El pasado que se niega a morir

Sentados en la sala de espera, Ignacio y Maia yacían uno frente a la otra sin cruzar palabra.

Los padres del chico se encontraban en el cubículo del dr. Montero acompañando a Gonzalo en su examen médico, mientras que Israel y Leti aprovecharon la visita al hospital para presentar sus respetos a los trabajadores del lugar.

—A veces pienso que mi tío terminará lanzándose a candidato o algo de eso.

La chica sonrió.

Los minutos se hacían largos, lo suficiente como para desesperar a Ignacio, quien se levantó a caminar justo cuando Gonzalo y sus padres salían del despacho con una enorme sonrisa.

Los huesos de su hermano estaban soldándose con una rapidez casi asombrosa, hasta comenzaban a preguntarse si no sería por efecto de la Umbra Solar.

Después de apreciar las conjeturas médicas, Maia entró para ser atendida.

Ismael le sonrió a Ignacio. El joven sería el último en entrar, debido a que no había presentado ningún malestar físico luego del rescate.

Ignacio comenzó a mover sus manos, por lo que Gonzalo esperó a que sus padres fueran por algunas bebidas en la cafetería para conversar con su hermano.

—¿Estás así porque te sientes mal o porque presientes que algo va a pasar?

—La vida se nos hizo una galleta de soda desde que entramos a La Mazmorra.

—Sé que ya habías pasado por ese tipo de tortura. —Ignacio se detuvo a ver a su hermano—. Y, lo que más me duele, es que fue por mi culpa.

—No ibas a soportar.

—No tienes motivos para defenderme.

—Eres mi hermano y ese es un motivo muy fuerte.

—Tu hermano mayor.

—Me sabe a mierda el orden. La familia es lo primero y lo sabes.

—Te juzgué mal, Ignacio. Siempre pensé que para ti, primero estaba nuestro Clan y de último la familia.

—Eso nunca fue así. Pero, te entiendo, considerando que la familia jamás había estado en riesgo.

—Lo estuvo conmigo, y no lo vi.

—El Umbra Mortis fue muy inteligente, Zalo. No debes culparte.

—Tú no habrías cometido semejante error.

—No, pero no lo habría cometido porque no soy gay. Si el Umbra Mortis fuera mujer... Ya sabrías dónde estaría.

Gonzalo sonrió, sin dejar de mirarlo. Aquel había sido un punto a su favor.

—Y ahora estás así por Amina.

—Eso ni se pregunta.

—Yo también estoy preocupado por su cambio de actitud, pero lo que más me está angustiando es qué tan lejos te puede llevar.

—Sabes que por ella puedo ir hasta la misma muerte, aunque eso implique no volver.

—¿Aún la quieres?

—Siempre la he querido, aunque el amor cambie dentro de nosotros.

La puerta del consultorio se abrió. Ignacio vio salir a su prima con una sonrisa que extrañaba, mientras se frotaba las muñecas. El dr. Montero le sonrió al Custos; era su momento.

Una vez que la puerta se cerró detrás de él, Ignacio se sentó en la silla del escritorio.

—Le seré claro. No tengo ningún tipo de malestar.

—Lo sé. Mas no te pedí que vinieras, ni te dejé de último solo por gusto.

—¿Eso qué quiere decir?

—Tu hermano está mejorando casi milagrosamente. Demasiado "milagroso" para no tener el Sello de Ignis Fatuus, ni el Donum de Serenidad, con el que habría sobrevivido a la Umbra Solar sin la ayuda de nuestra Primogénita.

—Puedo asegurarle que Gonzalo no ha hecho más que rodar en esa silla.

—También lo sé. Pero no es de Gonzalo de quién te quiero hablar, sino de Amina. Porque, es muy probable que, la causa de su recuperación también sea una demostración del poder de nuestra Primogénita.

—Amina se ha quedado sin sus poderes, ¡es imposible que pueda ayudarlo!

—¿Qué ha pasado con sus muñecas? Ella me comentó que aún dolían.

—Y es cierto. De hecho, se atrevió a atacar al Primogénito de Ardere.

—¿Hiciste lo que te pedí?

—Sí.

—¿Y qué ocurrió?

—Se detuvo. El dolor y el ataque se detuvieron.

El dr. Montero hizo un breve silencio, necesitaba analizar la situación. Minutos antes la joven le había confesado que la cercanía de su primo era un aliciente para su malestar, e Ignacio se lo acababa de confirmar.

—Ignacio, de los tres, tú eres el único que mantiene los vestigios de nuestro Sello en la frente. Los guardianes de la Primogénita tienen como misión protegerla, y por algún motivo desconocido, el Solem volvió a escogerte a ti. Desconozco los motivos por el cual Amina atacó al Primogénito de Ardere, pero estoy casi seguro, de hecho pondría mi profesión y mi Sello como garantía de que, el malestar de nuestra Amina es interno.

—¿Qué quiere decir?

—Hay una fuerza que está luchando dentro de ella por tomar el control. Probablemente siempre ha sido así, pero esto no había ocurrido debido a que el Sello del Phoenix servía como un neutralizador. Ahora que no está, su poder se ha desvanecido, o como me cuentas, está fuera de control, ya que no hay carencia de ellos, sino una falta de dominio, y por los momentos, solo tú puedes darle la armonía que ella necesita.

—Entonces, solo debo permanecer a su lado.

—A veces tendrás que hacer más —le dijo, mientras el chico lo miraba inquieto—. Si mi teoría es cierta, Amina puede volver a gozar del poder del Phoenix sin necesidad de que la Umbra se lo devuelva.

—¿Cómo?

—Con un beso.

Ignacio palideció. La había besado cuando fueron al pasado, se vio obligado para no dejarla ir sola, pero desde ese momento nada más había ocurrido entre ellos, ni siquiera lo habían conversado.

Ahora resultaba que él podía devolverle su poder solo con un beso, tal cual como Ackley se lo había arrebatado para salvarla.

Eugenia bajó a las seis a la playa, con sus shores blancos y su franela de rayas horizontales. Aidan le esperaba con una hermosa sonrisa. Sus verdes púpilas destellaron en cuanto divisó a la chica, señalándole la manta y los enseres con comida que había preparado para ella.

—¡Esto es hermosísimo, Aidan! —confesó acercándose al joven.

—Siento que la vida se me irá demasiado rápido, por lo que tengo que expresar todo lo que siento por ti.

—¿Acaso has tenido una revelación? —preguntó nerviosa, mientras se refugiaba en los brazos del joven aspirando su delicioso aroma a calone.

—No. Las pesadillas se han detenido, lo cual es un alivio. Eugenia... —La miró—. No sé que me repare el futuro... Con todo lo que ha pasado con Ignis Fatuus y su gente, sin contar que presiento que los non desiderabilias no se quedarán tranquilos por mucho tiempo, es muy complicado calcular cuanto tiempo nos queda.

—Siempre te voy a proteger. Soy tu Oráculo, no lo olvides.

—Lo sé, bella. —Besó su frente—. Sin embargo, una vez te perdí, cuando te fuiste de Costa Azul. Dejé que te marcharás sin decirte palabra. Temía que me rechazarás. Estaba seguro de que lo harías.

—Era una niña, Aidan. Como ahora lo sientes, tenía miedo a lo que vendría. Mi vida estaba ligada a la Primogénita, sin saber que el Solem te había escogido a ti. ¡Habría sido tan feliz!

—¿Me hubieses aceptado?

—Te hubiese amado tanto o más de lo que lo estoy haciendo en estos momentos —le aseguró la chica.

Aidan la miró a sus oscuros ojos, acariciando su nariz con la suya para luego tomar sus delicados labios entre los de él. Besarla lo transportó a las estrellas. Se sentía el hombre más dichoso del mundo. Sus labios se fueron acoplando, exigiendo una entrega mayor del beso. Aidan llevó sus manos a su cintura, atrayéndola hacia él, jamás se había sentido tan sediento y necesitado de sus besos.

«Los sentimientos que mi corazón sigue albergando por ti...».

Tuvo que separarse bruscamente de Eugenia. La joven quedó consternada. Mientras lo observaba, descubrió que la mirada de Aidan se encontraba perdida. Era como si hubiese sido arrancado de la playa.

—¿Te encuentras bien?

Sin coordinar sus movimientos, el joven negó para luego afirmar que se encontraba en perfecto estado.

Eugenia lo miró angustiada, entonces él le sonrió con la misma dulzura que siempre lo hacía, y el corazón de la chica se calmó.

—Solo me fui. Creo que estoy ¡tan feliz! —gritó, abriendo los brazos al viento. No sabes, mi bella, lo agradecido que estoy porque te hayas fijado en mí.

—¡Como no amarte, Aidan, si eres un ángel! —le respondió, depositando un casto besó en la frente del chico.

Eugenia rio. Ella también se encontraba feliz. Se sentaron en la manta a degustar los panes que Aidan había preparado, deseosos de compartir la nutella. Mientras comían, Aidan se dio cuenta de que había olvidado las fresas con las que disfrutarían la crema de avellanas.

—¡Déjalo así! —le aseguró la chica.

—¡Nop! Desde que volvimos de Apure estuve planificando esta cita, y todo tiene que ser perfecto.

—Y perfecto es dejarme sola.

—Solo será por unos segundos, mi bella. Déjame hacerlo bien esta vez.

Ella no pudo negarse a esos encantadores ojos verdes que le suplicaban por marcharse. Asintiendo, el joven le dejó un beso en sus labios y salió corriendo en dirección a su hogar.

Eugenia recogió sus piernas, abrazándolas para distraerse con la suave marea que la naturaleza le regalaba. Sentía miedo de que Amina no cumpliera su palabra, aunque estaba segura de que Aidan jamás se enamoraría de una chica cuya actitud fuera la de un alma rebelde.

Él era más de querer tranquilidad, la armonía era una condición que deseaba con extrema locura, y la Primogénita de Ignis Fatuus no podía dársela.

Un peculiar repique la sacó de sus pensamientos. Buscando con calma en la manta, dando con el celular del chico, el cual estaba escondido en una de las esquinas. Le quitó la arena que se colado hacía la pantalla.

En la misma informaba sobre un mensaje de Ibrahim, un simple saludó de los que solía dejarle, lo que la hizo sonreír. Pero aquel mensaje fue un recordatorio de las palabras del Sidus: «Un mensaje que el abuelo Rafael le dejó antes de morir. Te aconsejó que lo borres».

Ibrahim había sido muy enfático en su recomendación, así que no podía ignorar lo que le había confesado, aun cuando no dejaba de sentirse mal por lo que tendría que hacer: le estaría quitando uno de los últimos recuerdos de Rafael a Aidan.

Era normal que el chico no pensara en ese mensaje, al estar vinculado con la joven Maia, su memoria lo había olvidado.

Aprovechando los últimos minutos que le quedaban, buscó el mensaje en el archivo y lo halló.

¡Hey, Aodh! Dios te bendiga. No quise decirte nada porque pensaba darte una sorpresa, y no sabía cómo terminaría todo. Quizá me estoy metiendo en un asunto que no es mío, pero sé que podrás perdonar a este viejo que te quiere y que desea que seas verdaderamente feliz. Hasta hace unos segundos estuve hablando con Maia... Sé que ella al final luchará por ustedes...

Eugenia no pudo escuchar más. Aquello no era más la aceptación de parte de Ardere de una relación que estaba prohibida.

Con el corazón confundido, entre la nostalgia por aquel anciano al que ella había conocido y tratado como un abuelo, y el miedo ante la confesión de amor de la Primogénita de Ignis Fatuus, aceptó eliminar el mensaje.

Una lágrima se deslizó por su mejilla, sabía que Aidan jamás se lo perdonaría, pero confiaba en que nunca despertaría del estado de felicidad en el que se encontraba.

—¡Ya estoy aquí! —se anunció el joven, con sus ligeros hoyuelos a flor de piel. Traía en sus manos una taza con las fresas.

—¡Hey! Ibra te escribió —le dijo, moviendo el celular del chico.

—¡Ah sí! Siempre me escribe a esta hora para ver si el aburrimiento me mató o sigo vivo. —Se sentó a su lado, dejando la taza sobre el mantel. La miró, percatándose de la lágrima detenida en la mejilla. Se acercó para limpiarla—. ¿Ocurre algo, bella?

—No —contestó apenada, aceptando la caricia que Aidan le ofrecía—, solo que también soy feliz.

—Te amo, Eugenia Santos. ¡Cómo nunca he amado a nadie!

Ella sonrió compungida, entretanto él la refugiaba en sus brazos. ¡Cómo quería que las palabras que Aidan le decía fueran ciertas! Quizás lo eran, pero así, en esa condición, nunca lo sabría.

El sol iba cayendo en el horizonte, y el cielo se iba teñiendo de estrellas. La fresca brisa marina comenzaba a hacer estragos en la cabellera suelta de Eugenia, mientras las historias de una infancia compartida iban sucediendo una a una, dejando tras de sí las preocupaciones que causa la tristeza...

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