y musculoso cuerpo. Algo dentro de mí me instó a salir corriendo, a que me alejara lo máximo posible de ese hombre. Sabía que debía confiar en mi instinto, y sin embargo no me moví de mi sitio.

—Y dime, princesa, ¿te gustan las fresas?

Una simple pregunta que consiguió hacerme estremecer… Y nuevamente su falta de respeto me sorprendió. Se trataba de una pregunta personal, tuteándome cuando nos acabábamos de conocer… Y lo peor de todo es que mi padre parecía estar encantado con él mientras hablaba con la doncella de éste.

—Sí, me gustan —respondí despreocupadamente.

—En ese caso el reino de Bazna te encantará, somos mundialmente conocidos por nuestras fresas.

—¿Ah, sí? Pues yo nunca antes había oído hablar de tu reino —le contesté yo altanera.

Su mirada se tornó fría y amenazante, hizo que se me helara la sangre. Esbozó una sonrisa lupina, que se asemejaba más a la mueca de un cazador ante una presa que le desafiaba. Pero no desvié la mirada. Y él, con buen humor, exclamó:

—¡Eso es porque aún no hemos entrado en guerra con vosotros, querida!

Su comentario me hizo temblar. «En guerra…». Obviamente era un aguerrido caballero, ¿pero qué quería decir con aquello? ¿Acaso era una amenaza? ¿Significaba eso que si no aceptaba casarme con él entraríamos en guerra?

En ese momento mi padre se levantó de la mesa, ajeno a la conversación que estábamos manteniendo el rubio y yo. Todos le imitamos y asentimos cuando nos dijo que iba a descansar un poco antes de la cena.

El rubiales y su doncella esperaron a que mi padre se fuera y volvieron a sentarse. Yo no pensaba quedarme a charlar con esos dos, así que me disculpé:

—Si me disculpan yo también iré a descansar. Sientanse como en su hogar, para cualquier cosa que necesiten nuestros criados les atenderán con mucho gusto.

—Princesa, ¿ya nos abandonas? —preguntó coqueta la doncella.

—Sí. Me temo que me ausentaré unas horas para así estar más descansada en la cena…

—Quédate un rato más —añadió él secamente (no supe interpretar si se trataba de una petición o una orden).

—Discúlpeme mi lord, pero creo que rechazaré su propuesta y me iré a descansar.

Me miró fijamente por un largo rato y sentí que las fuerzas me abandonaban, hasta que esa mujer intervino:

—¡Oh, ya entiendo princesa! Por supuesto, puede irse a descansar —dijo mirando al príncipe—. Si no me equivoco, querida, ¿estás “en esos días”, no es así?

Su conclusión me sorprendió: ¿A qué venía aquello? ¿Acaso me estaba ayudando esa mujer? Asentí apenas con un ligero movimiento de cabeza, que bien podría haberse confundido con timidez, pero que en verdad significaba un “¿de qué va todo esto…?”, y la doncella continuó hablando:

—Mi querido príncipe, es mejor que la princesa descanse, se encontrará mejor esta noche. Es normal que en estos días se encuentre más fatigada que de costumbre, y seguramente querrá acicalarse y estar presentable para usted esta noche. ¿No es así, querida?

Mis ojos se abrieron como platos. «¿Pero por qué esa mujer decía todo aquello?».

—Si es así ve a descansar. Pero esta noche me gustaría hablar contigo a solas —contestó él mirándome a los ojos.

El miedo me invadió. Asentí con la cabeza y susurré un “Si me disculpan…” apenas audible,  tras lo que abandoné el jardín como alma que lleva el diablo.

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