Sin control
Ignacio había decidido alejarse de la multitud ese día. Amina había anhelado tener un entrenamiento real y ese día se lo daría. Habían acordado reunirse en uno de los riachuelos que corrían hacia el Capanaparo.
En la soledad de la sabana no serían importunados, por lo que podían entrenar sin curiosos merodeando o adultos deteniendo la práctica por considerarla peligrosa.
—El problema de las katanas es que no son buenas para atravesar, pero puedes cercenar lo que quieras.
—No quiero atravesarse, y mucho menos cortarte un brazo —le aseguró Amina.
—Has pedido un entrenamiento que se asemeje a una guerra. ¿No pensarás que saldrás ilesa?
—Entonces, espero que te defiendas bien, pues no me quedaré de pie esperando tus ataques.
Con una sonrisa de orgullo, Ignacio se lanzó a por Amina. Las espadas chocaron en el aire, una y otra vez, mientras sus cuerpos danzaban con destreza al son de los sables. Aquello no era una sincronización ensayada, sino el producto de semanas de entrenamiento en pareja.
Ignacio le había enseñado tan bien que Amina podía intuir los ataques del joven, por lo que cualquier espectador habría visto en ellos a una bonita pareja haciendo una maravillosa coreografía.
Los minutos se fueron transformando en horas. Amina nunca pensó que cargar una espada fuese tan pesado. Sus manos comenzaban a humedecerse más de lo normal, su ropa se encontraba empapada, incapaz de contener más sudor. Su cabello estaba hecho un asco.
Luchar con Ignacio no era tan sencillo como había creído. Su primo era un maestro con la espada, y más de una vez la hizo resbalar en la arena.
—¡Con las rodillas! ¡Apóyate en las rodillas! —le gritaba, haciéndola girar sobre sus rodillas.
Ni una sola vez dejó de atacarla, no le daba tregua ni siquiera cuando ella le pedía un poco de hidratación.
—Un Harusdra no tendrá compasión de ti. ¡Al enemigo, ni agua! Y tú eres mi enemigo.
—¡Eres un desgraciado!
—¡Ja! Me partirás una pierna con ese insulto.
Para Maia, sus duras palabras y su sarcasmo eran un incentivo para continuar. No había situación que le motivara tanto como el hecho de demostrarle a Ignacio que ella era capaz de sobrevivir al entrenamiento que se le da a los mejores de su Clan.
Tanto era su afán de sobre salir que ni siquiera se permitió sentir los cortes que Ignacio iba haciendo sobre su piel. Estaba herida, la sangre manaba, su entrenador no se detenía, y ella pensaba que aquellos cortes eran superficiales.
Mientras la noche caía sobre ellos, las blancas vestiduras de la Primogénita de Ignis Fatuus iban tiñéndose de sangre.
El cielo se vistió de rojo, y en la lejanía los rayos iluminaban el cielo. La lluvia cayó sobre la sabana, limpiándolo todo.
Ignacio dio la última estocada.
—La práctica ha terminado.
Arrodillada en la tierra, dejó a una herida Amina.
Las lágrimas del firmamento se mezclaron con su sangre, Ignacio le había lacerado la espalda, pero no era la única que su Custos le había infringido: pierna, brazo, abdomen, cada parte de su cuerpo había sido golpeado o cortado. Estaba agotada, y para colmo de males, no le ayudó a volver.
Con la lluvia escurriendo a través de su mentón, caminó los cinco kilómetros que la alejaban de la residencia. Los rayos se dibujaban a lo lejos, atravesando todo el firmamento para caer sobre la sabana, iluminando toda la extensa y bendita tierra.
Cada paso que daba era aún más doloroso que el anterior, pero ese había sido el camino que ella había decidido tomar, y tendría que transitarlo hasta el final.
—La cuestión es está —dijo Dominick—, si no apoyamos a Maia, con lo mucho que a veces provoca mandarla a freír monos, tendríamos que soportar a Rosa María, ¿es eso lo que nos intentas decir?
—Algo así —respondió Ibrahim—. Por eso, Gonzalo está aquí para explicarnos mejor, pues ese juego mortal al que mañana seremos sometidos puede definir el resto de nuestras vidas.
Sentados en uno de los balcones más amplios de la residencia, que estaba en camino hacia el salón de armas y reservado solo para el uso de los Primogénitos, Gonzalo tomó la palabra.
Aidan aguardaba recostado de la baranda de piedra, con los brazos y las piernas cruzadas, y la mirada fija en el interlocutor.
—Las Torres de la Muerte son una prueba para demostrar la valentía de los Primogénitos. Lo que se busca es que la Fraternitatem Solem los reconozca como líderes.
—Eso está claro —le aseguró Dominick—, y no veo por qué tenemos que intervenir para que Maia también sea reconocida. El comportamiento de tu prima grita a los cuatro vientos que está por encima de nosotros.
—Creo que no estás entendiendo —le interrumpió Saskia—. Lo que Gonzalo nos quiere decir es que si Maia pierde su liderazgo, pierde todo el control de Ignis Fatuus.
—Perderá más que eso —le aseguró Gonzalo—. El vencedor será sometido a la Umbra Solar.
—¿Y para qué la sometarán? ¿Es que también piensan torturarle? —se quejó Itzel.
—No. Lo someterán para que se apoderé del poder que mi prima dejó en la roca.
Dominick se acomodó en su asiento. Podía tener resentimientos con su amiga por todos los rechazos que le había hecho, mas la prefería por encima de cualquier otro.
No confiaba en el resto de los miembros de Ignis Fatuus, no después de ver lo que le hicieron.
—¿Y por qué tú o Ignacio no la retan? —lo interrogó Aidan.
—Jamás seríamos capaces de ir en contra de nuestra Primogénita —afirmó Gonzalo.
—En ese caso, urge armar un plan —propuso Dominick, escuchando con atención a toda la información que Gonzalo tenía sobre las Torres de la Muerte.
Aidan fue el único que no se acercó al grupo. Desde donde se encontraba podía escuchar muy bien la estrategia que los Primogénitos estaban planificando para salir victoriosos, apoyando cada decisión que se tomaba.
Echó un pequeño vistazo a la puerta, descubriendo con sorpresa a Ignacio pasar, sin darse cuenta de que ellos se encontraban allí. El chico iba empapado, en su uniforme estaba visible algunas manchas de sangre. Aidan esperó cauteloso a que la joven pasara, pero está jamás apareció.
Con alivio, Amina abrió la puerta de la enfermería encendiendo la luz. Agradeció que nadie se encontrara allí, su imagen era realmente deprimente y lo menos que quería era seguir atrayendo la atención, en especial porque al día siguiente todo sería definitivo para ella.
Su cuerpo escurría agua. Se detuvo frente al espejo de cuerpo entero para contemplarse.
Su traje blanco fue el lienzo perfecto para que el barro, la lluvia y la sangre hicieran en él una obra de arte. Por la intensidad del rojo, supuso que las heridas que Ignacio le había infringido eran mucho más graves de lo que había imaginado.
Sintiendo el dolor y el cansancio, tuvo delicadeza al quitarse los pantalones, quedando el short. En sus piernas se exhibían un par de cortes que atravesaban ambos fémur. Sonrió compungida. Sabía que Ignacio podía haberla dejado manca. A pesar de todo el chico se mostró compasivo.
Continúo retirándose la ropa, haciendo a un lado la chaqueta hecha jirones, pero lo que más le costó fue quitarse el blusón. El sudor, la lluvia y la sangre lo habían adherido a la herida de la espalda, por lo que se retorció de dolor cuando tuvo que arrancarla de su lastimada piel, sin contar que el simple movimiento de sus brazos intensificaba su malestar.
Buscó el botiquín de primeros auxilios y como pudo se subió a la camilla. No tenía ni la menor idea de cómo curaría la herida de la espalda. Estaba tan agotada que afincó sus brazos sobre la colchoneta, respirando con dificultad.
—¡Tendrás el cuerpo de una perfecta princesa! —Sonrió compungida—. Con las marcas de una batalla que aún no terminas de librar.
—¡De una princesa guerrera! —contestó alguien detrás de ella.
Reconoció la voz. Sus pupilas se dilataron aún más. Tenía que salir de allí. Se apresuró para bajar de la camilla pero Aidan la sujetó con firmeza.
—¿No crees que estás lo suficientemente herida como para seguir empeorando tu situación?
—¡Eso no es asunto tuyo!
—¡Claro que no lo es! No es mi cuerpo quien luce esas cortaduras. ¡Son demasiado brutales, mujer!
—Buscaré a mi primo. —Intentó bajarse, pero Aidan la volvió a sujetar, esta vez viéndola fijamente.
—¡No! No estás en condiciones de esforzarte más, y como tú, él también necesita descansar.
—¿Está bien? —preguntó preocupada.
—¡Je! Me parece asombroso que te mortifiques más por su estado que por el tuyo.
—¿Podrías llamar a una enfermera? —le pidió de mala gana.
—¿Acaso no sabes qué hora es? —Señaló con su rostro hacia el reloj analógico de la pared—. Son casi la una. Todos están descansando. Mañana será una jornada muy larga para el campamento, no solo por las Torres, sino porque mi Clan prepara una celebración para despedirlos. Así que, como verás, todo el mundo se fue a descansar.
—Y tú, ¿qué haces despierto?
—Imaginé que necesitabas ayuda.
Amina intentó zafarse de sus brazos con una mueca de desagrado, pero él la retuvo con mayor fuerza. Era imposible no sentirse lastimada al ser contemplada por sus cálidos ojos. Sintió que los suyos comenzaban a llenarse de lágrimas. Su corazón dolía mucho más que su cuerpo.
Aquella no podía ser más que una macabra coincidencia.
—No necesito de tu ayuda. —Intentó lastimarlo, mientras apretaba el mentón en un intento de retener las lágrimas
—Dime, ¿qué te he hecho para que me trates de esta manera?
—No hablo con perdedores.
—No soy yo él que estoy herido.
—¡Vete! —le gritó, lanzándose de la camilla. La caída la lastimó, pero se tragó su quejido. No le daría lástima.
Sin embargo, Aidan no se dio por vencido, la tomó por el brazo, atrayéndola con energía hacia él. La abrazó, mientras la mirada de Amina se desencajaba al escuchar los calmados latidos del joven.
¡Era increíble como él era incapaz de sentir algo por ella! Aquel corazón hablaba el mismo lenguaje que Ibrahim, Gonzalo o Itzel podían transmitirle al suyo.
Tan fuerte era el poder del Oráculo sobre su Primogénito que el amor que hubo entre ellos ni siquiera se convirtió en sombras.
No pudo contenerse más, fue imposible para ella no echarse a llorar. Era como estar aferrada a una mentira.
—¡Eso es! ¡Desahógate! —la consoló, entendiendo que sus lágrimas estaban siendo derramadas por motivo a la soledad, a esa lejanía que había cultivado con todos durante el campamento, inocente de que él era el causante de toda su tristeza—. ¿Me permitirás ayudarte?
Dándose por vencida, volvió hacia la camilla. Él la ayudó a subir.
A través del espejo, Amina contempló como el chico, pacientemente, tomaba las gasas y el yodo, así como las cintas adhesivas para cerrar las heridas. Todo lo iba haciendo con suma delicadeza.
Ella cerró sus ojos era imposible verlo. No podía tolerar su presencia, más allá de los pequeños roces de su piel.
—De ahora en adelante cuidaré de ti. Te lo prometo. —Aidan escuchó decirse a sí mismo, hecho que hizo que se detuviera. No recordaba dónde y cuándo las había dicho, pero eran tan suyas que dolían.
Se separó de Amina, casi trastabillando. La joven, preocupada, se volteó a verlo.
—¿Te sientes bien? —preguntó angustiada. No entendía lo que le ocurría.
Él se frotó con fuerza su faz, luego de recuperarse del vahído, para luego sacudir su rostro, dedicándole una tierna sonrisa.
—No fue nada. No te preocupes —le aseguró, volviendo a sus labores de enfermero.
Afuera la sabana comenzaba a inundarse, los ríos aumentaban sus cauces. La larga sequía había terminado.
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