Se borra la tristeza
Eran las once cuando Dominick entró en el Hospital de la Fraternitatem. Había llegado a tiempo, a pesar de que se traslado en auto. Ibrahim le había recomendado que lo hiciera a través de su Donum Maiorum, pero lo que menos deseaba el joven era llegar tan rápido. Si estaba en sus manos, retrasaría lo más que pudiera su encuentro con Leah.
Iba a tomar el pomo de la puerta cuando esta se abrió. Daniela salía de la habitación de su amiga. Más que huirle a Leah, Dominick había estado desarrollando la obsesión de escapar "como alma que lleva el diablo" de Daniela. La chica se había tomado demasiado a pecho eso de andar cuidando de Leah, y al Primogénito de Aurum aquella relación comenzaba a fastidiarle.
—Por un momento pensé que no vendrías.
—Me debo a la Fraternitatem, espero que no lo olvides.
—En estos momentos Leah debería ser tu prioridad.
—Deberías buscarte un novio o tener un muchacho para que ocupes tu vida en algo.
—¡Eres un cínico!
—Es tu Primogénito —le reclamó Zulimar, quien venía detrás del joven—. Si eres incapaz de respetarlo, puedes decirmelo y me encargaré de que te echen del Clan.
—Disculpa Zulimar —susurró la joven.
—Iré adentro —le comentó Dominick a su Prima—. No seas tan ruda con ella.
Zulimar le dedicó un tierna sonrisa, para luego darle a entender a Daniela que no le perdonaría su ofensa.
Bastó abrir la puerta para conseguirse con la sonrisa de felicidad de Leah, renovando en él las ganas de salir corriendo, pero ya era tarde para hacerlo. Cerró sus ojos, dibujando la más encantadora sonrisa en su rostro.
Leah continuaba en la cama, con su bata. Dos chicas de Aurum la ayudaban con la selección de ropa y a recoger las flores y regalos que los chicos le habían hecho llegar y todavía se mantenían en el lugar.
—¡Hola! Pensé que vendrías un poco más tarde, ni siquiera estoy lista.
—¡Hola! —Le dio un beso en la frente. No tenía que saludar a las otras dos, ya lo había hecho en la mañana—. Tengo planes para más tarde.
—¿Saldremos?
—No. Asuntos de la Hermandad.
—Pensé que te quedarías conmigo el resto del día.
—¡Lo siento, cariño! —le respondió, cuando lo que quería era decirle: «Ni que fueras mi sombra», pero se tragó su ingeniosa respuesta—. Sin embargo, pienso compensarte en la noche. —La mirada pícara de Leah, mientras lo tomaba po la franela para besarlo, le dio a entender que no había comprendido el mensaje. Dominick ahora estaba firmemente convencido de que había cometido un error al acostarse con ella, y no lo volvería a hacer, mucho menos sabiendo que la joven era capaz de atentar contra su vida—. Zulimar ha venido, me imagino que a acordar las citas con el doctor.
—Ya estoy bien. No necesito que nadie me vea.
—¡Leah! —Su tono fue de molestia.
—¡Vamos, cariño! —Se acurrucó en su pecho haciendo pucheros. Su actitud hizo que las jóvenes se rieran con disimulo ante la tierna imagen—. ¿Y qué harás en la tarde? ¿Puedo acompañarte?
—Es más seguro para ti quedarte en la residencia. Todavía estás convaleciente y no quiero que nada te pase —mintió—. ¡Te quiero mucho, bebé! —le dijo, dándole un beso en la frente.
El tiembre de la casa Aigner repicaba sin cesar. Los gritos de Dafne comentando que ya le abriría no calmaban la asistencia de la visita. Su padre le había informado que debía ser cuidadosa al abrir, Ignis Fatuus podía atentar en contra de su familia, aun cuando creyeran que la liberación de su Primogénita fue a causa de Aurum.
Abrió la puerta, quedando petrificada.
Frente a ella estaban Israel Santamaría, y de su brazo, fuertemente sujetada, su esposa, Leticia. Sus rostros eran una mezcla de angustia y esperanza, algo tan contradictorio que la joven no tenía ni la menor idea de cómo actuar.
—¡Mamá! ¡Papá! —gritó.
Sus progenitores corrieron al llamado de su hija. Andrés salió con un delantal, y Elizabeth bajó las escaleras con su ropa de hogar.
Los Santamaría no habían llegado en un buen momento. Israel vio a Andrés, luego a Elizabeth, dándose cuenta de que aquello era un error, jamás debió ir a la casa de los Santamaría, mas el suave apretón de su esposa le confirmó que era donde debía estar. Él había prometido ser agradecido, y era un hombre de palabra.
Andrés se encontraba muy sorprendido. Limpiándose las manos en el delantal vio a su esposa, quien la imagen de los padres de Amina no dejaba reaccionar, lo que agradeció. Lo menos que deseaba en aquel momento era que Elizabeth los echara, sobre todo porque en sus rostros se notaba el sufrimiento por el que habían pasado.
—¡Hola! —los saludó con timidez, mientras su rostro viajaba de su esposa a ellos—. ¿Qué les trae por aquí?
—¡Buenas tardes! —Se atrevió a hablar Israel—. Mi esposa y yo... —Vio a Leticia, quien asintió con orgullo. Eso era lo correcto—. Nos hemos atrevido a venir aquí a agradecerles... —Se soltó de Leticia y tomó las manos de Andrés, besándolas—. A bendecirlos y agradecerle lo que han hecho por mi hija y mis sobrinos. —Las lágrimas comenzaron a salir de aquel hombre fuerte. Leticia se llevó la manos a los labios, llorando conmovida—. No tengo palabras para...
—¡No! —le detuvo amablemente, Andrés—. Usted no tiene que agradecerme más de lo que nosotros tenemos que hacerle —confesó sonrojado, confundido por aquel gesto de humillación.
Dafne no entendía lo que pasaba, y menos comprendió cuando Elizabeth terminó de bajar las escaleras, y se echó en los brazos de Leticia, rompiendo en llanto. Ella que había deseado más que nadie que Maia fuese castigada, jamás aceptaría la proporción de la tortura a la que fue sometida la chica, pero más que por esta, fue la mirada cargada de dolor y muerte de Leticia, soportando la humillación y la injusticia, lo que le hizo perdonar todo.
Leticia correspondió al abrazo.
—¡Perdón! —sollozó Elizabeth—. ¡Perdón! —murmuró ahogándose en su llanto.
—No tengo nada que perdonarte. Mi corazón está tan agradecido contigo y con tu Clan —respondió Leticia, aún dueña de sí, entretanto los hombres contemplaban a sus mujeres.
—¡Perdóname porque jamás los quise comprender!
—El pasado nos ha hecho mucho daño. No podemos seguir viviendo en el pasado. No podemos permitir que nos siga separando. —Le tranquilizó limpiándo el rostro de la mujer.
Elizabeth sonrió, echándose una vez más en los brazos de una mujer que la Umbra Solar le enseñó a admirar.
Eugenia había terminado el recorrido de la hacienda. Se había desvíado un poco hacia una zona de rocas, poco poblada de árboles, muy cerca de las riberas del río más cercano que pasaba a la residencia de Ardere, encontrando allí a Aidan.
El chico estaba sentado sobre las rocas, uno de sus brazos apoyado en una de las rodillas que tenía levantada, mientras la otra pierna descansaba por completo en la roca.
Se le veía tan sereno como un ángel. Su mirada ida le indicaba que aquel momento de soledad era momento de decisiones.
Con cuidado y sigilo, subió hasta sentarse a su lado. Lo hizo en total silencio, aunque él notó de inmediato su presencia. Era una de las cosas que le gustaba de Ibrahim y de ella, que sin interrumpir sus pensamientos le brindaban apoyo, sentándose en silencio.
—La tarde comienza a caer —le dijo el chico.
—Es una tarde triste, aunque para ellos se abre la esperanza.
—¿Qué ves Oráculo?
—Veo ríos de lava, cielo de sangre, dolor en el alma.
—No deberías ver tan tristes designios... —Aidan se atrevió a observarla—. Si ya los lazos del destino se han roto.
—No, mientras tu corazón sienta.
—Entonces... —suspiró compungido, conteniendo la tristeza que amenzaba con devorarlo—. Entonces, no te alejes de mi lado.
Eugenia se acercó un poco más tomando su rostro entre sus manos para depositar un casto beso en su frente. Aidan cerró los ojos al sentir el contacto de los cálidos labios de la joven.
Se encontraba tan herido que intuía le sería posible dejarlo pasar por unos días. ¿Qué chico se echa a llorar cuando le han roto el corazón tan rápidamente? Él terminaría de romper el molde, y no porque no pudiera llorar, más de una vez lo había hecho, pero siempre había sido retraído para esos asuntos, y sin embargo, este dolía tanto como la muerte misma.
—Jamás lo haré, mi Primogénito. Jamás lo haré.
Y teniendo en sus manos a un consternado Aidan, lo besó con la fuerza y la ternura de quien ama por primera vez.
Y sus labios se unieron y Aidan se fue perdiendo en ellos. Un flechazo de vida impactó su corazón. Por un segundo se sintió perdido, y al otro se encontraba en un universo nuevo.
No había lágrimas en su corazón porque este había sido reconstruido. Podía amar con entrega el corazón Eugenia, porque no recordaba otro amor que le superara.
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