Meciéndose en su hamaca, ante un cielo despejado, Amina contemplaba las lejanas estrellas que el firmamento de una noche que el tiempo de sequía le regalaba.
Ignacio venía caminando con un libro de cuero en la mano y una dulce e inusual sonrisa. La joven lo vio, regalándole un gesto triste y tierno.
—Mi tía me dijo que estabas aquí. ¿Te interrumpo?
—Solo quería ver el cielo —contestó, deteniendo la hamaca—. Puedes sentarte, si quieres —le invitó. El chico accedió. Ambos se volvieron a acostar para hacer que el chinchorro siguiera su movimiento—. ¿Lees?
—He estado investigando.
—A veces pienso que hubieses sido feliz siendo un Lumen.
—¿Por qué querer ser un Lumen si como un Ignis Fatuus puedo ser todo lo que quiero?
—Amo cuando usas frases tan rimbonbantes que me obligas a detenerme en la mitad de tu argumento para pensar en qué diablos estás hablando.
Ignacio suspiró, mirando la bóveda celestial. Su prima tenía razón, a veces profundizaba más de lo que quería, pero esa noche sentía que podía ser el chico más simple de todo el país.
—Es un verdadero espectáculo verlas titilar —confesó. Amina yacía a su lado, con la mirada fija en un punto del cielo.
—Y, sin embargo, no puedo dejar de pensar que están presas. Debe ser una maldición estar obligadas a ver siempre la misma Tierra.
—¿Quién sabe? Nadie nos puede asegurar que solo nos observen a nosotros. Y si así lo hicieran, la Tierra ha ha cambiado tanto que, probablemente para ellas, no debe ser tan aburrido mirar.
—¿Y en eso se resumiría su vida? ¿En solo mirar?
—No tenemos lo que queremos, ni vivimos lo que deseamos. Mas, entre todos, somos privilegiados.
—¿Por qué? ¿Por qué no tuvimos que escoger, y como las estrellas, estamos obligados genéticamente a vivir aquí?
—Porque por tres siglos mucha fue la maldad que anidó en el mundo.
—Aún existe mucha maldad.
—Pero estamos aquí.
—Quiero... Necesito poder creer que volveré a ser la misma, Ignacio, porque tengo mucho miedo. Miedo a lo que me estoy convirtiendo.
—Todavía hay dulzura en ti, mi Primogénita. —Le tomó de la mano—. Nunca olvides que este, tu caballero, está dispuesto a todo por ti.
—Pero no quiero seguir arrastrándote. —Lo miró.
—Nunca has pensado que lo hago porque quiero. Y no me mires como si esperara algo a cambio. —Volvió a mirar al cielo, estremeciéndose de la felicidad—. ¡Es una cuestión de adrenalina! ¡Amo ser un Custos! ¡Amo ser un Ignis Fatuus!
—Y por eso andas leyendo libros perdidos de la Fraternitatem Solem —le indicó, señalándo el libro, sin soltarlo de la mano.
—¡¿Ah?! ¿Esto? —respondió, girando el libro con su mano izquierda—. Estuve pensando un poco en nuestros orígenes. Todo en nuestro Clan es tan misterioso.
—¡Je! Tómalo como una de las tantas consecuencias por escondernos durante tres siglos.
Hicieron un breve silencio. Ignacio sentía el calor de la mano de su prima entre las suyas.
—¿No preguntarás sobre qué investigo?
—Me lo contarás de todas maneras.
—Tan predecible soy.
—No. No para todos, Iñaki. Tú eres una persona complicada para comprender, y sin embargo, sueles mostrarte tan sencillo conmigo.
—Eres mi Primogénita, debo ser uno contigo.
—Hablaste con Montero, ¿verdad?
—No quiero tocar ese tema.
—Tienes mi poder en tus manos y, ¿no quieres tocar el tema? —le comentó, mirándolo.
—Es solo una cuestión de urgencia. Solo es un beso medicinal como los que Ackley te dio.
—A veces me pregunto si lo que me está pasando no será una consecuencia de esos besos.
—Puedo entrenarte para que no nesecites de tu Donum en una batalla. No será difícil, ya eras buena.
—¿Y si quiero más que un simple entrenamiento?
—Amina —susurró.
—Sé que tienes tus dudas, Ignacio. Sé que estás mucho más preocupado que Montero y Jung; no solo por las muertes que están sucitándose en el país, sino por mi enfermedad y el motivo por el cual ataque a Aidan.
—¡Jum! —Suspiró, dejándo de mirarla-. Se me hace más fácil engañar a mis padres que engañarte a ti.
—¿Alguna vez has engañado a tía Gema?
—Hasta los momentos no he podido.
—¿Entonces?
—Solo quiero hacer una alusión a que no lo lograré ni esforzándome, mi Amina. Estoy preocupado por las muertes, pero necesito llegar al fondo de lo que te está ocurriendo.
—¿Y no crees que es mucho trabajo para un chico de dieciocho años que no comió torta el día de su cumpleaños?
—¡Je! —Sonrió—. Ni me acordaba del pastel. —Hizo una pausa—. Estoy intentando aprender de Mane.
—¿Mane?
—Sí.
—¿Y qué has descubierto?
—Poco, la verdad. Sin embargo, ¿sabías por qué el Clan Phoenix pasó a llamarse Ignis Fatuus?
—¿Acaso no fue porque nos tragamos el Sello del Clan Mane?
—¡Ja, ja, ja! —Soltó una carcajada—. Sí, eso es verdad, pero no fue la única razón. Cuando en las leyendas se habla del Fuego Fatuo, hacen referencia a espíritus... —La chica afirmó—. Son los muertos, los fantamas de Mane.
—Eso es un poco exagerado, ¡tampoco los matamos!
—Dice este librito... —Lo subió—. Una hipótesis que se manejó fue que Mane se subyugó al Phoenix porque este último representa la resurreción, mientras que los primeros eran muerte.
—Pero Mane no significa muerte, sino mañana, amanecer.
—Lo sé. Un nuevo amanecer, eso es lo que traían cuando atacaban.
—¿Acaso eran una especie de bagre?
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Me mataste con esa analogía! Pero, ¡la pegaste! Era un Clan de asesinos, un Clan que se terminó subyugando al Phoenix. Por eso nos llamamos Ignis Fatuus, porque detrás del fuego que hace renacer se esconde la sangre del asesino.
Amina palideció. Era fuerte aceptar el hecho de que por sus venas corría sangre de criminales. Había matado a la Imperatrix, pero aquello era una cuestión de principios: era su vida o la de su enemiga, mas lo que le acababa de decir Ignacio superaba cualquier razonamiento moral.
—Iñaki... —susurró, mirando el cielo.
—¿Sí? —contestó concentrado en la estrella del norte.
—Ayúdame a convertirme en una asesina.
Desencajado, pero sin decir palabra, Ignacio la contempló, sintiendo como su corazón retumbaba con vehemencia dentro de su caja torácica.
Estaba esperando ese momento, pero hasta ese entonces conservaba la esperanza de que la joven jamás se atrevería a hacerle tal petición.
—Por favor, Iñaki, ayúdame a ser una asesina —le suplicó mirando sus rasgados ojos.
Sin dejar de contemplarla, le tomó de la mejilla.
—Si es lo que deseas, así se hará, mi Primogénita.
Y acercándose a ella la besó. Amina se sumergió en el beso, no por el placer de sus sentimientos, sino por el renacer del poder del Phoenix dentro de ella, poder que Ignacio sintió en él.
En sus frentes el ave de Ignis Fatuus refulgió. El pacto se había sellado.
Con una sonrisa en su rostro, y sintiéndose la persona más dichosa del planeta, Aidan se detuvo frente al espejo de su lavamanos. Se lavó la cara, luego de cepillarse los dientes.
Había olvidado cuándo fue la última vez que se sintió tan pleno. Aún no creía que Eugenia lo había aceptado, y que ya tenían cuatro días juntos. Tampoco podía armar una secuencia lógica de cómo había pasado todo, pero no le importaba.
Tenía todo lo que había querido, ni siquiera sus estranochos por Irina podían ser comparados con la magnitud de sus sentimientos por Eugenia.
Mientras terminaba de peinarse el mojado cabello, una imagen cruzó su mente: la mano de un joven con una pluma entre sus manos y los dedos manchados de tinta, rasgando la rugosa hoja con la afilada punta: «Los sentimientos que mi corazón sigue albergando por ti, que parecen no irse y que si se van me matarían...». Escribía el chico con mangas antiguas, pertenecientes a una bata de dormir.
Supo que ese chico era él, casi pudo percibir las doradas puntas de su cabello salirse de la cola que lo sujetaba.
—Los sentimientos que mi corazón sigue albergando por ti —repitió—, que parecen no irse y que si se van me matarían... Son palabras muy profundas. —Meditó—. Sin embargo, si realmente las escribí, entonces en ellas explicó con claridad lo que siento por Eugenia... Y mis sentimientos por ella se van, simplemente yo moriría.
Dándose un último vistazo en el espejo, sonrió.
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