El hijo del mal

Las luces de la casa Aigner se habían apagado una hora antes, sin embargo, la habitación de Aidan seguía iluminada. El reloj de su alcoba marcaba las doce de la noche; en unas cinco horas tendría que prepararse para ir al colegio, mas no podía dormir.

Caminando de un lado a otro, con el celular en la mano, anhelaba desesperadamente la llegada de algún mensaje que le confirmara que ya Amina se encontraba con su familia. 

Esa noche quiso interrogar a su padre, pero este había llegado tan cansado que su madre corrió a recibirlo, sin dejarlo ni un segundo a solas, y aunque se encontraba desesperado, jamás cometería el error de preguntar sobre la Primogénita de Ignis Fatuus frente a su madre, mucho menos cuando la escucho decir: —«Hasta cuando esa chica ocupará el tiempo y la vida de nuestro Clan».

No. Él no sería el causante de una nueva tormenta familiar. Prefería tragarse sus preocupaciones, aunque muriera de la angustia. El apetito se le había quitado, el sueño huyó de su cuerpo. No se encontraba bien, y sabía que tarde o temprano dejaría de fingir.

¡Y para colmo de males! Tendría que asistir al liceo como si todo en su vida estuviera normal.

Andrés se detuvo frente a la habitación de Aidan. 

Por debajo de la puerta pudo ver la débil sombra del joven pasar de un lado a otro. Colocó su puño frente a la puerta, decidido a tocar, pero, ¿qué le diría? Solo malas noticias tenía para él. Ni siquiera podía hacerle partícipe de la iniciativa de Alexander pues este todavía no le confirmaba su plan, no podía llenar a su hijo de falsas esperanzas. Él no se lo merecía.

Apoyó su mano en la puerta, suspirando con dolor. ¡Qué manera tan cruel de crecer! La vida se había ensañado con su pequeño Aidan.

—¡Descansa hijo mío! ¡Dios te bendiga! —susurró. Era el deseo más profundo de su corazón.

Todo era un caos en el mundo de Amina. Todavía no tenía noticias de su padre, al parecer habían sido olvidados por el mundo o eso era lo que los guardias de Arrieta les hicieron creer. Sus ojos comenzaban a cansarse, hinchados de tanto llorar.

Su ropa olía a comida descompuesta. Nunca en su vida había vomitado como lo hizo aquella tarde, ni siquiera tuvo tiempo de alcanzar el retrete, se había perdido en su propia habitación. Aun así agradecía el momento de soledad, por los menos sus primos no estaban allí para contemplar como se derrumbaba.

Estaba siendo injusta con ellos. Sus queridos guardianes eran inocentes, y estaban pagando por sus pecados, pero oculto en su corazón, agradecía su presencia: sin ellos su historia sería tristemente distinta.

El calor seguía siendo igual de insoportable, al olor de la comida descompuesta se le sumaba el de su propio sudor. Llevaban algo más de veinticuatro horas en aquella condición, sin siquiera poder asearse. 

Se sentía desesperada. Lo único que agradecía era que unas horas después de que el vómito se secó en su ropa, fue trasladada a una sala de cura, en donde le atendieron las heridas infligidas por la tortura y la caída, mientras que era hidratada con suero. 

Y eso fue todo lo que su cuerpo recibiría aquel día.

Ignacio había retomado su antigua costumbre de dormir con un ojo abierto, no podía bajar la guardia. Su hermano y su prima habían estado agradecidos con la asistencia médica que les habían brindado, sin embargo, él esperaba el cobro de aquel favor.

Sabía que el motivo por el cual fueron atendidos. Les harían compadecer frente a la Coetum. Arrieta no daba ni una sola puntada sin dedal. Por ello, no se sorprendió de que las alarmas no los despertaran, y que recibieran un desayuno modesto de consomé de pollo, tostadas de queso Paisa y jamón de pavo, jugo de durazno y una barra de cereal.

Aun con sus reservas, devoró cuanto había en el plato, no tenía ni idea de cuándo volvería a comer. 

Y el calor seguía siendo insoportable.

Después de un par de horas que los tomó para descansar y acariciar su vendada rodilla, la puerta de su habitación se abrió, apareciendo a través de ella los mismos sujetos del día anterior.

Sin resistirse, y cojeando, fue conducido al cuarto de los castigos. No podía ver a los otros, su rostro encapuchado le quitaba por completo la visión, pero su Sello le indicaba que estaban allí.

Jamás había tenido tanta consciencia de su Sello como lo estaba teniendo durante estos días. A pesar de la dificultad y del negro panorama, se sentía fortalecido por la presencia de sus personas más queridas. Por ellos podía enfrentar cualquier prueba, cruzar el infierno entero, presentarle pelea al más terrible de los demonios.

La capucha le fue quitada. Frente a él se encontraba su hermano y su prima. Los tres estaban posicionados en un perfecto triángulo. 

Gonzalo y él se sonrieron, mientras esperaban por la aparición de Arrieta, pero este no se presentó. Este tuvo bien mandar a su hijo José Gabriel.

El joven tenía el mismo aspecto físico desagradable de su padre, con la diferencia de que la vejez todavía no marcaba su piel. 

Ignacio lo conocía muy bien. Durante su intensivo entrenamiento dentro de Ignis Fatuus tuvo que compartir muchas faenas con el adulto joven. 

José Gabriel no contaba con más de veinticinco años pero su perversidad honraba al apellido Arrieta. Muchas eran las historias que Ignacio había escuchado sobre él, este amaba de torturar con crueldad y saña a sus reos.

El joven Custos fue testigo de un hecho dantesco en uno de los operativos de búsqueda del Umbra Mortis.

Ese día capturaron a una joven neófita de los non desiderabilias. La chica no tendría más de catorce años. Ignacio lo supo con solo mirarla a los ojos, en ellos se podía leer el miedo al ser descubierta. 

En un primer momento, el joven guardián se atrevió a pensar que la niña era realmente estúpida, nadie en su sano juicio se entregaría al Harusdragum para luego andar vagando libremente por las calles de Maracaibo... Pero había algo más.

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