Los cazadores
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¡Disfrútenlo!
***
Eran las once de la noche cuando Aidan y Eugenia atravesaron la puerta del salón de conferencia de Lumen. Tomaron su habitual lugar en aquella amplia mesa ovalada, luego de saludar al resto de los presentes.
—¿Qué saben de Ignis Fatuus? —preguntó Dominick, viendo su reloj. Su aversión por los tres chicos se había vuelto a renovar, después de comprobar que no habían quedado tan desvalidos como había imaginado.
—Dentro de media hora —confirmó Ibrahim—. Gonzalo comentó que no podían hacer uso del Don de Neutrinidad, así que no pueden salir de la casa hasta que sus padres estén dormidos. —Aidan lo miró—. Creo que se debe a que perdieron el Sello principal, el del Phoenix, y al parecer el de Mane solo se activa cuando están en medio de una lucha.
—Es triste que no puedan gozar de nuestros beneficios —comentó Itzel.
Saskia la miró con una extraña arrogancia. Ella sabía bien que si Ignis Fatuus no podía gozar de los Munera Maiorum del resto de los Clanes, tampoco ellos podían comunicarse telepáticamente.
—¡Bien! ¿Los esperamos o comenzamos? —cortó Dominick.
—Creo que sería conveniente comenzar. Quizás puedan tardarse más de la cuenta, y habremos perdido una gran oportunidad —planteó Eugenia.
—Todavía creo que es una mala idea —dijo Aidan—, pero no te detendré.
La joven le dedicó una tierna sonrisa a su novio, para luego hacerle una seña a Itzel, quien encendió la gran pantalla blanca que se extendía frente a ellos.
El Oráculo cerró sus ojos, repitiendo las jaculatorias que Dominick una vez había leído en el libro que Dafne le había regalado:
«Al Glorioso Clan Aurum, defensores de la justicia. Al Sabio Clan Lumen, guardianes de la vida. Al valeroso Clan Astrum, mártires de la verdad. Al leal Clan Sidus, celadores de la Ley. Al Honorable Clan Ardere, videntes de la luz. Y al Poderoso Clan Ignis Fatuus, guerreros del Sol».
Ninguno preguntó el porqué no nombraban a Mane. Los vestigios de este Clan se habían perdido bajo la sombra del Phoenix, por lo que nunca fue considerado como un Clan más, sino como parte de Ignis Fatuus.
Sin comprender muy bien lo que la muchacha pretendía hacer, esperaron con paciencia alguna respuesta.
La pantalla frente a ellos comenzó a lucir unas rayas grisáceas que luego se llenaron de color, y tal como si hubiesen encendido el televisor, las imágenes se fueron haciendo más nítidas, mostrando las oscuras calles de Costa Azul, ésas, cercanas a las residencias más llamativas de la ciudad, pero más solitarias, dando la proximidad del puerto.
Aidan e Ibrahim se miraron desconcertados, mientras Dominick arrastraba su silla hacía la pantalla e Itzel tragaba grueso. A la oscuridad le acompañaba un aterrador silencio, pero sabían bien que si Eugenia se había enfocado en ese lugar era porque algo pasaría y el grito de «¡Corran!», les reafirmó sus terribles sospechas.
Sin embargo, los amigos se concentraron en observar y oír la escena que se desarrollaba frente a todos ellos.
Hombres de negro saltaban por las platabandas de las acomodadas casas, como si fueran extraordinarios acróbatas de circos muy reconocidos. Sus rostros se mostraban sudorosos, aunque muchos llevaban arcos y espadas colgando a sus espaldas.
Al parecer huían de un enemigo al que no podían vencer. Unos minutos antes habían presentado lucha, pero habían caído en el parque Carlos Sanda, aquella especie de plaza cubierta de todo tipo de árboles autóctonos que servía de esparcimiento a los acaudalados propietarios de la residencia.
Nadie escuchaba nada. Los guerreros de ambos bandos eran muy sigilosos. Incluso se negaban a regalar sus voces gimiendo para dar la bienvenida a la muerte.
Detrás de los hombres surgieron tres siluetas. Sus rostros eran imperceptibles por la escasa luz, pero su ropaje, de un blanco grisáceo, hizo que el corazón de más de uno de los Primogénitos se estremeciera.
Uno de los sujetos se detuvo, disparando sus flechas, con una puntería tan sorprendente que no perdió ninguna de ellas, entretanto sus compañeros se adelantaban en una carrera por dar caza a sus enemigos convertidos en presas.
Los de negro treparon el único edificio de la desolada urbanización. Daban la impresión de ser felinos que deseaban refugiarse en las copas más altas de un árbol, pero su sorprendente habilidad no parecía ser suficiente. Sus cazadores eran igual de capaces y subieron sin ningún contratiempo.
Las presas saltaron, cayendo en el tejado vecino. Los dos cazadores se detuvieron en el borde del techo. El más fornido señaló el suelo, por lo que el más escuálido reafirmó. El primero retrocedió, acelerando el pasó para saltar los metros que le separaban del otro edificio, siendo imitado por el cazador que llevaba el arco, el cual les había dado alcance.
El cazador más enjutó, giró sobre su eje cayendo sobre un descansó a tres metros. Su celestial figura cautivó a los observadores omnipresentes, los cuales deseaban saber quiénes eran aquellos monstruosos asesinos.
El sujeto cayó en cuclillas, manteniendo el equilibrio con su mano derecha. Subió su rostro y un pequeño haz de luz descubrió su identidad: Amina Santamaría era la cazadora.
Ibrahim palideció, aferrándose al mueble, mientras Aidan miraba vacilante a todos lados en la habitación. Ninguno podía explicar lo que aquella visión les revelaba.
Aidan quiso decir algo, pero el ceño fruncido de Eugenia le indicó que vería escenas mucho más fuertes, pues la persecución estaba por terminar.
Los Primogénitos y el Oráculo contemplaron con temor como la chica corría entre los árboles del pequeño bosquecillo que la separaba del resto de los edificios. Sus primos habían aterrizado a su lado, descendiendo por entre las ramas de los árboles. Ninguno se detuvo a esperar al otro, ni a recibir indicaciones, en completo silencio continuaban el recorrido.
Su actitud no sorprendió a nadie en la Sala de Lumen. Ellos los habían visto actuar en múltiples ocasiones, y ese era su modus operanti. Los tres Santamaría se entendían tan bien, que era todo un espectáculo verlos interactuar durante un combate.
Sorpresivamente, los tres jóvenes se detuvieron. Frente a ellos una amplia pared blanca se extendía. Ibrahim e Itzel calcularon unos siete metros de friso liso, carente de rugosidad.
—No podrán subir al menos que tengan las herramientas adecuadas para hacerlo —opinó Dominick, con una mueca de satisfacción. Los admiraba, no lo dudaba, pero hasta allí les había llegado la diversión.
Los Ignis Fatuus colocaron sus palmas sobre la blanca pared y el sello del Phoenix ennegrecido se dibujo. Los chicos se observaron, esperando las indicaciones de su prima.
—¿Qué es eso? —quiso saber Itzel, deseando que Luis Enrique estuviera allí para explicarle.
—Es su Sello, pero, ¿por qué de ese color? —contestó Ibrahim, con las mismas dudas que Itzel.
—Si la pared tiene un Sello, aun con tan horrible color, no podrán pasar —les aseguró Saskia.
—Y no tienen el Sello de su Clan para usar mi Donum de Neutrinidad —recordó Aidan.
—Esa casa, es casa de Prima. El Sello del portador la protege... Aunque esté maldito. —Eugenia pronunció con un dejo de voz. Parecía una autómata—. Traspasar la barrera es morir.
Sus palabras preocuparon a todos. Dominick se acomodó en su puesto, recostando ambos brazos sobre la mesa, después de entrelazar sus dedos. ¿Qué era lo que harían?
«No nos dejarán pasar. No sin el Donum de Ardere», infirió Ignacio.
«Ya estamos muy lejos del carro para regresar. Y de seguro alguno nos reconoció». Gonzalo tenía miedo de enfrentar nuevamente la Umbra Solar.
«Regresar no es una opción. Sería firmar nuestra sentencia de muerte. Si estamos aquí, es porque vinimos a acabar con esto. ¿De acuerdo?», Amina observó a sus primos, los cuales asintieron.
La joven colocó su mano sobre la pared y el Sello de Mane refulgió en el cuello de los tres. Sin intercambiar palabras, atravesaron la barrera que se interponía entre ellos y la casa de Ortega.
Se sumergieron entre los espesos matorrales, traspasando una de las paredes que les llevaba al interior de la vivienda.
Los hombres de Ortega estaban dispersos por toda la casa, por lo que comenzaron a atacar. Uno a uno fueron sucumbiendo a la brutal destreza de los tres guerreros principales de Ignis Fatuus.
Cuando los chicos se dieron cuenta de que habían acabado con toda la élite de la casa Ortega, se dieron a la tarea de revisar cada una de las habitación. Sin embargo, su búsqueda no dio resultados.
—Es en vano, Primogénita. No están aquí —aseguró Ignacio, colocando sus manos en la cintura.
—Me niego a aceptar que tanto trabajo no sirvió para nada —contestó Gonzalo, secándose el sudor que comenzaba a brotar de su frente.
—Tienen que estar escondidos —insistió Amina.
—¿Tanto te importa Rosa María? —quiso saber Gonzalo.
—Ella quiere lo que es mío. Si José Gabriel falla, ella se apoderará de los Munera. No lleva la sangre de Ian, pero es descendiente de Elyo... Una tan lejana y peligrosa como Teodoro. Si la dejo seguir acabará con todos nosotros. Si el Sello de Mane se reveló, Ignis Fatuus querrá que de nuevo sea subyugado.
Sus primos no necesitaban más explicaciones, entendían a la perfección lo que Amina les decía, por lo que se dieron a la tarea de rastrear cada rincón de aquel lugar.
—¿Hora? —preguntó Amina. No olvidaba que debían llegar a la reunión con el resto de los Primogénitos, si no querían levantar sospechas.
—Nos quedan diez minutos para salir de aquí —le aseguró Ignacio, observando como su hermano se erguía tan alto como era sobre una espesa alfombra blanca.
Amina e Ignacio se observaron, para luego centrar toda la atención en Gonzalo. Este señaló con su dedo, apuntando hacia la alfombra, haciendo que los otros entendieran que bajo él, el suelo no era tan sólido.
«¿Cómo bajaremos? Si despegamos la alfombra nos oirán. Estarán alertas ante nuestra llegada», quiso saber Gonzalo.
Amina sonrió, deslizándose con sigilo hasta donde estaba Gonzalo. Se impulsó, ganando altura, para luego ser tragada por la alfombra. Sus primos se miraron, siguiendo a la chica.
La joven aterrizó limpiamente. Con una hermosa sonrisa de triunfo se incorporó, mientras sus primos caían a su lado, con la misma agilidad y belleza que ella.
Ortega tembló ante la presencia de su Primogénita, refugiando a su esposa e hijo de trece años detrás de él. Rosa María dio un paso adelante. Su semblante no mostraba miedo, se sentía segura de sí misma.
—¡Vaya, vaya! No tienes un Sello y te atreves a irrumpir en la casa de un superior. ¡Has cometido tantos delitos, Amina!
—¿Con miedo?
—Jamás podría sentir miedo de una basura como tú. Menos aún, sabiendo que tu Sello obedecerá al mío —comentó en referencia al Sello de Mane.
—Lo haría, si fueras la líder de Ignis Fatuus. Pero creo que ninguna obtuvo lo que quería de la prueba. Y así como Ignis Fatuus sigue sin aceptarme como su Primogénita, Mane te desconoce como la suya. Estamos igualadas.
—¡Nunca te atrevas a compararte conmigo! Mucho menos cuando vienes acompañada para arremeter contra los míos.
Amina volteó a ver a sus primos con una sonrisa de suficiencia en su rostro.
—No los necesito para enfrentarme a ti. Mucho menos para tomar venganza de ese cerdo. —Señaló a Ortega—. Sin embargo, no te niego que ellos han sido de mucha ayuda. Sin su presencia todavía estaría en el muelle.
—Es bueno saber que no intervendrán. Así, cuando termine contigo, su Sello tendrá que doblegarse ante el mío: el Sello Supremo de Ignis Fatuus.
Rosa María desenvainó su espada. Ignacio le dirigió una mirada de precaución a Gonzalo, para tenderle su espada a su prima, pero esta la rechazó. No necesitaba ayuda, ni armas para enfrentar a su rival.
Con la destreza adquirida en cada entrenamiento con Ignacio, Amina esquivaba como una diosa guerrera los ataques de Rosa quien, con cada movimiento, se iba desesperando, errando aún más en su ataque.
Amina realizó un salto mortal sobre la espada de la joven, gustaba de aquel movimiento, aunque Ignacio siempre se lo criticaba por ser peligroso, para caer en cuclilla, haciendo un giro rápido que desestabilizó por completo a Rosa María. Con agilidad, Amina se deshizo de su espada, llevando luego sus manos hacia el pecho de la joven.
Con una fuerza sobrenatural, la levantó. El terror se asomó por primera vez en el rostro de Rosa María. Llevándola frente a ella, de manera que sus miradas quedaran fijas una sobre la otra, Amina sonrió maquiavélicamente. Podía oler el miedo de la persona que tantas veces la había retado.
—Se acabó. No te queda más por decir —le confesó.
Rosa María iba a reírse, en un último intento por defenderse, cuando sintió una terrible punzada de dolor en la boca de su estómago. Un extraño objeto, de borde carente de filo luchaba contra su carne, buscando abrirse espacio entre ella. Lo sintió hurgar en sus entrañas, mientras su boca se llenaba de cálido óxido líquido, el cual comenzó a manar a borbotones.
Sus pupilas se dilataron, y con terror observó como la Primogénita de Ignis Fatuus, con el rostro demoníaco continuaba su acción: el brazo derecho de Amina yacía dentro de ella.
No tuvo tiempo de reaccionar. Ni siquiera era capaz de escuchar los gritos de los presentes, cuando sintió el dolor más agudo, tosco y penetrante que había experimentado en toda su existencia. Quiso que la muerte llegara rápido, pero aún su cuerpo no cedía. Tampoco lo hizo cuando Amina, de un solo jalón, le arrancó el corazón.
El cuerpo de la joven cayó convulsionando al suelo, con la sangre brotando de labios, fosas nasales y del estómago.
Amina se volvió a la familia, con el corazón aún palpitante de Rosa María en sus manos.
—Es una lástima que no tenga mi Sello, hubiese sido menos asqueroso. —Soltó el corazón como si le repugnara, haciendo una mueca de desagrado para luego sacudirse la mano.
—Por favor, princesa, ¡no nos mates! —suplicó Ortega, cayendo de rodillas, humillado ante la menuda chica que caminaba hacia él.
—¿Sabes cuántas familias han pedido clemencia y no se las has dado? ¿A cuántos has torturado?
—¡Está bien, está bien! ¡Lo acepto! ¡He pecado! Pero deja a mi familia vivir.
La joven miró a la mujer, tía de Rosa María, y al muchacho que se aferraba a los brazos de su madre, pero la observaba con mirada retadora.
—Mira su frente, Ortega —dijo, señalando a Rosa María—. Dime, ¿qué ves?
Con temor, el hombre dio un rápido vistazo al cadáver que unos segundos atrás fue su sobrina para luego fijarse en la asesina.
—No hay nada.
—Correcto. No hay nada. ¿Y sabes por qué? —Dio un paso hacia él, mientras que él retrocedió atemorizado, negando—. No hay Sello porque ella ha corrompido a muchos. ¿Y el tuyo? ¿Cómo será el tuyo?
Con un rápido movimiento lo tomó del cuello, clavando sus escuálidas falanges en sus rollos de grasa. Ortega gimió de terror, poniendo sus manos en los brazos de la joven para contenerla, pero algo se lo pedía. No dejó de mirar fijamente, pero sus ojos eran oscuros e impenetrables, aun así todavía podía moverla a la clemencia.
—¡Eres la niña mimada de nuestro Clan!
—¿La niña mimada? ¡Ja! Resulta que a esa pequeña Arrieta la mató en La Mazmorra, y tú colaboraste con él.
—¡Sí! Es cierto que te maltrataron, pero jamás te ultrajaron.
—¡No lo hicieron porque la Umbra Solar aún no consumía mi Sello! ¿Crees que soy estúpida? ¿O acaso piensas que no estaba al tanto de lo que Arrieta me iba a hacer aquel día que Ardere lo detuvo? ¡Ja! ¡Maldito infeliz!
—¡Por favor, ten piedad!
—No tendría piedad ni con mis padres, si estos fueran igual a ustedes.
—¡Princesa, por favor!
—Me quitaste todo, y aún así seré clemente contigo. —Golpeó la boca de su estómago, haciéndolo retorcerse del dolor—. Yo te daré la muerte y no días sin noches, ni noches sin días. —Sumergió más su mano en su cuerpo, mientras Ortega se contraía, escuchando a lo lejos a su mujer e hijo gritar compungidos—. Es mi regalo aunque no te lo merezcas. Y aún más, daré rápida muerte a tu familia, porque su Sello está maldito, y no es justo seguir sacrificando a tantos por bazofias como ustedes. —Terminó por arrancarle en corazón—. «¡Qué sea rápido, Custodes!» —le dijo a sus primos por telepatía.
Una flecha surcó la pequeña estancia cegando la vida de la mujer, mientras que de un solo golpe de su espada, Ignacio acabó con el pequeño joven.
Los tres jóvenes se observaron.
—¿Satisfecha? —preguntó Gonzalo.
—Hoy cientos podrán mirarse al espejo y volver a sentirse orgullosos de ser Ignis Fatuus... Otros olvidarán que fueron reclutados para torturar y acabar con nuestro Populo —confesó, para luego decirles telepáticamente- «Por lo menos, ellos podrán descansar esta noche».
Sin decir más salió del lugar, con sus primos detrás.
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