Capítulo 3
—Señorita —dijo Lady Doina entrando en la alcoba de la princesa—, tiene que levantarse, hay visitas.
—¿Otro pretendiente?
—Así es. Pero este es peculiar.
—¿Qué tiene de peculiar?
—Que no se ha presentado personalmente, ha mandado a alguien en su nombre.
—¡Pero por Dios! Si piensa que va a desposarse conmigo sin ni siquiera haberme visto la cara anda muy errado —dije cubriéndome nuevamente con las sábanas de mi lecho.
—Señora, lo más extraño no es eso, sino esa mujer...
—¿Mujer? ¿Qué mujer?
—Ha sido una joven a quien ha enviado en su nombre…
—¿Es su hermana acaso?
—No señora, según tengo entendido es su doncella.
—Un hombre no debe tener doncellas, sino sirvientes masculinos, ¿no es así?
—Sí, mi señora. Y lo que es más extraño aún: no puede mandar a una mujer para desposarse con otra…
—Tienes mucha razón… ¿De qué reino proviene? Tal vez mi padre sepa más de este asunto que nosotras.
—Pues no he logrado escucharlo, pero su padre está reunido con esa señora ahora mismo.
(Narra Eric):
—Aquel fue un día gris. Mi padre había sido hecho llamar para acudir al castillo sin demora, y yo gustoso lo acompañé. Tal vez si aquel día hubiera sabido lo que acontecería más tarde no hubiera accedido a ir tan gustosamente, pero el ímpetu de la juventud es difícil de contener…
—Señor Eric, ¿por qué dice eso? ¿Qué ocurrió ese día para que ahora se arrepienta?
—Ahora iba a aclarar el motivo de tal cambio de opinión, chico:
Llegamos casi al mediodía. Mi padre tiraba de mi mano, forzándome a caminar; me había llevado consigo con la condición de que no me separase de él y me mantuviera callado. Y yo así lo hice (los primeros treinta minutos…).
El rey había organizado un banquete por todo lo alto para la hora del almuerzo. Había convocado a mi padre para que amenizara el fastuoso festín y las horas posteriores, pues según los rumores que circulaban por todo el pueblo un gran carruaje procedente de uno de los reinos más prósperos había arribado a palacio.
Los guardias y empleados del castillo proporcionaron a mi padre ropas elegantes y todo lo necesario para que pudiera llevar a cabo su labor. En cuanto a mí, la cocinera me llenó un cuenco con sopa y lentejas que devoré en cuestión de segundos; aquella cocinera de rostro cansado y pelo cano cocinaba como los ángeles.
Las sirvientas entraban en la cocina a toda prisa llevando platos y jarras hacia el gran comedor, donde se escuchaba a mi padre de fondo contar una de sus más divertidas anécdotas… Sin poder reprimir por más tiempo mi curiosidad, me asomé por la gran puerta de la cocina. Justo en ese momento entraba la princesa en el gran salón:
—¡Su alteza real la princesa Ileana de Sirnea! —exclamó el mozo anunciando así la presencia de la princesa antes de desaparecer discretamente.
—Hija mía, ven, acércate. Te presento a Lady Raluca, mujer de confianza del príncipe Bogdan de Bazna —dijo el rey presentando a la invitada con solemnidad.
—Encantada de conocerla —susurró la princesa educadamente.
—El placer es mío, princesa. Es usted muy bella, aunque el color tan simple de sus ojos le resta hermosura.
Desde la cocina, empalidecí al oír aquello. Al igual que yo todos los sirvientes ahogaron una expresión de asombro y desconcierto, pues esos ojos tan vivos y místicos de la princesa eran bellos y dignos de admirar, le aportaban una fuerza hipnótica a su mirada.
La princesa muy cortésmente respondió:
—Vos también sois muy bella, pero resolvedme una duda, Lady…
—Lady Raluca.
—¿Mujer de confianza del príncipe? Me temo que en Sirnea no disponemos de tal título, ¿en qué consiste exactamente?
—¿Es que su majestad no cuenta con un hombre de confianza? —dijo dirigiendo su pregunta al rey.
—Oh, sí, por supuesto. Tengo hombres de confianza que son mis consejeros.
—Pues eso mismo soy yo para el príncipe, querida.
—Oh, ya veo. Disculpad mi desconocimiento sobre vuestras costumbres, pero tenía entendido que el cargo de consejero real sólo podía ser ostentado por hombres…
—Tal vez aquí en el este sea así princesa, pero en el norte es muy común que las mujeres sean consejeras reales.
La princesa sonrió cortésmente y procedió a sentarse al lado de su padre, el cual miraba embelesado a la extranjera.
Su pelo castaño de corte masculino apenas sobrepasaba sus hombros; su tez era blanca y sus ojos negros. Su cuerpo era menudo en comparación con la princesa, de grandes pechos y cintura gruesa. Vestía un delicado vestido color avellana de generoso escote cuadrado que resaltaba aún más sus prominentes pechos por el apretado corsé que portaba; hasta yo que apenas contaba con seis años no pude evitar quedarme embelesado unos minutos contemplando aquellos pechos que parecía que en cualquier momento se saldrían del angosto vestido en el que se hallaban aprisionados.
La melodiosa voz de mi princesa me hizo volver a la realidad. Sin duda Ileana era muchísimo más bella que aquella forastera.
—Y decidme, Raluca, ¿estáis casada?
—No, mi lady.
—Pero sois madre, ¿no?
—No mi señora, ¡sería incapaz de tener hijos fuera del matrimonio!
—Oh, perdonadme Raluca, no quise ofenderos. Sólo que vi vuestros senos y pensé que estabais lactando…
Una sonora carcajada escapó de la boca de la cocinera detrás mía. Me di la vuelta para ver cómo las sirvientas reían tapándose los rostros con el fin de no ser escuchadas. Contagiado del buen humor, me giré de nuevo sonriente para ver qué ocurría en el gran salón.
—Tranquila mi lady, es una confusión muy común; en mi familia las mujeres siempre hemos sido poseedoras de grandes pechos. Pero comprendo que para las mujeres que no son tan afortunadas se pueda interpretar como estado lactante.
—De verdad os ruego que me disculpéis, no pretendía ofenderos.
—Oh, no es necesario que se disculpe, para mí es un honor ser poseedora de este gran atractivo. Los dioses fueron muy generosos conmigo… Aunque según he visto por el pueblo, casi todas las mujeres de Sirnea tienen senos pequeños, como los vuestros…
—Bueno, dejemos de hablar de condiciones físicas, señoritas, y hablemos de las condiciones que expresa vuestro príncipe —dijo sonriendo pícaramente el rey.
—Su majestad —dijo la enviada inclinando la cabeza a modo de reverencia—, el príncipe Bogdan ofrece una alianza eterna con el reino de Sirnea, más una hacienda muy próspera a las afueras del reino de Bazna, que será para disfrute de su majestad el rey Clift. Así como le concedería a la princesa Ileana la oportunidad de ser reina de Bazna y madre del futuro rey.
—Pero el rey Dan permanece aún en el trono —objetó el rey.
—Por supuesto esto será el día que su majestad abdique —aclaró la emisaria de Bogdan.
—Bueno, mi querida hija, ¿qué te parece?
—Pues… lo mismo de siempre, sólo que esta vez incluye una hacienda para ti, padre.
—No se trata de un mal acuerdo…
—No lo es papá, si te interesa más una bonita hacienda que tu hija... —contestó Ileana con un tono cargado de ironía.
—Hija, vigila tus modales, no te lo volveré a repetir.
—Disculpadme padre, pero puesto que me pedisteis opinión… os la di. No quise ofenderos —alegó la princesa con fingido arrepentimiento.
—¿Y vos majestad, que ofrecéis a mi príncipe aparte de una impetuosa esposa?
—Yo os ofrezco la paz, un tratado de comercio entre nuestros reinos, una de mis casas solariegas, y por supuesto lo más valioso de entre todas mis posesiones: a mi hermosa hija, la princesa Ileana de Sirnea.
—Muchas gracias majestad, en verdad es usted muy generoso. Si vos estáis de acuerdo no creo que mi príncipe ponga objeción alguna.
—¡Pero yo sí tengo algo que objetar! —exclamó airada la princesa— Y puesto que soy yo quien ha de desposarse con el príncipe Bogdan, exijo verle personalmente antes de aceptar acuerdo alguno. ¿Qué clase de marido será que ni siquiera quiere conocer a su prometida?
La petulante extranjera se disponía a contestar cuando el rey interrumpió sus intenciones:
—Sí, creo que la princesa ha hablado con sabiduría por primera vez en el día de hoy... ¿Cuándo podremos conocer a vuestro príncipe, Lady Raluca?
—Mi príncipe es un hombre muy ocupado, es por esta razón que acudo ante vos en su nombre. Pero si es vuestro deseo partiré mañana mismo para informarle de las nuevas.
—¡Perfecto! ¡Anton! Cántanos algo trovador, algo alegre…
Mi padre comenzó a cantar inmediatamente y yo volví a mi asiento en la cocina. Aquella peculiar mujer extranjera me dejó pensativo y con una extraña sensación en el cuerpo...
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