Capítulo XXX: La profecía se cumple

Cuando llegaron a la ciudad ya era demasiado tarde: el fuego que se había originado en el castillo se estaba empezando a extender más allá de las murallas y empezaba a llegar a las zonas pobres.

Se escuchó una especie de explosión. Después, partes de la estructura de la cúpula principal empezaron a volar por los aires. Raven tuvo que ingeniárselas con el poder de las plumas para protegerse. Leonidas y los que eran capaces de cambiar de forma no tardaron en adoptar el cuerpo de su animal, todos a la espera, con cada músculo endurecido por la tensión del momento. Nadie sabía lo que iba a pasar, pero no iba a ser nada bueno.

Entonces, al alzar la vista y tras ubicar el estruendo que acababa de escuchar, lo primero que Raven vio fue un par de alas carmesíes, seguidas de una cola monstruosa. Esta impactó en uno de los costados de una torre vigía, desprendiendo nuevas partes de la arquitectura.

Cuando vio a aquel animal por completo, comprendió que no había vuelta atrás: la profecía se había puesto en marcha. Y lo peor, es que no había forma de pararla.

—No puede ser cierto —pronunció, incrédula, Tera.

El dragón de Phyrgar surcaba los cielos teñidos de rojo. De sus fauces surgía el fuego más aterrador que jamás ninguno de ellos hubiera presenciado.

La población había empezado a huir del lugar, despavorida. Después de contemplar aquella escena tan terrorífica, Raven podía comprender por qué se marchaban sin mirar atrás. Él también se sentía aterrado por aquel ser legendario, que parecía empeñado en destruir por completo los alrededores del castillo.

Aunque solo podía ser una persona, muy a su pesar.

—Maddison —balbuceó él, incapaz de apartar la vista.

—No existen registros de que sea una cambiaforma —trató de rebatir Tera. Pero no había otra explicación.

Todos se quedaron petrificados, sin ser capaces de reaccionar ante tal revelación. Al menos, hasta que llegaron los soldados en masa, preparados para iniciar la que se esperaba que fuera, la última de las guerras.

Pero la mente y el corazón del cuervo estaban más allá del caos que se estaba gestando.

«¿Qué la ha llevado a ese estado?», se horrorizó él. Deseaba llegar hasta ella, aunque eso significara volver a poner su vida en peligro. Pero desde el suelo, no tenía oportunidad alguna.

Leonidas, Yahir y los lobos destrozaban al enemigo con sus garras y sus dientes. Lo mismo hacían los tigres, que iban en cabeza. Clara usaba su toxicidad para crear nubes de veneno y Mirla y el resto de los gorilas usaban su fuerza para lanzar al pelotón por el aire. Laura convertía sus plumas en una gran espada, que no dudaba en blandirla y utilizarla para partir en dos a cualquiera que se interpusiese en su camino. El resto de Crixross, junto al complejo, usaba sus propios poderes y los corrientes usaban sus armas para combatirlos.

Todos luchaban codo con codo. Eran el ejército rebelde de Ethova.

Cuando, pasados unos minutos, vio llegar a Arianne y a Rania, con Nico en los brazos, se sintió más ligero. Iban acompañados de Jack Krosm, que lo saludó con la cabeza, a lo lejos. No sabía qué había pasado, pero este, parecía estar en su bando. Así que decidió no decir nada.

Nada, incluso cuando divisó a Antoine caminando tras ellos y tuvo que contenerse. Lo primordial era comprobar el estado del pequeño y reunirse con su hermana. Así que corrió hasta ellos y tras un breve abrazo a Rania, buscó el pulso del pequeño. Aliviado, Raven suspiró al comprobar que estaba vivo.

—Poneos a salvo en el complejo. Allí podrán tratar al pequeño —le pidió a Rania.

Ella no refutó sus órdenes. Simplemente, levantó la vista una vez más y contempló el dragón de Phyrgar, que seguía escupiendo fuego y destrozando lo que antes había sido el castillo.

—Nos ha salvado —fue todo lo que le dijo a su hermano.

Raven se quedó más descansado tras comprobar que ya estaban a salvo. Así que, simplemente, le pidió a la abuela Tera que se retirara con ellos y junto a un par de lobos para que los escoltaran.

En cuanto los vio desaparecer tras los escombros de la entrada de la ciudad, Raven no se aguantó más y se giró hacia Antoine. Él lo miró con sorpresa, pero no se movió cuando encajó su puño derecho en su mandíbula, dejando escapar la ira y la rabia, que, hasta el momento, había mantenido guardada bajo llave.

El conejo cayó al suelo y Raven volvió a encararse con él, con ganas de más.

—¡Voy a salvarla! —gritó alzando ambas manos, mientras el cuervo lo sujetaba por el pecho—. ¡Todo lo que he hecho ha sido para minimizar las bajas!

—¿¡Qué me estás contando!? —exclamó Raven, zarandeándolo.

Pero Antoine no se dio por vencido y continuó con sus explicaciones:

—He visto muchos futuros —le confesó, clavándole la mirada—. Y en todos, Maddison moría. Pero en muchos otros lo hacían Nico, Rania y Arianne. ¡Porque llegábamos demasiado tarde! ¡Por eso he tenido que saltar en el tiempo! ¡Buscando una solución, una variante, una oportunidad!

Confuso, Raven bajó el puño que había mantenido alzado y arrugó el rostro.

—No espero que lo entiendas, ni que me perdones. Pero yo también quiero salvarla —le espetó—. Ahora, debemos intentar evitar el momento de su muerte.

Antes de que Raven pudiera responder o tratar de entender sus palabras, se escuchó de nuevo un estruendo y gran parte del castillo se desplomó, devorado completamente por las llamas.

El cuervo alzó la vista hasta su amada, ignorando por completo la batalla que estaban librando en suelo. Entonces, un destello de luz salió del cuerpo monstruoso del dragón de Phyrgar y, tras un grave rugido que hizo temblar incluso el suelo, desapareció.

Tras unos momentos de confusión, la halló: el cuerpo de Maddison descendía el cielo, en forma humana, y terminó por perderse entre las ruinas de la ciudad.

No lo dudó ni un segundo. Raven abandonó el campo de batalla y echó a correr con el corazón en un puño.



En cuanto volvió en sí, lo hizo con la memoria borrosa y con el cuerpo cubierto de cenizas. Maddison se levantó del suelo confusa y temblando. «¿Qué ha ocurrido?», se preguntó.

Pero la laguna mental era tan grande que no lograba recordar nada. La joven se miró las manos y se tocó el rostro, con desesperación; sentía que había olvidado algo importante. Aunque no sabía de qué se trataba. Lo único que atesoraba en su memoria era el destello de luz que la había cegado antes de sumergirse en una inmensa oscuridad.

Tratando de ubicarse, observó a su alrededor.

Enseguida reconoció la escena que se mostraba frente a ella: era la misma que Scarlett Phyrgar le había mostrado tantas veces, en sueños. Conectándola con la laguna mental que la invadía, Maddison, supo, sin necesidad de ninguna prueba, que ella era la causante de que el mundo estuviera ardiendo.

Las sombras se arremolinaban por el callejón sucio, mientras una docena de ojos observaban, temerosos, desde lo más profundo de los habitáculos derruidos. El silencio reinaba y solo se podía oír el replicar de sus viejas botas al pisar la sangre que cubría el suelo empedrado, así como su respiración entrecortada.

Los cimientos, que antaño sujetaban las modestas casas de los pueblerinos, ahora se resquebrajaban. Y era tal el deterioro, que el viento espolvoreaba los restos de la arquitectura, como si de una melodía de despedida se tratase, antes de ceder en su peso y tornarse basura en el suelo.

Maddison alzó la vista hasta el cielo en busca de un destello de luz, pero no lo halló. En aquel cielo tapado, no brillaba ni una estrella; la oscuridad parecía engullirla. Ni siquiera las llamas devoradoras alumbraban, aún, el firmamento, pues se habían extinguido, dejando que la ceniza cayera sobre aquel lugar como si de los pétalos de una flor en otoño se tratara.

Era una escena hermosa; también macabra. Esperanzadora; aunque fuera aterradora.

—Se ha acabado —afirmó una voz a su espalda.

La sorpresa la invadió. Titubeó y se detuvo unos instantes, antes de girar sobre sus propios talones, al lograr reconocer el timbre y, por ende, a su dueño. Se movió lentamente, mientras en su interior aún ardía la llama de la venganza.

Al cruzar sus miradas, ambos se acercaron por instinto, atraídos como dos imanes.

—Se ha acabado —prometió ella, fieramente, a escasos centímetros de su rostro.

Los ojos azules de Raven la escudriñaron. Tenía el rostro cubierto de suciedad y la ropa manchada de sangre y cenizas. En su semblante se podía leer la desaprobación que sentía, así como el temor y la preocupación, entremezclándose con sus pensamientos.

Con un rápido movimiento, Maddison, lo atrajo hacia ella y lo besó como jamás se había atrevido. Su lengua se coló entre su boca y acarició la suya; sus manos se enredaron en su cabello y tiró suavemente de uno de sus mechones. Maddison gruñó, complacida, mientras sus cuerpos se endurecían, abandonando completamente la cordura.

Mientras trataba de atesorar aquel fugaz momento, recogió la daga y la apoyó en su pecho, sin saber muy bien por qué lo estaba haciendo. Pronto, una punzada de dolor le atravesó el corazón.

Maddison cayó de rodillas, con la cara descompuesta, y un grito surgió de su garganta, ante la confusa mirada de su amado.

—¿Maddison? —preguntó él, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo.

En la voz de Raven había sorpresa y urgencia. Estaba completamente perplejo.

El cuervo le recogió la cara entre sus manos mientras la observaba con pánico en la mirada; no entendía lo que acababa de suceder.

—¿Qué has hecho? —le inquirió, con la voz temblorosa.

Doblada de dolor, se llevó una mano al pecho y cuando la apartó, todo se volvió demasiado borroso. Escuchó los lamentos de Raven y sus gritos desconsolados.

Maddison se culpó por dejarlo de aquella manera, pero sabía que no había otra forma: era el destino del dragón de Phyrgar. Lo decía la profecía.

—El dragón debe morir —pronunció, ella, con dificultad. Aunque no eran sus palabras. Scarlett seguía dentro de ella, usando su cuerpo como si fuera un simple títere.

Raven la tumbó boca arriba y Maddison divisó el cielo carmesí. Centenares de cuervos revoloteaban dando tumbos por firmamento; la joven se centró en ellos mientras la vida iba abandonando su cuerpo y cada vez se le dificultaba más respirar. Era muy probable que la sangre ya se estuviera encharcando en sus pulmones.

—Quédate conmigo, por favor —le suplicó el amor de su vida—. No te vayas, por favor.

Poco a poco sus lamentos se hicieron más lejanos y Maddison terminó por cerrar los ojos, a la espera de que la dulce muerte llegara. Notó el sabor metálico en su boca y, antes de que el mundo se apagase por completo, se esforzó en abrir los ojos una última vez, para contemplar el rostro de Raven.

—Te quiero —le confesó, en su último aliento.

Jamás había podido pronunciar aquellas palabras. Maddison se sintió agradecida por haber podido reunir, finalmente, el suficiente valor como para decirlas.

Bajó la mirada, deseando que las cosas fueran distintas, e intentó levantar una mano para acariciarse el abdomen, pensando en las palabras que Scarlett Phyrgar le había susurrado al oído.

Pero todo fue en vano. A Maddison, ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando y la vida se le escapaba de entre sus dedos.

Con los ojos aún desviados, pudo divisar la sangre saliendo a borbotones hasta el suelo. Entrecerró los ojos, agotada. Ya no pudo volver a abrirlos.

Las cuencas le pesaban; la voz de Raven se iba apagando poco a poco.

Luego, simplemente, dejó de existir.



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