Las entrañas del Clan asesino
Lo primero que Amina tuvo en cuenta antes de comenzar a subir fue que la habían dejado sin muchas opciones.
Las estacas de Itzel estaban tan separadas entre sí que eran imposible alcanzarlas con solo estirarse, si contar que su cuerpo no era tan largo como deseaba.
Mas, no se daría por vencida. Ackley no lo habría hecho en su lugar. Respiró profundo, corriendo hacía la torre de ascenso, tan roja como la sangre.
—No lo logrará —murmuró Rosa María con una sonrisa de triunfo en su rostro.
Amina pudo escucharla. Podía escuchar todo: el ánimo de Ignacio y Gonzalo, las esperanzas en vilo de sus compañeros, los deseos de fracaso de sus enemigos, a la mitad del Populo que deseaba su victoria, a Eugenia luchando contra sus sentimientos y la mente vacía de Aidan.
Eugenia.
Sintió compasión por la chica. Ella sabía de antemano en el oscuro mundo en el que se estaba sumergiendo, y temía destruirla.
No tenía certeza de cuánto podía abarcar el Oráculo de Ardere, pero si iba más allá podría destruirla, aunque defendería con todo su ser el secreto que ambas tenían: los verdaderos sentimientos de Aidan.
Dando un saltó, se sostuvo de la primera viga, balanceándose para subir con mayor comodidad. Tenía que ponerse de pie en cada viga que alcanzaba e impulsarse para llevar a la otra o nunca subiría.
No había escalado más de tres metros cuando su cuerpo se resintió. Las heridas infringidas por Ignacio seguían allí, a pesar de la cura de Aidan. Entonces, supo que nada podría ir bien.
Su corazón golpeó con vehemencia su pecho y su mente se lleno de oscuros y tristes pensamientos. Eugenia estaba haciendo su trabajo, y ella tenía que decidir si quedarse enfrentándolos o hacerlos a un lado y terminar de ascender.
Pero sabía que si los apartaba, su decisión traería serias consecuencias. Sin embargo, necesitaba mantenerse concentrada en la prueba física y dejar su desosiego a un lado.
Debía luchar por la Fraternitatem Solem, por su Clan y por su familia.
Con la agilidad de una acróbata, Amina comenzó a subir las estacas que asemejaban vigas. Ignacio dio un paso al frente con una sonrisa de triunfo, mientras apretaba sus puños en señal de ánimo.
Lo estaba logrando, mientras Rosa María maldecía por lo bajo. ¿Cómo era posible que esa menuda chica pudiera subir? Aunque todavía tenía que descender, así que se relajó, pues su Primogénita no podría bajar, salvo que se lanzara de la torre, y una caída de veinte metros era una muerte segura.
Todos tenían la mirada fija en la joven que ascendía, olvidando por completo a Eugenia. Explorar los sentimientos de la Primogénita de Ignis Fatuus era como estar sumergida en aguas oscuras y densas, tan densas como el petróleo.
La joven Oráculo se sintió asfixiada. Quería salir de la mente de la chica, dejarla continuar su camino, pero el hecho de que Amina se olvidara de su Don de Clarividencia, la sometió a permanecer en sus pensamientos, en contra de su voluntad, por lo que Eugenia no saldría de allí hasta que Maia culminara la prueba o muriera.
Aferrada a la butaca, el cuerpo de Eugenia comenzó a sufrir de serios espasmos. El dolor de sus entrañas era tan fuertes que pensó que que sus órganos colapsarían. La textura espesa de óxido invadió sus papilas gustativas. Supo de inmediato que era sangre, su sistema digestivo estaba entrando en caos.
Se sujetó con fuerza a los brazos del mueble, clavando sus uñas en el grueso cuero, acción con las que terminó por partirlas. Palideció bañada en sudor, mientas que su piel perdía calor corporal.
—Aidan —murmuró tan bajo que el chico ni lo notó.
Un trueno estremeció a los presentes, en especial porque el cielo se mostraba despejado con un sol inclemente coronando el firmamento. La bóveda celeste era tan amarilla como su rey, ni siquiera la blancura de las nubes podía ser observada.
—¡Golpea a la maldita! —se escuchó una voz sobre todo ellos—. ¡Qué confiese el nombre del Primogénito!
Ignacio y su Clan se estremecieron, buscando entre los presentes a Arrieta, cuando alguien gritó: «¡En los cielos!», y como una horrible película de terror sobre ellos se proyectaron las imágenes que Amina guardaba en su interior.
Un hombre fornido que los hermanos Santamaría reconocieron como su carcelero, llevaba a una ciega Amina de los cabellos, arrastrando su cuerpo por las frías losas, mientras la joven sujetaba su cabeza para que no se los arrancara de raíz.
La consternación se hizo presente en todos. Maia se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, pero ya era muy tarde para hacer algo.
Las lágrimas salieron de los ojos de Itzel, entretanto Dominick tensaba su mentón, señal de que estaba muy molesto, mas eso era solo el inicio de una serie de atropellos.
Al igual que con sus primos, todos observaron como Amina fue forrada en sábanas y golpeada para obtener una confesión que, entre lágrimas, la chica se negaba a dar. La única diferencia que notaron Gonzalo e Ignacio es que ellos no estaban allí, mientras intentaban concentrarse para resistir a las torturas del día siguiente en La Mazmorra, Amina seguía siendo flagelada.
Indignado, Aidan dio un paso, cuando Eugenia se desplomó.
Se volvió hacia su novia, levantándola del suelo, observando como las falanges de sus manos estaban rotas y el terror se dibujaba en el rostro de la inconsciente chica. Pero el Donum de Eugenia terminaría lo que había empezado a revelar, así que la historia dentro de La Mazmorra que Amina había ocultado a sus más cercanos, siguió siendo mostrada a todos los presentes.
—Te violaría, pero tu cuerpo es basura. ¡No vale el castigo de la Umbra! —le gritó su carcelero—. ¡Eres una maldición para nuestro Clan!
—Si la zorra no quiere decirnos quién es el Primogénito, entonces arranquémosle la confesión de otra manera.
Arrastraron su cuerpo a un mueble de madera con unas cintas de hierro, le quitaron las medias y la sujetaron a la mesa acercando a ella unos cables, con la cual la electrocutaron en más de una ocasión.
Los gritos que había dado en aquella horrible noche de marzo, terminaron por arrancar lágrimas y maldiciones en el campamento. Molestos, indignados y horrorizados, veían la otra cara de la Hermandad del Sol.
—¡Dinos el nombre, maldita zorra! —le gritaron, sus recuerdos seguían proyectándose sobre ellos.
—¡Jamás! ¡Jamás te lo diré!
Sus palabras estremecieron a más de uno. Dafne fue una de ellas. Un nudo en la garganta hizo temblar a la orgullosa heredera de Ardere: aquella chica a la que había considerado su enemiga, había sufrido de esa forma solo por defender a su hermano.
—¿Un Primogénito? —se preguntó Aidan, con Eugenia todavía en su regazo—. ¿Por quién pudo sufrir tanto? —Observó a Ibrahim al lado de Dominick. Sabía de antemano que su amigo era gay, así que por descarte tenía que ser el Primogénito de Aurum—. ¿Acaso lo vales? —pensó, mirando con vehemencia al fornido joven.
«¡Jamás! ¡Jamás te lo diré!».
Escuchar su voz hizo catarsis en Amina.
Había alcanzado la cima cuando su mundo interno se derrumbó.
Había defendido a Aidan solo para dejarlo. Puso en peligro la vida de Ignacio y estuvo por perder a Gonzalo. Sacrificó la paz de su hogar y la tranquilidad de su Clan. Ya nada le quedaba. Nada le importaba.
Su blanca ropa estaba manchada de sangre, las heridas del costado, muslo y espalda se habían vuelto a abrir. Pero ya no importaba. Corrió dando un saltó mortal sobre la amplia brecha que separaba ambas torres.
Los gritos de terror de la Fraternitatem llegaron hasta ella. Las imágenes habían desaparecido, no quedaba nada más.
Miró hacia el suelo. No había forma física de bajar. No podía descender humanamente aquella torre, tampoco tenía un Donum que le facilitara la salida.
Respiró profundo, alejándose lo más que pudo del borde.
«¿Qué estás haciendo?», le preguntó Ignacio. Su voz sonaba desesperada. La quería con él: sana y salva.
Era el momento de acabar con todo.
Amina corrió saltando al vacío.
Una vez más los gritos de horror de los presentes no se hicieron esperar, aquello era un suicidio y lo estaban presenciando.
Dominick e Ibrahim saltaron de la tribuna corriendo hacia las Torres, pero Gonzalo e Ignacio se interpusieron en su camino. Si Amina había decidido morir, ninguno podía interferir, la prueba aún no concluía.
Por primera vez en mucho tiempo, Maia se sintió libre. Libre de temores y de preocupaciones, pero la tristeza comenzó a perforar su corazón.
Desesperada, dándose cuenta de que la velocidad aumentaba cada microsegundo, consciente de que moriría, quiso frenarse, pero no pudo.
Unos escasos dos metros eran lo que le separaba de su macabro final.
Ignacio y Gonzalo se dieron cuenta que Amina no tenía ningún plan y que ya era muy tarde para salvarla, cuando una fuerza invisible la detuvo.
La joven respiró entrecortadamente. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, cuando comenzó a ser elevada de nuevo. Angustiada, miró hacia donde se encontraban los Primogénitos, pero estos estaban igualmente anonadados. Nadie la estaba ayudando.
Ascendió diez metros sobre la superficie, cuando sintió un cálido fuego en su espalda. Ella no pudo verlo, pero Ignacio y el resto de los demás si.
El primer Custos se alejó del resto, extasiado ante lo que veía: en la espalda de su prima estaban dos alas de fuego, una roja y la otra amarilla.
—Magma e Ignis —murmuró, cuando un pitazo en el interior de su oído interno, el mismo que había sentido Jung, lo hizo caer de bruces.
Una fuerte colisión se escuchó.
Del cuerpo de Amina salió un onda expansiva que los derrumbó a todos, adicionando al malestar auditivo un fuerte pinchazo en la parte izquierda de su cuello que les hizo perder el control, cayendo de nuevo.
Con asombro, el resto de la Hermandad observó como algunos miembros de Ignis Fatuus se llevaban las manos al cuello, mientras su Primogénita caía estrepitosamente al suelo.
La joven abrió sus ojos, sonriendo con dolor, entretanto su primer Custos comenzó a deslizarse para alcanzarle.
Gonzalo, quien yacía al lado de Ignacio, con ambas manos puestas en el cuello, le pidió precaución, pero su hermano no lo obedeció. Él siguió avanzando por el largo camino que los separaba.
Amina sonrió compungida, algo había pasado, pero no podía explicarlo, ni siquiera conocía la magnitud de aquel acontecimiento. Los minutos que Ignacio se tomó para llegar le parecieron eternos. Con una sonrisa en sus labios, el Custos extendió su mano; no avanzaría más, debido a que podía ser peligroso.
Ella lo entendió, así que estiró su mano con un quejido de dolor. Cuando las puntas de sus dedos se tocaron, el dolor de los caídos se desvaneció.
Ambos sonrieron.
—¡El Clan asesino! —confesó con miedo Rosa María.
Sus palabras atrajeron la atención de los que aún quedaban en la tribuna.
En el cielo, sobre Amina e Ignacio, una supernova tricolor había apareció.
El Sello de Mane había resurgió de las cenizas donde el Phoenix lo había sepultado.
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