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Los gritos ahogados de los niños siempre eran lo peor. 

Esa noche, en el almacén abandonado de los muelles de Brawltopia, el sonido de llantos apagados resonaba entre cajas marcadas con símbolos de tráfico humano. Mi puño se cerró alrededor del arma, pero fue el recuerdo de mi niñez lo que me paralizó por un segundo: él, tambaleándose en la puerta de mi cuarto, aliento a whisky quemando el aire.

"¿Qué haces despierto, mocoso? ¿Espiando? ¡Ya vete a dormir de una jodida vez!"

Tenía seis años. Larry se hallaba a mi lado, tapándose los oídos con la almohada. 

—¡Lawrie! ¡Flanco derecho! —la voz de mi hermano me sacó del pasado. Su tono era ligero, pero sus ojos, azules eran como el filo de un cuchillo, no se apartaban del dron que sobrevolaba la zona. 

Avancé en silencio, derribando a dos guardias con movimientos precisos. Los niños, apiñados en una jaula de metal, me miraron con ojos hinchados de terror. Como yo aquella noche, pensé, cuando el puño de mi padre rompió el marco de la puerta en lugar de mi cara. Por suerte. O no. A veces deseé que me hubiera golpeado a mí y no a la pared. Así Larry no habría tenido que abrazarme del terror mientras temblaba. 

—Agente Lennox— murmuró R-T, es una forma de llamarle así a mi amigo para proteger su identidad, señalando una cámara en el techo para evitar hacer otro ruido que alertara.

Asentí, y él activó el interruptor de interferencia en su muñeca. La cámara se apagó. 

Bo, nuestro jefe, nos había enseñado eso: "La ley es fría, pero nosotros no".

Pensando en su lema, nos dirigimos al rescate de esos infantes.