Capítulo XXVII: El despertar de Crepus. (II)

Tuve que aceptarlo en algún momento, reprimí mis sentimientos de enojo y decepción hacia los caballeros de Favonius.

¿Qué ganaba con aferrarme a ellos? Mis padres ya no estaban, y el peso de su ausencia cayó sobre mí como una losa fría e inamovible.

Con su muerte, hacerme cargo del negocio se volvió inevitable. Cuando cumplí la mayoría de edad, me encontré completamente solo frente a esa incrucijada.

"¿Y ahora qué hago? ¿Cómo puedo mantener a flote el viñedo? ¿Podré con tal responsabilidad?"

Tengo miedo.

"Las cuentas por pagar y por cobrar, lidiar con socios comerciales que me doblan la edad por mucho, junto al hecho de que no me tomarán tan en serio por no estar casado..."

No tenía fe en mí mismo. Aun así, me obligué a avanzar. Trabajé con ese vacío en el pecho, sin rumbo ni convicción. Pero, con el tiempo, y de formas que no logro comprender, encontré una chispa de resiliencia. Quizás no era un caballero, pero eso no significaba que mi vida estuviera condenada al fracaso.

Adelinde fue un chica que ayudé en unos de mis primeros viajes comerciales, nos hicimos amigos y más pronto que tarde, se volvió uno de mis más grandes confidentes.

Abandoné la idea de seguir el sendero que alguna vez soñé recorrer. En cambio, decidí aceptar el camino que ahora tenía frente a mí.

Fue entonces cuando conocí a mi esposa. Ella, de alguna manera, vio en mí algo que yo no podía ver. Con su amor y apoyo, aprenderá a mirar más allá de lo que había perdido. Nos casamos y, con el tiempo, tuvimos un hijo.

Diluc.

Mi hijo... él era todo lo que yo deseaba ser.

Fuerte, decidido, disciplinado. Un verdadero caballero.

Cuando lo vi empuñar su primera espada, apenas siendo un niño, sentí un destello de orgullo y, al mismo tiempo, un aguijón de dolor. Era como si el universo me mostrara lo que podría haber sido si hubiera tenido suerte, si hubiera sido más fuerte, más digno. Y cuando se convirtió en un Caballero de Favonius, a una edad tan joven, no pude evitar preguntarme si ese era el destino que debí de haber tenido de no haber sido tan débil.

La obtención de su visión y el gran dominio sobre el fuego me llenó de dudas.

"¿Es esto lo mejor para él?"

No podía negarlo: mi relación con los caballeros seguía siendo amarga. Ellos no estuvieron allí cuando más los necesitaban, cuando mis padres... cuando todo se derrumbó.

¿Podría confiar en ellos para cuidar de mi hijo, para protegerlo como yo no fui capaz de proteger a los míos?

Diluc era todo lo que yo no fui. Pero, al mismo tiempo, temía que él terminara sufriendo el mismo dolor, el mismo fracaso que marcó mi vida.

¿Debía sentirme orgulloso, o preocupado? ¿Debía alentarlo a seguir ese camino, o apartarlo de él antes de que fuera demasiado tarde?

Lo observaba desde la distancia, su determinación y su habilidad creciendo cada día más. Y, aunque nunca se lo dije, en el fondo solo quería una cosa: que él encontrara un propósito, pero no a costa de su alma, como me sucedió a mí.

Kaeya llegó a nuestras vidas de forma inesperada. Una noche fría, en una de esas en las que el viento parece colarse hasta en los rincones más cálidos, alguien llamó a nuestra puerta. Cuando abrí, lo vi: un niño de ojos brillantes y cabello oscuro como la noche, temblando bajo su capa. 

No tenía más que su nombre, Kaeya, y una historia que parecía demasiado dolorosa para ser relatada. Decía que había sido enviado allí con un propósito que él mismo no entendía del todo, pero su mirada... Había algo en sus ojos que me recordaba a mí mismo en mis peores días. 

No dudé y lo acogí, le dimos un techo, comida, una familia. Pero más allá de eso, le di un hogar que pensé que nunca podría ofrecer a nadie más. 

Kaeya era diferente de Diluc. Donde Diluc era disciplinado y directo, Kaeya era ingenioso, un estratega natural. Mientras uno parecía el fuego encarnado, el otro era como el hielo: calculador, sereno, pero con un trasfondo que nunca dejaba ver del todo. 

Había algo en Kaeya que no podía descifrar. Aunque aprendió a trabajar en el viñedo como Diluc, sus verdaderas habilidades no estaban allí. Observaba, analizaba, y muchas veces parecía saber más de lo que estaba dispuesto a compartir. 

Al verlo crecer junto a Diluc, no podía evitar preguntarme si estaba haciendo lo correcto. Dos hijos, uno biológico, otro adoptivo, tan distintos entre sí y, sin embargo, tan parecidos en su esencia. Ambos llevaban un peso sobre sus hombros que yo no podía aliviar. 

Kaeya tenía secretos, lo sabía. Pero nunca lo presioné. Tal vez porque entendía lo que era vivir con un peso que no puedes compartir, o tal vez porque temía que, al hacerlo, terminaría empujándolo aún más lejos de mí. 

A pesar de ello, quería para él lo mismo que quería para Diluc: una vida en la que pudiera encontrar su propósito, una en la que no cargara con las cicatrices del pasado. 

Kaeya se convirtió en un apoyo para Diluc, pero también en su sombra. Donde uno lideraba, el otro cuestionaba. Eran hermanos en todos los sentidos menos en la sangre, y aunque las tensiones entre ellos a veces eran palpables, sabía que, en el fondo, se cuidaban mutuamente. 

Kaeya... Ese niño que llegó a mi puerta una noche, cargando un pasado que todavía desconozco, terminó enseñándome algo que no esperaba: que la familia no siempre se define por la sangre, sino por los lazos que eliges construir. 

Crepus abrió los ojos lentamente, sintiendo un dolor punzante en cada fibra de su cuerpo. El recuerdo de lo ocurrido era borroso: el ataque, el dragón, la desesperación... Todo se desvaneció en un abismo oscuro hasta ahora.

La tormenta rugía afuera, las gotas de lluvia resonaban con fuerza contra las ventanas, y una extraña sensación de inquietud le calaba los huesos. Un murmullo apagado llegó a sus oídos, apenas perceptible al principio, pero luego se transformó en voces cargadas de furia.

Reuniendo fuerzas, Crepus se incorporó, apoyándose en el barandal del balcón. La visión que lo recibió fue como un punal directo al corazón. Bajo la lluvia torrencial, sus hijos estaban enfrentados, las espadas desenvainadas y sus poderes elementales chocando con una intensidad que iluminaba la oscuridad.

Crepus sintió que algo dentro de él se rompía.

"¿Qué están haciendo? ¿Por qué...?"

Su mente se llenó de preguntas sin respuesta. Cada golpe que intercambiaban, cada destello de fuego y hielo, era como una herida nueva en su ya frágil cuerpo. ¿Cómo habían llegado a esto? ¿En qué momento el vínculo que él había tratado de cultivar entre ellos se había desmoronado tan terriblemente?

El ruido de la tormenta y el choque de poderes lo envolvía, pero todo lo que Crepus podía oír era su propia respiración agitada, sus propios pensamientos llenos de confusión y culpa.

"¿Fallé como padre? ¿Acaso no les di todo lo que tenía para que se apoyaran mutuamente? ¿Qué los llevó a levantar las armas uno contra el otro?"

Un rayo iluminó el campo, y Crepus vio los rostros de sus hijos con claridad por un instante: el rostro endurecido de Diluc, lleno de rabia, y la mirada atormentada de Kaeya, como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros.

Quiso gritar, detenerlos, pero su voz se quebró antes de salir. Las palabras se ahogaron en su garganta. Sus piernas temblaron bajo el peso de la desesperación. ¿Cómo podía intervenir cuando apenas podía mantenerse en pie?

Fue entonces cuando una figura apareció entre la tormenta. Crepus no logró distinguir su rostro, pero la autoridad en su postura era inconfundible. Algo sucedió, el enfrentamiento terminó, y los dos jóvenes detuvieron sus espadas al unísono.

La figura, una mujer imponente, levantó un brazo y señaló hacia Crepus.

Ambos hermanos se giraron hacia el balcón, y sus ojos se encontraron con los de su padre. El rostro de Crepus estaba empapado, no solo por la lluvia, sino también por las lágrimas que no pudo contener. La decepción, el dolor, la confusión, todo se reflejaba en su mirada.

Diluc dejó caer su espada al suelo. Kaeya bayó la cabeza, incapaz de sostener su mirada.

Crepus se llevó una mano al pecho, tratando de contener el peso de sus emociones. No se necesitan palabras, el silencio era suficiente para expresar lo que sentía. Finalmente, dejó escapar un suspiro largo y entrecortado.

"Nunca imaginé que vería a mis hijos así... Nunca pensé que me causarían tanto dolor."

Se giró lentamente, apoyándose en Adelinde, quien había llegado para sostenerlo. Sus piernas cedieron, y la tormenta siguió rugiendo afuera mientras el peso de aquella noche quedó grabado en su corazón.

Crepus escuchaba el sonido de pasos acercándose, pesados y vacilantes, mientras un silencio incómodo llenaba la atmósfera de la habitación. Sus ojos, todavía nublados por el dolor y la fatiga, se alzaron hacia la puerta. Diluc y Kaeya, sus dos hijos, entrando bajo la mirada vigilante de aquella mujer de cabellos dorados.

Ambos jóvenes mantenían la cabeza baja, incapaces de enfrentarlo. Sus camisas húmedas y arrugadas, el barro y los rastros de la reciente pelea en sus cuerpos, eran una acusación silenciosa. Pero lo que más lo golpeó fue el aura que los rodeaba: el fuego contenido en los ojos de Diluc, el hielo quebradizo en la postura de Kaeya.

Crepus sintió como si el aire se volviera más pesado a cada segundo. Cerró los ojos por un instante, intentando calmar el tumulto en su pecho. "¿Cómo llegamos a esto?" pensó. La imagen de sus dos hijos enfrentándose bajo la lluvia, espadas desenvainadas y con la intención de matarse, aún se grababa en su mente como un hierro candente. Había soñado con momentos en los que los dos estarían unidos, luchando lado a lado contra las adversidades, no así... no destrozándose mutuamente.

Cuando abrió los ojos, sus hijos ya estaban de pie frente a él. Diluc, con la mandíbula apretada y el rostro marcado por la ira, parecía un punto de explotar en cualquier momento. Kaeya, en cambio, parecía más pequeña de lo que nunca lo había visto, con los hombros caídos y la mirada esquiva.

Crepus no dijo nada al principio. No podía. Las palabras se atascaban en su garganta, sofocadas por una mezcla de emociones que lo abrumaban: decepción, tristeza, frustración... y, por encima de todo, amor. Porque, a pesar de lo que había presenciado, seguían siendo sus hijos. Su familia.

Quiso encontrar en sus recuerdos algún momento que justifique cómo habían llegado a este punto, alguna señal que hubiera ignorado. Recordó a Diluc, el niño que corría por los pasillos de la mansión, siempre tan decidido, tan lleno de pasión. Y Kaeya, con su sonrisa traviesa, siempre intentando ganarse la aprobación de todos, siempre con un comentario ingenioso para aliviar cualquier tensión. ¿Cómo habían cambiado tanto?

"¿Fallé como padre?" Pensó, sintiendo el peso de la culpa caer sobre él como una tormenta. Quizás había sido demasiado indulgente con Kaeya, o demasiado exigente con Diluc. Quizás no había hecho lo suficiente para fomentar la unidad entre ellos.

Los pensamientos se arremolinaron en su mente hasta que finalmente rompió el silencio.

—No voy a preguntar qué ocurrió ahí afuera. Ya vi suficiente —dijo, sus palabras cortantes como el filo de una espada—. Lo único que quiero saber es esto: ¿En qué momento olvidaron que son hermanos?

La pregunta quedó suspendida en el aire como un eco, cargada de peso y significado. Diluc apartó la mirada, incapaz de responder, mientras Kaeya parecía encogerse aún más en su lugar.

Azael, quien observaba desde un rincón de la habitación, pareció percibir su lucha interna. Dio un paso adelante y, con un gesto firme, hizo que ambos jóvenes se arrodillaran frente a su padre. Crepus la miró con una mezcla de agradecimiento y resignación.

Kaeya fue el primero en hablar, su voz quebrada por la culpa.

—Padre... yo... lo siento.

Y en ese instante, algo dentro de Crepus ocurrió. Por un momento, no vio al hombre que era Kaeya, ni al espía, ni al traidor. Solo vio al niño que había encontrado bajo la lluvia, el niño que había traído a su hogar con la esperanza de darle un futuro mejor.

"¿Cómo puedo odiarte, Kaeya?" Pensó, mientras el resto de la confesión de su hijo llenaba el aire con un dolor desgarrador.

Crepus observó en silencio el sufrimiento de su hijo adoptivo, sintiendo cómo las piezas de la desdicha se colocaban en su lugar. Era un peso inaguantable el que Kaeya cargaba, no solo por la traición que había cometido, sino por el dolor de tener que enfrentarse a su propio ser. Pero lo peor de todo era la forma en que había sido arrastrado por las sombras de su propia mentira, esa mentira que había construido para evitar enfrentar su realidad.

Cuando Kaeya finalmente se derrumbó por completo, Crepus hizo lo único que sabía hacer: abrió los brazos y lo sostuvo. No había palabras para describir lo que sentía al tener a su hijo de esa manera. En ese abrazo, Kaeya, quien siempre había mantenido una fachada de fortaleza, se desmoronó en su regazo, llorando por primera vez en mucho tiempo. Su alma rota se entregó al consuelo que Crepus le brindaba.

—Te perdono, Kaeya. —le susurró al oído, la dulzura en su tono completamente incompatible con la tristeza que nublaba su corazón.

—Papá... Papá... Lo siento...

El joven se acurrucó en sus brazos, las lágrimas cayendo libremente, como si finalmente pudiera soltar toda la culpa que había llevado consigo.

Diluc observaba en silencio. Su hermano, su maldito hermano, había recibido el perdón. No podía comprenderlo. No podía perdonarlo. "Maldito egoísta..." pensó, apretando los puños. Pero a pesar de la rabia, una parte de él, una pequeña parte, también se sentía rota. El dolor en el rostro de Kaeya, ese llanto sincero, estaba desterrando la furia de su interior.

El perdón de Crepus era incondicional, una bendición que Kaeya no se merecía... pero que, por alguna razón, él aún no podía entender.

—Kaeya —dijo, apartándose ligeramente para mirarlo a los ojos—. No puedo prometerte que será fácil recuperar la confianza de tu hermano o incluso la mía. Pero sí puedo prometerte esto: siempre tendrás un lugar en esta familia, si estás dispuesto a luchar por ello.

Después de meses de convivencia, las tensiones entre los hermanos Ragnvindr se habían aliviado, pero la atmósfera en la mansión seguía cargada de un aire de incertidumbre. Azael, con su presencia imponente y su actitud firme, había sido una figura esencial en el proceso de corrección de Kaeya y Diluc. En algunas ocasiones, sus métodos parecían duros, incluso despiadados, llevándolos casi al límite de la muerte para que trabajaran juntos en tareas difíciles, uniendo sus fuerzas para sobrevivir.

En esos momentos, las sombras del pasado de cada uno parecían hacerse más profundas, pero Azael seguía sin flaquear en su disciplina.

Era estricta, tal vez demasiado.

Crepus, aunque aliviado por la aparente mejora en sus hijos, no podía evitar sentir curiosidad por Azael. La mujer, con su aire misterioso y su fuerza sobrehumana, había sido clave en su recuperación y en la restauración del vínculo entre sus hijos. No sabía mucho de ella, más allá de que su lealtad hacia su familia era inquebrantable, pero algo en su mirada, esa mezcla de compasión y autoridad, le decía que había mucho más de lo que parecía.

Una tarde, mientras Azael y los hermanos estaban entrenando en el jardín de la mansión, Crepus los observaba desde la ventana de su despacho. Sus ojos, aún llenos de fragilidad por su salud, seguían a la mujer con interés.

En el fondo de su mente, se hacía una sola pregunta: ¿Qué es lo que realmente quería Azael de su familia?

Decidió que era el momento de obtener respuestas.

—Quisiera hablar con usted. —dijo Crepus, su voz suave pero con una firmeza que denotaba su deseo de entender—. Sé que ha estado aquí por mucho tiempo, ayudándonos con Diluc y Kaeya... pero aún no entiendo qué es lo que busca. ¿Por qué? ¿Qué es lo que intentas lograr con mi familia?

Azael lo observa detenidamente, sin prisa. Sabía que él no era alguien fácil de engañar, y podía sentir la curiosidad genuina en sus palabras. Sin embargo, no fue la pregunta lo que la hizo reflexionar, sino la manera en que se había formulado: "¿Qué es lo que intentas lograr?" . Como si Crepus ya supiera que había algo más grande en juego.

—Es una pregunta que pocos se atreven a hacerme, Crepus. —dijo, su tono un tanto melancólico, como si las palabras le costaran más de lo que imaginaba.— Mi respuesta no será sencilla, pero lo intentaré. Antes de Barbatos, existió un dios... —comenzó Azael, su voz pausada, como si la simple mención de esa figura antigua le provocara cierta incomodidad—. Este dios… bueno, digamos que no era el más sabio de los seres inmortales. Un tanto necio, podríamos decir. Siempre dispuesto a tomar decisiones sin comprender las consecuencias, actuando por impulsos y sin escuchar a los que le rodeaban.

Azael dejó escapar un suspiro bajo, como si ese recuerdo fuera más pesado de lo que quería admitir. Crepus, sin embargo, frunció ligeramente el ceño, sospechando que algo más se escondía en sus palabras.

—Crepus, no hablo de un dios común, hablo de un Dios que fue capaz de crear barreras de tormentas impresentables, incluso, para otros dioses. Este ser, creía que todo podía solucionarse a su manera, sin ver más allá de su propia visión. Estaba convencido de que el encierro de su pueblo en un refugio seguro era lo mejor, y en principio, sí lo era. No importaba que eso significara cortar toda libertad, todo contacto con el mundo exterior. El pueblo ganó, al principio... pero con el tiempo, la frustración creció. La gente comenzó a querer salir, a clamar por su libertad. Y, en su necesidad, ese dios no los escuchó. Ni siquiera cuando la rebelión se desató. Alguien como él, jamás admitirá su error.

Crepus sintió una creciente inquietud. Aunque no mencionaba el nombre del dios, algo en su tono y la forma en que hablaba hacía que un escalofrío recorriera su espalda . No era solo el relato de un dios que había fracasado, sino algo mucho más personal. Algo relacionado con ella.

Lo maté.

Las palabras de Azael cayeron en el aire con la fuerza de una sentencia; sin embargo, algo en la mirada de Azael, fija en el suelo, le dijo que no estaba esperando su incredulidad, sino que lo que decía era un peso que llevaba dentro, mucho más allá de las palabras.

—¿Por qué? —La pregunta salió de sus labios antes de que pudiera controlarla, temiendo la respuesta.

Por un largo momento, Azael no respondió. Estaba allí, inmóvil, como si viajara en el tiempo, atrapada en el recuerdo de lo que había hecho. Era como si no estuviera realmente allí, como si su presencia física fuera solo un eco, mientras su alma se sumergiría en el peso de lo irreversible. La quietud se apoderó del momento, y Crepus pudo sentir que algo más grande que ellos dos se estaba desbordando entre las palabras no dichas.

Finalmente, Azael levantó la mirada, sus ojos brillando con una intensidad que nunca antes había mostrado. La mirada de Crepus se cruzó con la suya y, al instante, algo se quebró en su pecho. La culpa, el arrepentimiento, el dolor… todo eso y más lo golpeó de lleno.

—¿En serio deseas saberlo? —preguntó Azael, su voz grave, cargada de una emoción tan densa que casi podía palparse. Como si cada palabra le costara una eternidad.

—Sí...

—Porque... —Azael dejó escapar un suspiro, como si las palabras tuvieran un peso tan grande que ni ella misma pudiera soportarlo—. Era un peligro para todos, incluso para sí mismo.

El aire entre ellos se hizo denso. No era solo la respuesta lo que lo inquietaba, sino el tono en que Azael la había dicho. Estaba clara, era rotunda, pero también impregnada de una tristeza tan profunda que parecía imposible de descifrar.

Azael comenzó a hablar nuevamente, cada palabra cuidadosamente elegida, como si fuera una confesión que finalmente debía hacer, una verdad que, aunque vieja, aún ardía en su alma.

—La verdad, Crepus, es que hay veces en que no importa lo que ames. No importa cuánto intentes salvar a los demás. El sacrificio se convierte en una necesidad y el amor... el amor no es suficiente para salvar a todos. No lo fue para él, y no lo es para nadie.

Crepus quiso objetar contra esa afirmación, más no lo hizo.

—Él… ¿Era algo tuyo? —cuestionó en cambio, el nudo en su garganta dificultando la formulación de la pregunta.

La respuesta parecía una verdad tan desgarradora que temía escucharla, pero sabía que debía saberla.

Porque Crepus cree que es capaz de reconocer a otro Padre cuando lo escucha. Y él, no puede imaginar el dolor de la Diosa.

Azael no es un ser humano, pero eso no significaba que no sufra o sienta dolor. Los dioses, en su eterna existencia, podían ser aún más solitarios que los mortales, porque su visión de la vida se distorsionaba con el paso del tiempo. Lo que para los humanos podía ser una decisión desgarradora, para un dios podría haber sido una cuestión de supervivencia, aunque eso no la exonerara del sufrimiento que ha causado.

Azael no se inmutó ante su intensa mirada cargada en prejuicio. Sus ojos, fríos y distantes, seguían observando el vacío, como si no pudiera o no quisiera mirar directamente a Crepus mientras revelaba la verdad. La respuesta, cuando finalmente llegó, fue simple, pero tan poderosa que resonó en el alma de Crepus.

—Sí, era mi hijo.

Azael alzó la mirada hacia él, sus ojos vacíos pero llenos de una nostalgia dolorosa, no esperaba simpatía.

Crepus permaneció en silencio tras escuchar esas palabras. Su mente se llenó de imágenes, fragmentos de lo que Azael había compartido: un dios que creía proteger, que encerró a su pueblo en una prisión con buenas intenciones, pero que al final terminó destruyéndolos a todos, incluyéndose a sí mismo. Y ahora, esa misma figura, la madre de aquel ser, estaba allí frente a él, confesando un acto que había cambiado su existencia para siempre.

Pero lo que más perturbaba a Crepus no era la historia, sino la serenidad con la que Azael hablaba de ello. Serenidad que no era indiferencia, sino una aceptación fría y melancólica de una decisión imposible.

—¿Cómo lo soportas? —preguntó finalmente, sus palabras saliendo en un susurro.

Azael dejó escapar una breve risa, pero no era de alegría. Era amarga, casi seca, como si la respuesta fuera una obviedad que él simplemente no entendía aún.

—No se soporta, Crepus. —Su voz era firme, pero había una fragilidad en ella que delataba su verdad—. Se vive con ello. Día tras día. Al principio, parece imposible. Pero con el tiempo... —hizo una pausa, buscando las palabras— ...el peso no desaparece, pero aprendes a caminar con él, a vivir con el hecho de que no eres infeliz por otros, sino por tu misma causa.

Azael lo miró, sus ojos fríos pero llenos de una comprensión que lo desconcertaba. Dio un paso hacia él, cruzando lentamente el espacio que los separaba, pero no invadió su distancia. Su presencia, sin embargo, era abrumadora, como si cada palabra que dijera estuviera cargada de siglos de experiencia y de un dolor que Crepus apenas comenzaba a vislumbrar.

Crepus, aún procesando sus palabras, sintió la necesidad de cambiar el rumbo de la conversación.

—¿Por qué nos ayudas entonces? ¿Qué propósito te trae aquí? ¿Acaso nosotros... somos descendientes de aquel dios?

Azael, que había permanecido inmóvil y distante durante toda la conversación, dejó escapar una risa ligera, una risa que no tenía alegría, pero que aún así resonó con una amarga comprensión.

—No, tu ancestro... —dijo Azael, sus ojos brillando con un destello de recuerdos lejanos—. Fue empático conmigo. Crepus, no te digo esto por lástima ni compasión. Te he observado desde el día de tu nacimiento. Sé cuánto te has esforzado por los tuyos, cómo luchaste por tus sueños, y cómo, a pesar de nunca haberlos alcanzado, no te rendiste.

Hizo una pausa, evaluándolo con una intensidad que lo hizo sentirse expuesto.

—Eres digno de heredar el poder del fénix, Crepus. Tú... Naciste para heredar este poder.

Crepus frunció el ceño, desconcertado.

—¿Qué?

—El fénix no elige a los guerreros, ni a los héroes que buscan gloria. Elige a quienes arden sin ser consumidos, a aquellos cuya voluntad es más fuerte que el fuego que los rodea.

Azael extendió una mano y acarició su cabello, un gesto que lo dejó inmóvil, incómodo por lo inesperado de su cercanía.

Crepus observó el cambio sutil en su expresión, una chispa de nostalgia que iluminó brevemente la oscuridad de su mirada.

—Pronto serás gratamente recompensado por todos tus años de sufrimiento.

Crepus, avergonzado y confundido, se quedó en silencio. Azael retrocedió un paso, pero antes de irse, añadió:

—Tu ancestro... él no me juzgó. No me condenó por mis decisiones. En su lugar, me mostró una compasión que, aunque no la pedí, era lo que más necesitaba en ese momento y siempre le estaré eternamente agradecida por ello.

—Entonces, ¿fue por eso que...? —Crepus dudó antes de continuar, aunque la pregunta ardía en su mente—. ¿Fue por eso que decides ayudar a mi familia?

—En parte. Tu fuego será la luz en la oscuridad, Crepus.

La puerta se cerró tras ella, dejando un Crepus solo con el peso de sus palabras y una sensación en el pecho que no podía definir.


Crepus abrió los ojos y se encontró con un resplandor inquietante en el cielo. Desde la ventana de su habitación, podía ver cómo el firmamento se deformaba, fracturándose en patrones que parecían fisuras de cristal. Luces doradas y azules se derramaban por esas grietas, como si alguien estuviera "reparando" el cielo mismo.

—¿Qué demonios...? —murmuró mientras se levantaba, incrédulo.

Desde su posición, podía ver el Viñedo. Lo que antes era un lugar lleno de vida y actividad ahora estaba inmóvil. Todo estaba envuelto en un extraño silencio. Fue entonces cuando lo vio.

Un grupo de figuras estaba tendido en el suelo, como si hubieran caído en un sueño profundo. Reconoció a Adelinde, su fiel amiga, y a varios trabajadores que llevaban años ayudándole, pero entre ellos, dos cabelleras destacaron, haciendo que su pecho se encogiera: Diluc y Kaeya.

—No... no puede ser... —Su voz era un susurro quebrado, y el miedo comenzó a apoderarse de él.

La desesperación lo consumió. Sin pensarlo dos veces, abrió de golpe la ventana y miró hacia el suelo. Estaba demasiado alto, pero eso no importaba. Tenía que llegar a ellos.

—¡Aguantén, por favor! —gritó mientras corría hacia el borde del balcón.

Saltó.

El impacto fue brutal. Su rodilla chocó contra el suelo con un crujido alarmante, y el dolor no tardó en extenderse como una descarga eléctrica por toda su pierna. Sintió cómo el peso de su imprudencia lo aplastaba, pero no podía detenerse.

Debía llegar hacia sus hijos, sus pequeños niños... Su mundo...

—¡Diluc! ¡Kaeya! ¡Despierten, por favor! —clamaba mientras llegaba a ellos, cayendo de rodillas a su lado.

Sus manos temblorosas tocaron los rostros de sus hijos. Estaban fríos al tacto, pero sus pechos aún subían y bajaban lentamente. Estaban vivos, pero atrapados en un sueño que parecía inquebrantable.

El recuerdo lo atravesó como un puñal. La imagen de sus padres, inmóviles en el suelo, rodeados por las llamas de una tragedia... cuando él era demasiado joven para poder detener, sus amigos, uno a uno, cayendo mientras intentaban protegerlo. Había sido impotente entonces, y ahora, décadas después, el pasado parecía repetirse de forma cruel.

—No otra vez... —susurró, con el nudo en su garganta creciendo.

Sus ojos se detuvieron en Diluc, y otro recuerdo lo atravesó: su esposa, con lágrimas en los ojos mientras le entregaba a su hijo recién nacido.

"Cuídalo, Crepus. Prométeme que lo cuidarás..."

Había sido su último deseo antes de dejar este mundo. Y ahora, esos ojos que tanto se parecían a los de ella estaban cerrados, atrapados en un sueño del que temía no podía despertar.

—¿Por qué? —gritó al cielo, su voz desgarrada por el dolor—. ¡¿Por qué siempre tienen que arrebatarme todo lo que amo?! ¡Si existe algo allá arriba, algo que pueda oírme, por favor...! ¡Ayúdenme a protegerlos! ¡Déjenme salvarlos esta vez! ¡Por favor! ¡Haré lo que sea! ¡A...! ¡AZAEL!

Todo cambió en un instante. Lo imposible se volvió posible, el destino me ofrecía una segunda oportunidad con lo que tanto había anhelado: una visión Pyro.

Se despide:

«Mr_Swag⁹⁵»

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