Tiniebla

Maia caminaba de un lado a otro en la espaciosa sala de la casa del sr. Monasterio. 

Eran las tres y veinte de la tarde. Afuera el sol comenzaba a ser clemente, pero ella se impacientaba. 

Sentados en los grisáceos muebles se encontraban la sra. Dolores, el sr. Jung y sus primos, mirándose taciturnamente, mientras seguían con la mirada a la joven.

—Ser vidente le ha dado demasiada independencia —le confesó Gonzalo a Ignacio, quien con una media sonrisa le dio la razón.

Su prima ya no necesitaba ayuda para desplazarse, ni para hacer otras actividades, pero la tierna y serena niña ciega ahora era un huracán en plena acción, dispuesta a arrasar con todo.

Detrás de la butaca de la sra. Dolores de Monasterio estaba escondida una niña de unos seis años, con una hermosa piel de un canela muy suave y largos cabellos castaño medio. 

De vez en cuando la pequeña salía para contemplar con admiración a su distante Primogénita. Ella, como todos los infantes de Ignis Fatuus, estaba creciendo bajo las enseñanzas de su Clan, y tener en su casa a la heredera de Ackley y Elyo era el equivalente a ver materializada a una de las princesas de Disney.

Por una sola vez, Amina reparó en la niña, deteniéndose en los grandes ojos café de la pequeña, cargados de miedo y admiración. Detuvo su caminar. ¡Había tanta inocencia en ella! Mas, ¿qué pasaría con esa niña, y los niños de su Clan, si ellos fallaban? 

Era cierto que apenas eran tres jóvenes contra una institución demoníaca, adolescentes que no hace mucho habían dejado los juegos infantiles, obligados por el sistema y las vicisitudes a crecer. 

Tal como esa criatura, Maia había soñado, había sido una niña feliz, pero no por ello había vivido alejada de la realidad, conocía su esencia, sabía quién era, y lo que su Clan esperaba de ella.

Esto la hizo pensar en Monasterio. ¿Acaso ese hombre sería tan estúpido como para engañarla? ¿Pondría a su hija en peligro? Y ella, ¿podría matar a esa pequeña que la miraba con asombro y admiración?

No había respondido las interrogantes en su mente, cuando una dulce sonrisa inconsciente se dibujo en su rostro. La niña le respondió, escondiéndose apenada, gesto propio de timidez infantil.

«¿Lo harías? ¿La matarías?», le preguntó Ignacio, al darse cuenta de la momentánea escena que protagonizaban su prima y la pequeña.

«Quizás no sea capaz de acabar con ella... Pero si no lo hago, esa niña me buscará para vengar a sus padres, me odiará de por vida, si no es que los Harusdra llegan antes a por mí».

Ignacio iba a responderle, pero la puerta de la sala se abrió, lo que hizo que la pequeña saliera corriendo a abrazar las cansadas piernas del padre.

—¡Papiiii! —gritó emocionada—. ¡Bendición!

«¡Bendición!». Aquella palabra desarmó a Maia. 

Ella también era hija, también era sobrina, hermana y prima, había sido nieta de alguien y tenía padrinos, a todos y cada uno de ellos había saludado con las mismas palabras cada vez que llegaba a casa. "Pedir la bendición" no era para ella una costumbre más del venezolano, ni un ritual de respeto al dejar o entrar la casa paterna, o para salir de la presencia de un adulto al que no se vería hasta otro día. Era la esencia de su vida, era sentirse protegida y amada. ¡Sí, amada! Porque para ella "pedir la bendición" era equivalente a decirle a sus padres, a sus tíos y a sus familiares "te quiero", y ese cariño era respondido a la vuelta.

—¡Dios te bendiga, mi cielo! —contestó el hombre, agachándose para cargar a su pequeña.

Por un instante, Monasterio se había olvidado de que en su casa no solo se encontraba su esposa y los Santamaría, porque esos breves segundos eran solo para su pequeña hija, luego saludó a su esposa con un beso, entretanto Maia intentaba comprender lo que significaba responder «¡Dios te bendiga!»: la consciencia tan grande de un padre al aceptar que él está por debajo de Dios y que Este puede darle mucho más de lo que humanamente él puede dar.

Bajando a la niña, la mirada de Monasterio se encontró con la de Amina. La chica se había detenido en seco. Tenía la apariencia de una joven ingenua, pero el Prima supo de inmediato que algo había cambiado dentro de ella. Hizo una venia, indicándole a su esposa que lo mejor era que los dejaran solos.

Caminó con ellos hacia el despacho. No era prudente quedarse en la sala, su pequeña Angela admiraba tanto a la Primogénita que sería capaz de escabullirse del cuidado de su madre para ir a dar a las piernas de la chica, y él le dejaría, siempre y cuando aquella charla no se tornara en su contra. Es por ello que el despacho era el lugar más adecuado para llevar a cabo la reunión. Su hijita jamás entraría si la puerta estaba cerrada.

—Espero que no nos hayas traído aquí para perder el tiempo —sentenció la joven.

—No es lo que busco, Primogénita. Le he comentado a Jung mis intenciones de conversar con ustedes, sin saber que él tenía ese tipo de contacto.

El sr. Jung sonrió, entretanto los demás tomaban asiento.

—Voy a ser directo con usted. No me inspira confianza. Siempre ha sido leal a Arrieta —comentó Ignacio.

—Tiene toda la razón en dudar de mí, Primer Custos. Pero cuando uno comienza a tener familia, se vuelve egoísta con los suyos, y como acaba de ver, tengo a una pequeña que cuidar. Sé lo que Arrieta puede llegar a hacer, conozco lo que su hijo ha hecho con criaturas más pequeñas que mi hija, y temo por su vida.

—El sr. Jung también tiene una hija que proteger —intervino Gonzalo—, y eso no lo ha hecho partidario de Arrieta.

—Quizás porque he sido más osado y, gracias al Solem, mi acciones no han sido descubiertas.

—Desde que Arrieta asumió el liderazgo del Prima ha existido mucha zozobra en Ignis Fatuus. Secretamente, nos hemos fraccionado, escondiendo el bando que queremos seguir, pero manteniendo la fachada de fidelidad. Solo así hemos resistido.

—Quiero creer en sus palabras, Monasterio. Me atrevería a decirle que comprendo sus argumentos, y le doy la razón por tomar la decisión de ocultarse. Si lo que dice es verdad, cuente con la protección de mis Custodes, y la mía propia. Pero si me está mintiendo, le juró que verá destruido lo que hasta ahora ha protegido.

—No la traicionaré, mi Primogénita. Tiene mi palabra, y no lo hago por mí, sino por mi esposa y mi amada hijita.

—Tomaremos su palabra, Juan Monasterio —le confirmó Ignacio.

—¡Les agradezco! —respondió haciendo una leve inclinación.

—El sr. Jung nos informó que Arrieta intentó obtener nuestros Munera de la Umbra Solem —comentó Gonzalo.

—Es cierto. Lo intentó durante toda la semana, y constantemente, la Umbra lo rechazó. Sin embargo, el día en que por sus órdenes nuestro Clan la puso a prueba... —Amina palideció de la cólera—. Ese día pensé que desgraciadamente sus planes de tener todo el control de Ignis Fatuus se harían realidad.

—¿Poner a prueba? —le interrumpió Ignacio—. ¿Acaso nos está queriendo decir que Rosa María fue un peón de Arrieta para apoderarse de los Munera?

—¿Rosa María Ruíz Ortega? —preguntó Jung—. ¿Fue capaz de usarla a ella?

Los tres primos se vieron las caras. Quizá el apellido Ruíz no les sonara conocido, pero el Ortega sí que lo conocían.

—¡Je! Por lo visto ya sabemos de qué lado está Ortega —respondió con sorna Amina.

—Él es el real brazo derecho de Arrieta. Bajo su apariencia de hombre noble, hay oscuras intenciones —les informó Monasterio—. Por un momento, pensé que era Jung quien tejía las redes que Arrieta deseaba, pero todo el panorama se aclaró en cuanto la Umbra nos separó.

—¿La Umbra los separó? ¿Cómo pudo separarlos? —quiso saber Gonzalo.

Monasterio giró su cabeza al lado derecho, exponiendo la piel de su cuello donde exhibió el Sello de Mane.

—Clan de asesinos —murmuró Gonzalo.

—Sí. Pertenecemos a un Clan de asesinos que juró lealtad a los hijos del Phoenix. En nosotros existen códigos de honor, y jamás matamos a los que nos pertenecen.

—Quiere decir que los que seguimos fieles a Amina dentro de Ignis Fatuus tenemos el Sello de Mane —dijo Ignacio.

—Así es. No seguirla es ir en contra de nosotros mismos, y eso nos llevaría a una muerte fortuita.

—Por lo visto sabe mucho de Mane —comentó Maia.

—Sí. Desde niño conozco mis orígenes. Mis padres me han enseñado mucho de Mane. No todo se perdió con la unión de Abasi y Taurel. Parte de nuestro pueblo mantuvo la tradición oral como un legado. Fue el Sello de Mane el que impidió que Arrieta se hiciera con sus Munera.

—El Sello de mis primos.

—Es su Sello también, Primogénita. Y solo una persona que tenga ambos Sellos puede ser digno de portar el Donum del Phoenix, pero para obtenerlos usted debe ser sometida de nuevo por todo el Clan. Tiene que subyugarse y perder su liderazgo, tal como ocurrió al subir a las Torres de la Muerte.

—Es un alivio saber que los Munera estarán dentro de la Umbra por un buen tiempo —confesó Gonzalo.

—Eso no quiere decir que nos quedaremos de brazos cruzados. Hay que buscar una forma de hacernos con ellos —le aseguró Ignacio.

—O esperar a que los Munera se vayan diluyendo de la Umbra y vuelvan a ustedes —informó Jung.

—De nada nos servirá proteger los Munera o esperar, si no le ponemos un freno a Arrieta —intervino Amina.

«¿Acaso piensas...?», le preguntó Ignacio, recibiendo un leve gesto corporal de su prima.

«Si ya lo han decidido, yo nos les llevaré la contraria. Me uno al equipo». Gonzalo dio su palabra.

La noche había sido muy lluviosa, un clima poco habitual para el mes de abril.

Aidan bajó con un suéter a la cocina, en donde su padre se disponía a preparar el café. Andrés le sonrió al joven; este le pidió la bendición para luego dirigirse a los estantes en busca de los panes.

—¿No quieres arepas?

—No. Me apetece un pan con jamón y queso.

—Si quieres hago unas empanadas con la carne mechada que quedó de ayer.

—Sin guasacaca no tiene gracia.

—¡Je! —Andrés sonrió de medio lado—. Y si te digo que hay un poco en la nevera.

—¡Le entro!

Su respuesta fue una orden para el hombre, quien de inmediato fue a por la harina de trigo y la de maíz blanco. Aidan se dispuso a ayudar a su padre cuando la tablet sonó indicando que había llegado un mensaje. El joven se asomó.

—'Pá, Alexander te ha escrito.

—¡Gracias, hijo! —Andrés se acercó a la tablet, abriendo el mensaje.

El rostro pálido de su padre puso en alerta al muchacho, quién no tardó en preguntar qué era lo que estaba pasando, pero el hombre no respondió, así que Aidan se acercó, observando con horror la foto de un hombre de Sidus, que no solo tenía el Sello de su Clan, sino también el del Harusdragum.

—¿Qué es esto? —preguntó Aidan, un tanto angustiado.

Andrés desplazó el dedo por la pantalla no era el único. También una joven de Ignis Fatuus y otro hombre de Lumen habían sido asesinados. Más abajo había un mensaje de Alexander.

«Sé que no son buenas noticias para recibir a esta hora, pero al parecer ha ocurrido una carnicería dentro de nuestro Populo. Estas personas fueron encontradas por nuestros patrulleros... Como habrás visto sus Sellos no fueron arrancados, lo que nos llama la atención es que sobre el Sello difunto de su Clan este el del Harusdragum de un blanco muy reluciente. Sabes lo que eso significa, ¿no?»

—¿Qué significa, papá?

Andrés miró perplejo a su joven hijo.

—Significa que esas personas tenían algún pacto con el Harusdragum.

—Pero los non desiderabilias suelen convertirse en cenizas luego de que son asesinados.

—Sí, es verdad. Pero estos conservan los Sellos de sus Clanes...

Andrés no quiso decir más, y si no lo hacía era porque detrás de aquella muerte había algo más.

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