Temor al sueño
Saskia se aferró a las asas de su morral en cuanto cruzó el umbral de la puerta del apartamento. La tensión dentro del hogar había aumentado desde que el poder de Maia fue mermando dentro de la Fraternitatem Solem; ella era la barrera, el muro de contención ante la inclemencia ira de Soledad.
Muchas veces sentía que no merecía esperar nada, pues cuando ponía sus esperanzas en una situación, esta se truncaba volviéndose turbia, en su contra. Al parecer desde su nacimiento fue marcada con la desgracia, eso era lo único que abundaba en su vida.
—Se puede saber por qué llegas a esta hora.
Ni siquiera eran las cuatro de la tarde. Era normal que apareciera a esa hora, debido a que tenía clases hasta las tres, y la hora que adicional la empleó en caminar hasta su hogar, afición a la que recurría cada vez que necesitaba pensar o desprenderse de algún problema.
—Vengo del colegio —respondió, sin siquiera pedir la bendición. No perdería su tiempo saludando amorosamente a una madre que solo deseaba golpearla.
—¿Alguna reunión con tus amiguitos?
—Mis amiguitos no fueron hoy.
No pensó la respuesta, así que rápidamente observó a Soledad. La mirada torva de su madre la hizo palidecer, había abusado de su suerte. Con paso decidido, la mujer caminó hacia la chica, colocando su mano en el delgado cuello de la joven, mientras la arrastraba hasta la puerta.
—Escúchame bien muchachita: Es mi casa, son mis reglas. Responderás lo que pregunte y harás lo que digo, ¿entendiste?
—Papá se molestará...
—¿Papá?
Y para colmo de males, había hablado más de la cuenta. Quizá quería enfurecer a Soledad, hasta llevarla fuera de sus cabales, probablemente la echaría de la casa y ella obtendría la excusa perfecta para correr a los brazos de su padre.
—¿Cuál padre, Saskia? ¿Acaso crees que una niña como tú, abandonada en el mundo, tiene un padre que vele por ella? —Su sugerencia fue seguida por una macabra sonrisa.
Soledad le dio la espalda, caminando hacia su habitación, entretanto, Saskia caía de rodillas. No entendía a qué se refería su madre al decir «abandonada en el mundo», qué quiso comunicarle al insinuar que ella no tenía un padre que cuidara de su vida.
Quizá solo quería lastimarla pero, ¿y si no era así?
—¿No estás muy joven para leer el periódico? —le aseguró Ibrahim a Aidan, mientras se sentaba a su lado.
La puesta solar era una de las más hermosas que había visto en su vida. El cielo se había teñido de tonos rosas, naranjas y dorados, iluminados por la blancura de las nubes. La brisa era fresca y el sonido de las olas del mar al romper cerca de la orilla era tranquilizador.
—A veces hay que mantenerse informados, ¿no lo crees?
—No creo que encuentre ninguna información sobre Gonzalo y los chicos en el periódico.
—No lo sé, Ibra. Quizás solo existan hechos que indirectamente están relacionados.
—¿Qué quieres decir?
—¡Aidaaaaan Saeeeel! —gritó Dafne desde la verja blanca de su casa—. ¡Te llama papá!
De un salto, Aidan se puso de pie.
—¿Pasa algo?
—Papá nunca me manda a buscar —afirmó, sacudiendo la arena de su bermuda—. ¡Vamos a entrar!
Ibrahim lo siguió. Casi corriendo atravesaron el terreno que separaba la verja de la casa, bordeando la piscina.
Su padre no se encontraba en la sala estar, ni en el comedor. En la cocina se encontró a su hermana, la cual había retornado a cortar unos tomates. En cuanto vio a su hermano señaló con su índice al techo. Aidan comprendió que su padre estaba en la planta alta.
De dos en dos subió los peldaños. Ibrahim continuaba detrás de él.
En la planta alta escuchó un murmullo de voces y risas, lo que le hizo apresurar el paso: su padre se encontraba en la biblioteca y tenía compañía.
El corazón le dio un vuelco, podían ser ellos, los chicos de Ignis Fatuus. Se detuvo en seco, llevándose la mano derecha al pecho, apretó su camisa, mientras se apoyaba en el umbral. Tomó valor, en especial cuando sintió la mano de Ibrahim sobre su hombro y apareció.
—¡Aidan! —Fue el saludó de su padre, quien le regalaba una sonrisa jovial.
La biblioteca estaba llena de personas, su Prima y seis jóvenes de ambos sexos lo esperaban. Pero ninguno era miembro de Ignis Fatuus.
—¡Primogénito! —saludó un joven moreno, de rasgos perfilados, el cual se llevó el puño derecho a la altura del corazón, mientras chocaban sus tobillos para luego inclinarse, gesto que los demás imitaron.
Desconcertado, Aidan miró a su padre. Andrés seguía sonriendo con confianza. El joven Ardere no tenía ni la menor idea de lo que aquella visita significaba, pero presentía que tenía que ver con la promesa que su papá le había hecho el día anterior: «Dame un par de días... Dos días, campeón».
Andrés había cumplido con su promesa.
Sintiendo las piernas entumecidas, Ignacio hizo un esfuerzo por ponerse de pie. Estaba confundido, desconcertado con las acciones de Arrieta, lo consideraba una persona incapaz de clemencia, y a pesar de ello, no les torturó en la noche. Quizá tenía preparado algo más siniestro, solo se podía esperar oscuridad de él.
Y en esa oscuridad, su querida Amina estaba sucumbiendo. Desde que fueron devueltos a sus celdas, ninguno habló, ni siquiera hubo intento de establecer cualquier tipo de comunicación entre ellos. Temía preguntar por Gonzalo y angustiar a su prima, peor aún, no recibir respuesta de su hermano.
Apoyando las manos en la pared, se dejó invadir por la cólera, cerrando su mano en puño para golpear la pared, con un grito de impotencia. Fue un error mostrarle su punto débil a Arrieta.
No temía tanto por su vida, ni por la de Amina, el Fénix aún les protegía, y lo haría incluso si se quedaban sin Sellos, pero con Gonzalo era otra historia.
Sintió un líquido caliente brotar de sus nudillos, no tenía que verificar que se había roto los nudillos de su mano, tampoco le importaba. La vida le había enseñado que habían dolores más intensos que los del cuerpo, y en ese sufrimiento se encontraba sumergido.
Faltaba poco para su cumpleaños, poco para el Equinoccio de primavera. La temporada cambiaría en el norte, y él pasaría su aniversario encerrado en La Mazmorra, en las manos de Arrieta, sin poder hacer nada para liberar a los suyos.
—¡Tremendo guardián terminaste siendo, Ignacio Santamaría! —se recriminó.
Sin embargo, en el fondo sabía que no habían sucumbido por él. No era algo que le ufanaba, ni siquiera podía intuir si eso había sido de ayuda para los otros o no. Tampoco estaba seguro si, una vez que saliera de allí, si es que lograba hacerlo con vida y no dentro de un saco fúnebre, iría a agradecerle al sr. Jung por su entrenamiento.
Había resistido, su cuerpo lo había hecho, incluso su mente estaba preparado para las siguientes torturas que recibiría, no era que las deseara, de hecho, si hubiera una forma de no pasar por ellas, la tomaría; sin embargo, se encontraba a merced de lo peor de Ignis Fatuus, y sabía lo que venía para ellos. Mas, lo que su cuerpo y su mente estaban dispuestos a aguantar, su corazón no pudo soportarlo.
Por años luchó contra el apego y el amor filial. Le había vencido, él lo sabía.
Cuando se mudó a Costa Azul no había rastros de sentimentalismos en él, solo su obsesión por la Primogénita. Sabía que eso no era amor, por eso no le frenaban sus sentimientos por ella, pero la convivencia lo cambio todo, lo volvió a ser un humano más, le devolvió sus miedos, su talón de Aquiles: Gonzalo, y luego, Amina.
La puerta de su celda se abrió. Por ella apareció un par de guardias, uno de ellos le lanzó un bulto blanco.
—¡Se acabó el invierno, perra! —Sonrió macabramente, mientras la puerta volvía a cerrarse.
—Prometo que te patearé el culo —masculló Ignacio, agachándose para recoger la nívea prenda.
El invierno había terminado, el vigilante se refería al periodo que precedía al Solsticio de Invierno. Pronto serían las doce, pronto sería el equinoccio de Primavera, pronto sería su cumpleaños.
Vistió las prendas, y esperó. Pronto pasaría de un ardiente infierno a un gélido tártaro. Conocería la otra mitad del inframundo.
El sol prometía ser clemente, o eso fue lo que pensó Aidan cuando salió a sacar la basura. Ese día tampoco había asistido al colegio, Andrés presentía que algo estaba por ocurrir, así que le recomendó que no se moviera de la casa.
Al joven no le hacía mucha gracia faltar a la escuela, pero no estaba viviendo ningún momento de paz en su hogar, todo por causa de la Hermandad, así que debía minimizar su frustración e intentar pasar el día sin querer atravesar con una de sus flechas al sr. Arrieta.
Apenas colocó la bolsa en el contenedor, Eugenia lo llamó. Subió su mirada, por detrás de sus rubios mechones. Su amiga de infancia venía caminando hacia él, con las manos escondidas en los bolsillos traseros de su pantalón.
—¡Hey! —le saludó—. ¿Tampoco has ido al colegio?
—No.
—¿Te cuidan de la Fraternitatem?
—¡Nop! Estas últimas noches no he podido dormir, así que he preferido quedarme, no vaya a ser que quede rendida en la clase de Geografía Económica.
—Suele pasar —contestó el joven riendo con picardía.
—Aidan, ¿tienes unos minutos para mí?
—¡Claro! —afirmó el chico, haciendo un pequeño gesto con su rostro.
Ambos caminaron en silencio por el paraje de su infancia hacia la playa. El suave bramido del mar los recibió y la fresca brisa del puerto golpeó su rostro. Aidan sonrió, ¡se sentía tan bien a su lado! Era bueno tenerla, desconectarse por un momento de su dolorosa realidad.
—Me gusta estar contigo —confesó, sentándose en la arena—. Es una de las cosas que más extrañé cuando te fuiste.
—Debí hacerte todo más fácil cuando estuve en Costa Azul.
—Eramos muy pequeños —contestó, viéndola con cariño—, y tu acababas de recibir uno de los mayores honores de nuestro Clan.
—¡Sí! ¡Vaya sorpresa me llevé cuando supe que sería el Oráculo! Lloré como loca. —Recordó, con la mirada fija en el mar—. Solo me calmó saber que algún día le serviría a tu hermana... Y que volvería a verte.
—Finalmente, estás de vuelta.
—Y estoy para servirte Primogénito.
—Por favor, no me llames así —le suplicó apenado—. Eres una de las persona que estimo en demasía, y el trato respetuoso que me estás dando me corta un poco.
—Te entiendo, pero quiero que lo tengas presente, Aidan. Si necesitas mi ayuda, allí estaré. Incluso aliviar tus penas.
—Estaré bien —confesó con una sonrisa, mientras que la atraía hacia él—. Y dime, ¿qué es lo que no te ha dejado dormir?
—Estoy preocupada por ti —contestó sin reparo—. He visto ríos de sangres y la muerte abrazándote.
Aidan la miró extrañado. Él había tenido ese sueño recurrente, pero aunque en la visión deseaba morir, la muerte no iba a por él.
—¿Qué quieres decir?
—Temo por tu vida. Tengo miedo de perderte.
—No me perderás, Eugenia. —La abrazó al ver su rostro compungido, atrayéndola completamente hacia él—. Te prometo que no me perderás. —Besó su cabello, mirando con preocupación el horizonte que la playa le ofrecía.
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