En busca de una Maldición

—Mi Clan te está muy agradecido por cada sacrificio que has hecho por nosotros.

—¿Cómo puedes agradecerle a una asesina? —respondió con una voz que no era de ella. 

Él estaba acabando con toda su fortaleza.

—Entre todos los Primogénitos, yo soy el que menos puede juzgarte, Primogénita. Has hecho por Ardere mucho más que la Fraternitatem Solem junta. Tu Clan siempre ha beneficiado al mío.

—Pero eso no me hace ser más de lo que soy. No limpia mi oscura naturaleza. —Se atrevió a bajar el rostro, y Aidan quiso correr a abrazarla, pero solo pudo dar un leve paso, imperceptible para la joven.

—Y seguirás viviendo por un tiempo más.

—Todo si no muero en manos de la Imperatrix.

—Ella no busca tu muerte, y lo sabes.

—Sé muy bien lo que quiere. Pero yo sigo estando incompleta, así que existe un amplio margen de error. Puedo fallar y morir antes de que se haga con mis maltrechos Munera.

—No estarás sola. Todos queremos lo mismo. —Amina lo miró incisivamente, así que él se sonrojó con ligereza—. ¡No, no! No me refiero a tus dones... ¡Munera! —Se corrigió.

Amina sonrió.

—Sé que hablas de la Imperatrix... De acabar con ella.

—Sí, pero esta vez, no serás tú quien la derrote.

—¿Ah no? Si no soy yo, entonces, ¿quién?

—Yo —confesó, acercándose.

—No creo que seas tan fuerte como para acabar con ella —le respondió, sonriendo.

—¿Y por qué lo dudas? —La cuestionó estando más cerca de ella.

Amina subió su mirada, encontrándose con sus verdes pupilas, destellantes de vida, de la vida que ella pronto no tendría.

—Sigo siendo la más fuerte de todos.

—Maia Santamaría —murmuró Aidan—, vengo a ofrecerle un trato, señorita.

—¿También harás un trato?

—Entonces, no lo llamemos así. —Se llevó el dedo al mentón, golpeándolo un par de veces, entretanto buscaba una idea en su mente—. ¡Hagamos una apuesta! —propuso resuelto.

—¿Una apuesta? —titubeó—. ¿Qué apostaremos?

—La muerte de la Imperatrix. Si tú la matas, yo haré lo que tú quieras, pero si la mato yo...

—¿Qué quieres que haga?

—Luego lo sabrás.

—Sabes que si salgo con vida no estaré mucho tiempo así. Además, no puedo salir de mi celda.

—¡No te preocupes por eso! Mi petición no te traerá más problemas. —Le tendió la mano.

Ella la aferró, sintiendo su cálida piel unirse a la suya. Su mano acobijó la de ella, haciéndola sentir indefensa. Con una mirada temerosa, buscó las verdes pupilas del ángel de Ardere.

Aidan la esperaba con una dulce sonrisa.

—Está convenido, mi Primogénita —le recordó, soltando su mano, para marcharse.

El corazón de Amina se estremeció con violencia en su pecho. Sintió como los pabellones de sus orejas se encendían ante aquellas palabras. Sorprendida por unos sentimientos que creía controlar, no tuvo tiempo de reaccionar como quería.

—¿Y si ninguno la mata? —dijo casi en grito, cuando sintió que él tomaba el pomo de la puerta.

Aidan se giró, quedando una vez más uno frente al otro.

—Entonces, tendremos que decidir si cumplimos mutuamente nuestros deseos o, simplemente, lo dejamos pasar.

El joven Ardere le sonrió con ternura, y ella le respondió.

Aidan salió de la habitación, justo cuando ella se desplomó, llevándose las manos al pecho, mientras lloraba de la emoción. No era sola como quería pasar sus últimos días, pero tampoco podía someterlo a pasar por un nuevo trago amargo. Eso sería muy egoísta de su parte.

Mientras que, del otro lado de la puerta, Aidan también caiga agobiado por sus sentimientos. ¿Cuánto más podía tratarla como una amiga? ¿Cuánto más callaría toda la verdad?

Necesitaba despedirse de otra manera, confesarle al menos que podía recordarla, que no había muerto, ni enloquecido, y que no existía mayor locura que estar lejos de ella.

Estaba resuelto a no dejarla ir, sin hacerle saber que la seguía amando. 

Eso traería un poco de paz para su corazón, aunque no evitaría que se le hiciera añicos y fuera tras ella.  

Sumergido en su portátil, Ignacio buscaba incansablemente algún indicio que explicara los cambios de energía en los Munera de Amina. 

Necesitaba encontrar una señal que le diera esperanzas para desarrollar cualquier estrategia que le permitiera a su prima controlar su poder.

Junto a él, Eun In, Gonzalo, Monasterio y Montero indagaban en los pendrives dejados por Jung y en los libros antiguos que descansaban en la biblioteca de los Santamaría.

No tenían mucho tiempo para comprender lo que le estaba ocurriendo a la joven Primogénita, así que no podían darse el lujo de esperar.

Eun In miraba cada media hora el reloj. La medianoche había pasado, agitándolos aún más.

Cada línea que repasaban, era una información vacía, ya conocida y no existía novedad en ella.

—¡Es imposible que lo de Amina sea un caso excepcional! —se quejó Ignacio al darse cuenta de que el reloj anunciaba las cinco de la mañana. Pronto amanecería.

—Deberíamos descansar un poco. A las once debemos estar en la Coetum para comenzar a planificar las estratagemas que aplicaremos para contener a la Imperatrix —recordó Monasterio.

—¿De qué nos sirve presentarnos en la Coetum si la única persona que la puede detener, se puede volver mierda en pleno combate? —La pregunta hecha por Ignacio iba cargada de mucho sarcasmo.

—Hasta ahora es lo más seguro —le recordó Eun In—. No podemos pasar otro día así. Si nos presentamos agotados ante Natalia, sucumbiremos.

—El punto es que, conociendo tan bien a nuestra primita, si no llegamos a la Coetum con alguna idea bien desarrollada, ella correrá como una gacela hacia los brazos de la muerte —confesó Gonzalo, sin bajar el libro que estaba hojeando—. Le vamos a servir la oportunidad en bandeja de plata, y creo que esa no es la idea. —Miró de reojo a todos.

—La marca de Amina habla de una maldición —informó Montero—. Una maldición tan fuerte que ni siquiera el Oráculo de Ardere puede revertir.

—Y nadie lo hará, al menos que conozcamos el origen de la misma. La marca seguirá allí, en el cuerpo de Amina hasta acabar con ella. No pienso poner un pie en Los Médanos si Amina no puede controlar sus poderes —resolvió Ignacio.

—¿No crees que estás siendo muy extremista? —le reclamó Eun In—. Además, todavía podemos esperar por papá. Quizás despierte y nos diga qué podemos hacer.

—¿Y si despierta cuando ya sea tarde? —le respondió Ignacio.

—De todas maneras, estamos juntos, hermano. Nada podrá pasar si la contenemos.

—¿Con qué Donum piensas detenerla?

Gonzalo cerró sus ojos, centrando todo su poder en el tímido Sello de su frente. Con ligereza, el Phoenix se hizo visible ante todos.

Ignacio se puso en pie, lleno de temor y respeto. Extendió su mano pero se contuvo de tocar la frente de su hermano. Si Gonzalo tenía el ave Fénix, significaba que el único Donum que quedaba encerrado dentro de la Umbra Solar era el de Amina, y que solo era cuestión de tiempo para recuperarlo.

—Tenemos esperanzas —le dijo Gonzalo.

—Pero no tiempo. —La lúgubre voz de Montero los hizo salir del asombro—. No sabemos cuánto le llevará a nuestra Primogénita recuperar el suyo. Puede ser cuestión de horas, días o meses.

—Quizás años —murmuró Monasterio, siendo visto por todos—. Lo siento, pero Montero tiene razón. No podemos olvidar que nuestra Primogénita se jugó todo su Donum para que el Segundo Custos no muriera. El proceso con ella será muy diferente al de ustedes.

—¿Y si suplicamos a la Coetum? —La propuesta de Eun In pareció darle esperanzas a los Santamaría—. Todos quieren acabar con Natalia, así que esa sería una maravillosa oportunidad para que Amina recupere su Donum y darle el golpe mortal a Natalia.

—Recuerda que aún le falta un Sello si quiere hacerle algún daño mortal—insistió Monasterio.

—Sin embargo, la propuesta de Eun In podría ser de mucha ayuda. —Ignacio los hizo volver al tema.

—La Coetum no hará eso —le cortó Montero—. Amina es rea de muerte, y algunos Primogénitos verán esa opción como una posible ventaja para que la Primogénita escape.

—¡Amina no hará eso! —aseguró Ignacio.

—Solo nosotros lo sabemos. Lamentablemente, en estos momentos no somos confiables para nadie —le recordó Montero.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos quedamos de brazos cruzados a esperar? —La voz de Gonzalo se quebró. Era la primera vez que no se mostraba optimista y de buen humor.

—Debemos continuar buscando... Aunque yo mismo piense que es una locura —repuso Monasterio.

—¿Por qué no buscamos maldiciones...? —Eun In no terminó de hacer la sugerencia, pues Gonzalo corrió a interrumpirla.

—Ya las he revisado todas. Ni siquiera sabemos quién la lanzó.

Ignacio cerró la portátil, poniéndose de pie. Todos lo miraron, pero nadie dijo nada.

El joven se dirigió a la cocina, abrió la nevera y se sirvió un vaso de agua que se obligó a beber. No tenía sed, solo necesitaba hacer algo que lo sacara de aquella situación. 

Los primeros rayos de sol comenzaron a introducirse por uno de los ventanales de la cocina, entonces se alarmó. Se encontraba fatigado, su cuerpo no daba más. Las emociones habían caído sobre él con mucha fuerza, haciéndole desear las torturas de Arrieta.

Se reclinó del fregadero, cerrando los ojos.

«La codicia será su destrucción

La envidia es causa de su ceguera

Y se les arrebatará el Don...

Quien osó destruir los Clanes

La maldición extendió...».

Recordar aquellas palabras solo hizo que el corazón de Ignacio latiera con vehemencia, experimentando por primera vez una sensación de vértigo.

—¡Maldita Evangeline! —exclamó, corriendo hacia la sala.

Le arrancó el libro a Gonzalo de las manos, mientras todos alarmados no terminaban de reaccionar.

—¿Qué te pasa? —le reclamó el mayor de los Santamaría.

—¡Fue Evangeline! La muy maldita, ni muerta deja de echar vaina.

Eun In parpadeó. Ignacio debía de estar muy molesto para expresarse de aquella manera.

—¿Qué quieres decir? —intervino Montero.

—No íbamos a encontrar la Maldición en ningún lado, porque hasta en eso fue astuta —confesó, sin dejar de buscar en el libro—. La razón del porqué el Oráculo de Ardere no puede destruir la maldición es porque una Primogénita tan poderosa como Evangeline fue quién la lanzó.

—¿Te has vuelto lo...? —Se quiso burlar Gonzalo.

Apenas abrió la boca, Ignacio, quien había dado con la página, le pegó el libro el pecho.

—¡Lee! —le ordenó.

A regañadientes, Gonzalo tomó el libro, sin dejar de observar a su hermano que de brazos cruzados caminaba de un lado a otro.

—«La codicia será su destrucción. 

La envidia es causa de su ceguera, 

y se les arrebatará el Don. 

Y tú, 

maldita serpiente que caminas en mi Ardere,

 estarás condena a obtener lo que tanto deseas,

ésa y no otra será tu recompensa. 

La maldición extendió,

 su corazón podrido,

 tan inmisericorde

 separó lo que el Sol había unido en su nombre...» —Se detuvo a ver a Ignacio.

—¡No te pares! —exigió su hermano menor.

—Esto habla de la maldición de Griselle. Evangeline la condenó a vivir hasta nuestros días.

—¡Gonzalo! —En su llamado, Ignacio le estaba manifestado a su hermano que no tenía mucha paciencia.

—Bien, bien-. —Se quejó, volviendo al libro— «...Los Clanes se dispersarán, 

los Dones desaparecerán, 

reinando está, maldad, 

mientras tu alma se consume,

 se ciega,

 se corrompe. 

¡Oh luz, cual Fénix renaces,

 unirás en tu oscuridad los cinco Clanes!

 ¿Pagarás nuevamente con tu vida,

 la densa envidia de tus semejantes?

 Tibia, suave, ingenua,

 como llama que fenece eterna». —Cerró el libro viendo a su hermano—. Ya todo esto se ha cumplido, justo cuando Ackley y Evengeline murieron.

—¡No, no! —gritó airado Ignacio—. ¡Eso no se cumplió con la muerte de ellos! ¡Se está cumpliendo ahora! ¡¿No lo ven?!

Sus palabras hicieron que todos se pusieran de pie.

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