Cólera
Inconscientes del camino que estaban siguiendo, terminaron en una cueva de techo tan bajo que tuvieron que entrar casi de rodillas a ella.
Ignacio se encontraba un poco perdido, se suponía que el pasillo del Silencio les llevaba al Cuarto de los Pechos, llamado así porque las formaciones rocosas tenían similitud con las mamas femeninas. Sonriendo con ironía se dio cuenta de que Urimare nunca había pretendido una visita guiada para ellos. Lo mismo daba si llevaban un mapa o iban con un guía, ella era capaz de perderlos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Saskia.
Nadie tuvo que responder, la asfixia y la ira se echaron contra ellos. Aidan miró el bajo techo, teniendo la sensación de que moriría aplastado por el desespero. Dominick se había abrazado a una estalagmita sonde claramente estaba dibujada el Sello de Aurum.
¿Qué es lo que puede crecer en un corazón rechazado y humillado, que solo ha buscado cariño y ha sido desechado? Cólera, tan simple como esas seis letras, seis letras que se ocultaban detrás del abnegado corazón de Dominick.
En ese instante, Amina se lleno de pavor, al reconocer que era el momento de enfrentar los sentimientos más oscuros de su mejor amigo, esos que mantenía sometidos bajo el amor y la protección de su abuela, emociones que ella había despertado tras su rechazo.
El deseo más sombrío de Dominick se reveló ante su mente, su miedo más profundo.
Era un hogar modesto de una urbanización prefabricada, ese era el sitio que Octavio había escogido para vivir con su suegra. Desde que se había ido de casa, Dominick no había vuelto a ver a su abuela, de eso hacia semanas. Su Clan estaba moviendo cielo y tierra para localizar a Marcela.
Sin perder un instante, Dominick fue al encuentro de quien se había convertido en su madre, de la persona con la que compartía su más grande secreto: ser el Primogénito. Marcela le había temido, pero más pudo el amor que el miedo a su don; ella se había convertido en su centro, el corazón dentro de su propio corazón.
La primera impresión que Dominick tuvo al entrar a su casa, fue que su padre se había mortificado por encontrar un lugar digno para vivir, aunque él podía ofrecerle mucho más que Octavio. Llamó desesperado, ansioso porque se diera el encuentro, pero no recibió respuesta. Dos opciones cruzaron su mente: o no había nadie en casa o Marcela se encontraba enferma.
Angustiado revisó cada rincón de la casa. Derrumbó cada puerta, la de las habitaciones y los baños, hasta que pudo dar con su abuela. Su alcoba era un lugar lúgubre, las luces a medias iluminaban pobremente el rostro de la demacrada anciana. La sábana cubría hasta su pecho, y las manos reposaban, agarrotadas del dolor, sobre la colcha. Su canoso cabello estaba humedecido, la arrugada frente mostraba agitación. Marcela estaba sufriendo. Tosió, llevándose el cobertor a la boca.
Temeroso de enfrentarse de nuevo a la muerte, con sigilo Dominick se fue acercando a la cama, descubriendo con terror una traza de sangre sobre el lienzo que la arropaba. Detrás de él, apareció Octavio, abriendo precipitadamente la puerta, el joven ni siquiera alcanzó a tocar el cabello de la anciana.
Se volteó para enfrentarlo, sus ojos llorosos se llenaron de rabia. ¿Cómo había sido capaz de ocultar la enfermedad de Marcela? ¿Por qué no le informó sobre su situación?
—¿Qué haces aquí?
Sin aviso, lleno de una furia contenida por años de atropellos desde la muerte de su madre, Dominick corrió al encuentro de su padre, tomándolo por el cuello, mientras gritaba lleno de frustración. La espalda de Octavio fue a dar contra la pared más cercana, metió sus puños para contener la arremetida de su hijo.
Por primera vez en su vida, Dominick se había olvidado de la jerarquía familiar. Le perdonaba cualquier cosa a su padre, menos el que lo sometiera de nuevo a un sacrificio de muerte, como hizo con Helena, como estaba haciendo con Marcela.
Los golpes se sucedieron una a otro, perdiendo el equilibrio, Dominick trastabilló apoyándose de las paredes para no caer, mientras su padre lo atacaba. Recordando que la rabia no era una buena consejera, el Primogénito de Aurum se irguió, lanzando un par de puñetazos que asestó en el rostro de su padre.
Ya no era un niño y Octavio lo estaba descubriendo.
Desde la cama, una afligida Marcela gritaba ahogada que se detuviera, pero los resentimientos acumulados entre el padre y el hijo eran tepuyes tan macizos como el Kukenam, imposibles de derribar con una sola palabra de amor. Ninguno estaba dispuesto a perdonar, y eran lo suficientemente orgullosos para pedir perdón.
La sangre brotaba de sus labios rotos, del tabique fracturado, de la ceja partida, aun así no se detuvieron.
En un último esfuerzo para detener la tragedia familiar, Marcela se levantó de la cama, tumbando la lámpara de su mesa, el ruido hizo que Dominick embistiera contra su padre, dejándolo agotado en el suelo, le saltó por encima para socorrer a su abuela, pero había llegado tarde.
Los gritos de dolor le rompieron el alma a Maia. Su amigo deseaba morirse con su abuela, ni siquiera en sus últimos momentos pudo estar allí para ella, Octavio le había robado toda su felicidad.
Ahogada en su sangre, la joven buscó con desesperó una bocanada de aire. Marcela no estaba enferma, ni Dominick había perdido el contacto con ella, ni sentía tanto rencor como para golpear a su padre, pero si no subsanaba su estado, él podría cometer cualquier atrocidad: así de herido se encontraba el Primogénito de Aurum.
Perder a su abuela equivalía a perderse. Era lo que a ella le había quedado grabado en su corazón.
—No lo mates, por favor —susurró, intentando ponerse de pie una vez más.
La princesa guerrera se acercó, saboreando el horror que se dibujaba en el rostro de la joven.
—Jamás llegarás a la plenitud de tus poderes si no eres capaz de matar las pasiones que nacen en tu alma.
—No es una pasión, es un dolor que te lleva a matar.
—Empiezas a comprender la razón del porqué mis antepasados te escogieron a ti, y no a ellos — le aseguró. Perdida en su mundo, Amina buscaba la voz de la cacique que retumbaba en toda la cavidad, se lamentaba no poder ver. Necesitaba saber donde se encontraba, si no estaba siendo engañada—. Apenas esto comienza.
Ella tenía razón. Hasta ahora solo se le había revelado las cargas de Ibrahim, Itzel y Dominick, faltaban la de tres más, y dos de ellos les eran tan queridos que solo en pensar en su dolor quiso morir.
Aidan pensó que no tenía nada más que hacer en el mundo. Se lamentó por no ver a Amina por última vez y decirle lo que sentía. Estaba tan arrepentido por intentar durante semanas ser un buen amigo cuando lo que deseaba era ser el mejor de los novios.
—¡Qué mierda! —se dijo. Era poco lo que podía hacer en ese momento.
Sobre el barro, intentando mover las extremidades, forzando su caja torácica a continuar moviéndose, contempló la agonía de sus compañeros. Ignacio era el más próximo, sus labios estaban entreabiertos, tragaba con dificultad. Él también podía sentir el dolor en el pecho, la piel fría, las fosas nasales ensanchándose al inhalar, y unas rabias contenidas que le llevarían a quitarse la propia vida si pudiera, si supiera que ya no estaba muriendo.
Un grito de dolor y el llanto desesperado de Dominick terminó con sus aflicciones. Ante ellos, el poderoso guerrero de Aurum se había derrumbado. Arrastrándose por el barro, Itzel e Ibrahim fueron a abrazarle. No tenían muchas fuerzas, pero ambos comprendían el dolor del alma de Dominick, aunque los tres desconocían el dolor que lo causaba, secretos de su subconsciente que la luz de la realidad no lograba iluminar.
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