La antesala del propio infierno
Los primeros rayos solares se introdujeron a través de la ventana del cuarto de Aidan. En su desnudo pecho descansaba la espalda de Amina. No podía creer que habían estado juntos y que la tenía entre sus brazos. Se afincó en uno de sus codos, quería que su amada viera su rostro en cuanto despertara.
Quitó alguno de los mechones castaños de su frente, descubriendo en su rostro algunos gestos de dolor.
Se preocupó, acomodándose para cerciorarse de que su mente no le estuviera jugando una mala pasada, cuando la chica, aún dormida, sujetó con fuerza su muñeca derecha, llevandósela hasta el pecho, se recogió en posición fetal, uniendo sus cejas, y contrayendo sus articulaciones ante la agonía.
Aidan puso su mano en la frente de la joven, el sudor que empezaba a brotar en ella era imperceptible, pero estaba allí, así como su temperatura corporal estaba cayendo. Aquello estaba mal, y él lo sabía.
—¡Amina! —le llamó—. ¡Mi pequeño sol! ¿Te sientes bien?
—¡Aléjate! —murmuró entre dientes.
Él no alcanzó a distinguir las palabras que la chica pronunció, por lo que, sentándose en la cama, buscó despertarla.
—¡Amina, por favor!
—¡Aléjate! ¡Vete! ¡Déjame en paz! —le dijo con voz clara, retorciéndose de dolor.
—¡Fuego de Ardere, quiero ayudarte!
—¡Qué te alejes te digo! —le gritó.
El joven no tuvo tiempo de reaccionar. Una ola expansiva salió del cuerpo de la joven, expeliéndolo de la cama. Su cuerpo fue a dar contra la pared que se encontraba detrás de él. Amina lo había expulsado del lecho, arrojándolo tres metros lejos de ella.
Sin dejar de retorcerse del dolor con lágrimas en los ojos la chica lo amenazó.
—¡No vuelvas a tocarme, nunca más!
Aturdido, con los rubios mechones de su cabello cayendo sobre su rostro, sin poder reaccionar y levantarse del suelo, Aidan buscaba comprender lo que había pasado. ¿Qué había hecho mal? ¿Cuál era el motivo por el que Amina lo quería lejos, y para siempre?
Un poco aturdido, Ignacio abrió los ojos. Con la poca fuerza que tenía se levantó, dirigiéndose hacia el baño de la habitación. No recordaba nada desde que le asignaron a esa habitación. También había perdido la noción del tiempo. Desconocía si su hermano había llegado, si Amina estaba bien.
Se metió de cabezas en el lavamanos. Necesitaba quitarse el sudor y la mugre que le recordaba su permanencia en La Mazmorra.
En cuanto cerró sus ojos, la imagen de José Arrieta vino a su mente. Estaba arrepentido de no haberlo denunciado con el sr. Jung cuando transgredió el juramento que todo soldado de Ignis Fatuus hace en el momento de su consagración: "Respetar la vida de sus reos, aun siendo culpables".
Él se encargaría de darle su lección. Pero no solo tenía en mente al hijo de Arrieta, a quien, probablemente su padre quería como heredero de Ackley, también buscaría a Teodoro y lo obligaría a devolverle el Donum de la Serenidad que por herencia le pertenecía a su hermano. Con ese don, por más que la Umbra Solar arrancara cada vestigio del Donum del Phoenix, ellos podrían conservar sus vidas y la cordura de sus mentes.
Miró hacia la ducha. Pensar en el agua fluyendo libremente, mientras limpiaba su inmundicia, se convirtió en más que una tentación.
Fue allí, debajo del agua donde encontró un poco de tranquilidad. Debía sosegarse, si pensaba continuar bajo las órdenes de su prima. Ahora todo dependía de lo que ella quisiera o estuviera dispuesta a hacer.
De cierta forma temía que la joven se hubiese vuelto un ser despiadado, no todos asumen el martirio con la paciencia de un santo, y de Amina solo percibió la antesala al infierno.
Se sacudió el cabello con una de las dos toallas que estaban dispuestas para él.
Una vez en la habitación comenzó a buscar en cada una de las gavetas y en el clóset algo de ropa que pudiera servirle. Desubicado, decidió volver por su inmunda vestimenta de reo, cuando vio a un lado de la cama un bolso deportivo que le resultó familiar. Lo tomó, subiéndolo de la cama para encontrar dentro una carta de sus padres y ropa con el aroma de su hogar.
Tuvo ganas de llorar, pero tragarse sus sentimientos terminarían por jugarle a favor, en caso de que su Primogénita necesitara al asesino.
Rápidamente se vistió, saliendo de la habitación.
Las voces de Dominick, Itzel y de otro hombre llegaban muy claras a él.
Sintió un poco de recelo, por lo que se detuvo, quizá no era conveniente continuar, sin embargo, la particular risa de Ibrahim llegó hasta él. Si Ibrahim estaba allí, significaba que Gonzalo también había llegado; si Ibrahim estaba riendo, podría suponer que su hermano no se encontraba en peligro de muerte.
—¿Y Gonzalo? —preguntó.
Todos se levantaron, observando al joven. Samuel tuvo la impresión que se encontraba frente a un hombre de cuarenta años, ¿cómo había envejecido tan rápido?
—Está bien —contestó el Dr. Montero, quien se acaba de presentar en la sala—. Me imagino que desea verlo, mi Custos.
Ignacio asintió, un tanto perturbado por el respeto que el doctor de su Clan le mostraba. Ya no tenía un Donum que exhibir, ni poder para protegerlos. Sin decir nada, Montero guió al chico al encuentro de su hermano.
Gonzalo se encontraba acostado en una camilla de hospital, con una mano sobre su fajado tórax. Con miedo, Ignacio le echó un rápido vistazo al Dr. Montero. El hombre entendió que el chico solicitaba su permiso para que se acercara así que accedió.
Temeroso, Ignacio se acercó a su hermano. Por primera vez desde que habían dejado La Mazmorra volvió a sentirse el hermano menor, y si en su habitación pudo contener las lágrimas, aquí fue casi imposible. Su sollozo era seco, al parecer estaba tan maldito que ni siquiera las saladas secreciones salieron a través de sus ojos.
El joven herido no despertó, ni cuando Ignacio acarició sus cabellos.
—Lo siento tanto, Gonzalo. ¡Te he fallado!
—No se sienta mal, Custos. El joven Gonzalo solo está descansando.
—¿Qué tiene? —preguntó con un hilo de voz, pasando suavemente sus manos por las vendas de su costado.
—Unas leves fisuras en las costillas. Nada que un poco de reposo no pueda ayudar a sanar.
Ignacio cayó de rodillas. Esta vez sus ojos si obedecieron y las lágrimas no tardaron en brotar de ellos.
Con las manos sujetando el brazo de su hermano mayor, y la frente apoyada en la cama, dio rienda suelta al llanto. Se sentía libre. Un enorme peso había sido arrancado de su corazón.
Sentada en la cama de Aidan, Amina miraba a través del ventanal que daba paso al pequeño balcón. Desde allí podía verse las olas romper en blanca espuma, todo bañado por un cálido sol matinal, intentando relajarse, mientra se acariciaba la muñeca derecha.
El dolor iba mermando a cada minuto. En ella surgía la necesidad de descubrir qué era lo que le estaba pasando.
Aidan entró con un plato lleno de pastelitos y jugo de naranja. Llegó hasta su escritorio y colocó allí la comida de la joven, llevándose las manos a los bolsillos traseros de su pantalón. Tendría que hacer un esfuerzo para que su voz sonara amable. Necesita preguntarle el motivo por el cual tuvo esa reacción, disculparse si la había lastimado de algún modo.
—¡Ya está la comida!
La chica se levantó sin decir nada, acercándose al plato que el joven le ofrecía. Aidan retrocedió, dándole su propio espacio, no quería volver a ser despreciado.
En silencio le vio comer. Ella no volteó ni una sola vez a mirarlo, y eso le causaba mucho más dolor que la forma en que lo sacó de la cama.
La necesidad de conocer el porqué iba aumentando en él, pero presionarla no era justo, lo menos que deseaba era que se alejara aún más.
—Debemos bajar —le dijo en cuanto la vio terminarse el jugo—. Dominick estará por buscarnos. Nunca ha estado en mi cuarto, así que dudo mucho que se haga presente aquí.
—¿Adónde crees que llegue?
—La sala estar o la playa —le respondió—. La playa es más significativa para él, así que probablemente sea allí.
—¿Vendrás?
—Tengo que ir porque debemos planificar lo que haremos en los próximos días, pero no pasaremos la noche allí. Mi Clan ha considerado prudente que ustedes se queden en la residencia hasta que puedan aparecer en Costa Azul, sin ningún peligro. Le pediré a mi papá para que sus padres puedan ir a visitarlos.
Apenas terminó de hablar, Amina corrió a abrazarlo. Sorprendido, y con una emoción creciendo en su pecho, Aidan respondió el abrazo de la joven. Cerró sus ojos, introduciendo su rostro en su cabellera. El amor que sentía por ella crecía cada minuto que pasaba.
—Es mejor que nos váyamos —murmuró Amina, separándose de él—. ¡Gracias!
—No hay de que, princesa. —Besó su frente.
Acto seguido abrió la puerta del cuarto, tomando el bolso de la joven. Con una sonrisa, y la esperanza de Aidan de una pronta reconciliación, caminaron hacia la playa.
Ella había vuelto a ser la Amina de siempre, con su sonrisa en los labios y la inocencia en sus ojos. Mas no solo eso fue lo que él percibió de ella, la joven no dejaba de tocarse la muñeca derecha. Quiso preguntarle pero temió un nuevo cambio de actitud. Si ella no tocaba el tema, él no lo haría, por lo menos no hasta que estuviera seguro de que podía hacerlo sin consecuencias.
Frente a ellos, el portal espejo de Dominick se abrió, apareciendo el chico ante ellos.
—¡Maia! —gritó el joven, mientras corría al encuentro de la chica.
Esta recibió su abrazo, pero no le respondió como en otras ocasiones. Eso también lo notó Aidan.
—¿Cómo están mis primos? —le saludó.
—Muy bien. Gonzalo aún no despierta, pero Ignacio se encuentra con él. ¿Saben? Creo que les pediré esperar un poco aquí. Por extraño que parezca, me gusta más la playa que la sabana.
—De seguro que ni siquiera has navegado el río Capanaparo.
—¡Ni quiero hacerlo! Imagínate que caiga al río y sea devorado por caimanes.
—Cocodrilos —le corrigió Aidan—, aunque puedes toparte con una anaconda, si corres con suerte.
—¿Suerte, mi pana? ¡Ja! ¿Desde cuando ver una anaconda es correr con suerte?
Aidan sonrió, dándole un par de palmadas al joven en la espalda, mientras entraban por el espejo.
***
Imágenes del Parque Nacional "Santos Luzardo" y del Caimán o Cocodrilo del Orinoco.
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