Capítulo VI: El juego del escondite

Maddison dejó caer momentáneamente al pequeño en el suelo y se llevó las manos a la soga del cuello, decidida a no morir. Tiró de la cuerda, con todas sus fuerzas, hasta notar la comezón del contacto de sus manos desnudas con la cuerda, escurriéndose por ellas, quemándole la piel y levantándosela. El capitán, que estaba sujetándola, se vio en un abrir y cerrar de ojos besando el suelo. Aquella imagen le produjo satisfacción, pero tuvo que recomponerse rápidamente. Todo pasó rápidamente, tanto, que el capitán apenas tuvo tiempo de reaccionar. Nadie iba a pensar que una débil muchacha como ella podría llevar a cabo aquel furioso movimiento; incluso ella se sorprendió a sí misma.

Antes de que Krosm pudiera recobrar la compostura, aflojó el nudo que se ceñía en su fino cuello y se liberó. Maddison agarró nuevamente al pequeño y sin pensárselo dos veces, y tras dar un último vistazo a su secuestrador y verdugo, echó a correr.

—¡Maldita zorra! ¡Vuelve aquí! —gritó enfurecido.

La joven no tenía tiempo para detenerse, a replicar sus palabras o de intentar cobrarse venganza. Era una obviedad, que tanto Nico como ella, estaban en una clara desventaja en cuanto a número de hombres, fuerza y destreza para matar. Aunque se había prometido a sí misma que iba a acabar con la vida de aquel salvaje. «Quizás en otra ocasión», se dijo a sí misma. Ahora, lo único que le preocupaba, era sobrevivir.

Corrió tan deprisa que prácticamente olvidó el dolor que sentía, tanto en piernas como en brazos, por su caminata anterior. Tampoco sentía las ampollas que se había provocado en las palmas de las manos. Quizás fuera la adrenalina o quizás fueran sus ganas de vivir, pero sus piernas no dejaron de moverse y sus brazos siguieron sujetando al pequeño Nico.

Maddison siguió avanzando, a través de árboles y maleza. Trató de escapar de la guardia negra, darles esquinazo. Pero pronto empezó a oír los caballos galopar; Krosm no iba a dejarla marchar tan fácilmente. Por ello corrió más deprisa, con la respiración entrecortada, aunque sin saber muy bien hacia donde escapar. Pero no dejó de moverse.

Nico se agarraba a su salvadora, entregado completamente, sin hacer preguntas ni cuestionar sus acciones. Probablemente, no fuera consciente de lo que estaba ocurriendo. A pesar de que Maddison siempre lo había considerado como un hermano pequeño, ahora podía identificar el peso de la responsabilidad que sentía una madre con su hijo.

No sabía muy bien lo que era la maternidad; no había tenido una figura que le enseñase sobre ese vínculo. Tenía que haber tenido familia, alguna vez. Pero no lo recordaba. Hasta donde le alcanzaba la memoria, había estado sola, deambulando entre la muchedumbre. Había sobrevivido gracias a que alguna que otra persona se había apiadado de ella. También había pasado por días más oscuros.

No todos habían actuado de forma altruista; recordaba muy bien como a sus seis años habían intentado venderla como esclava. Ella era una pequeña niña, de la misma edad que Nico, asustada, delgada y muerta de hambre. Una huérfana piojosa sin hogar. Había sido recogida por una mujer de mediana edad con la promesa de que iba a cuidar de ella, pero aquello se había convertido en su peor pesadilla.

También se acordaba del tiempo que había pasado con el viejo Brooks, un ladronzuelo de mala reputación que le había enseñado a amañar las mesas de apuestas y a hacerse con alguna que otra cartera; esa, había sido la única educación que había recibido. Si es que timar y robar se le podía llamar educación.

Pero lo cierto es que gracias a él había podido sobrevivir. Y a pesar de que quiso vivir honradamente durante un tiempo, terminó por volver a las viejas costumbres. ¿La razón? Ya no estaba sola, tenía que cuidar de Nico. Brooks le había enseñado los cimientos de su profesión.

Maddison, era, sin duda alguna, una superviviente. Fuera débil o no, ahora tenía la oportunidad de demostrarse a sí misma, una vez más, que podía con todo lo que la vida le pusiera por delante. Aunque más bien no tenía opción.

Mientras corría bosque a través, el sol se alzaba con fuerza y la hacía sudar la gota gorda. Las pisadas de los caballos parecían desdibujarse por momentos, pero pronto volvía a escucharlas más fuertes. Parecían perder su rastro momentáneamente, pero siempre volvían a encauzar su camino. Y eso la desesperaba.

Por ello, Maddison cambiaba de dirección una y otra vez, tratando de despistarlos.

Sumida en sus propios pensamientos, la joven no vio una rama que sobresalía por uno de los senderos que tomó; esta impactó en su estómago y le rasgó la ropa y la piel. El dolor y el susto hicieron que terminara cayendo de bruces al suelo con el pequeño. Su mejilla derecha impactó con la tierra y las piedras se le clavaron con furia. Maddison ahogó un grito mientras se sujetaba la zona de la herida, donde brotaba sangre de forma escandalosa.

Rápidamente, le indicó a Nico, con la mano, que guardara silenció. La joven arrugó el rostro tratando de superar el dolor que la embriagaba; se sentía mareada y las lágrimas amenazaban con salpicarle el rostro. Al escuchar a los caballos acercarse peligrosamente, se maldijo a sí misma por haber sido tan despistada.

Desesperada, miró a su alrededor. Aguantando la respiración y aun con las rodillas hincadas en el suelo, buscó una salida. Necesitaban ocultarse; no se veía con suficientes fuerzas como para seguir corriendo. 

Maddison barajó la idea de trepar a un árbol y aguardar, ocultos en su copa, pero le pareció poco factible. No tenían tiempo de trepar y tampoco se sentía tan fuerte como para lograrlo.

Su segunda opción fue dejar oculto a Nico y correr en dirección a los guardias para que la persiguieran, con la idea de alejarlos del pequeño. Pero entendió que él este no estaba listo para sobrevivir por su cuenta. Si la capturaban y terminaba muerta, era como condenarse a ambos.

El dilema colapsó su mente mientras el ruido del galope de los caballos se intensificaba; estaban cada vez más cerca. Entonces, un aleteo captó su atención y el cuervo que tan vilmente los había estado vigilando aterrizó frente a sus narices.

Nico dio un respingo y ella se levantó a duras penas; con la mirada llena de odio y moviendo la mano en el aire, con furia, para tratar de espantarlo. Pero el animal no parecía temerla y ella no podía culparle; debía parecer presa fácil.

Esperando que el animal los atacara, Maddison recogió una piedra. Pero en lugar de hacer lo que preveía, graznó una vez y tras arrojarle la piedra, repitió el mismo sonido.

Maddison se desesperó; el animal no parecía tener intención de moverse de allí y ella ya no sabía que más hacer. Si por alguna razón los caballos no daban con ellos por culpa de sus huellas o la sangre que había dejado, iban a lograrlo por aquella bestia que aleteaba y graznaba como si estuviera poseída.

Pero entonces sucedió algo que la dejó confusa y sorprendida; el cuervo empezó a alejarse caminando, dando pequeños saltos y siguió graznando. Tras quedarse pasmados, Nico y ella empezaron a observar mejor sus movimientos. Era como si les estuviese dando indicaciones.

El animal repitió aquello y por alguna extraña razón, Maddison se levantó, cogió al pequeño y decidió seguirlo. Probablemente fuera la desesperación. El cuervo empezó a guiarlos lentamente y tras asegurarse de que iban tras él, emprendió vuelo bajo y planeó, desapareciendo tras unos altos árboles. 

Por un instante, la joven pensó que quizás había sido todo fruto de su imaginación y que el animal simplemente había decidido marcharse. Pero sus suposiciones duraron poco tiempo, pues lo escuchó graznar nuevamente.

Con el corazón desbocado, la cercanía de sus enemigos y sin saber muy bien que hacer para sobrevivir, decidió, casi sin pensar, atravesar la maleza hacia donde el cuervo parecía esperarlos.

Maddison apartó unas ramas para lograr pasar al otro lado y cuando lo hizo se quedó estupefacta: frente a ellos, el cuervo esperaba posado encima de una pequeña cavidad.

No quiso detenerse a pensar en lo que acababa de suceder o en cómo era posible; rápidamente, metió a Nico en ella y miró por última vez al cuervo negro. Les acababa de salvar la vida. Era inexplicable.

—Gracias —murmuró antes de meterme en aquel oscuro agujero.

Agradeció, también, el pequeño tamaño de sus cuerpos y de la corta edad de Nico; si hubieran tratado de entrar dos personas adultas y robustas, en aquel lugar, habría sido una tarea prácticamente imposible. Pero siendo ambos pequeños, se abrazaron y aguardaron en la oscuridad.

—Debemos ser silenciosos —le indicó en un susurro a Nico.

Él pareció entenderlo a la perfección: cerró los ojos mientras Maddison lo balanceaba suavemente, tratando de calmarlo, al igual que siempre hacía cuando tenía pesadillas en plena madrugada.

La joven no supo cuánto tiempo permanecieron de aquella manera, pero le pareció una apacible paz momentánea antes de escuchar como los caballos paraban cerca de la entrada. Nico, que también lo había oído, se acercó aún más a ella y enterró el rostro en su pecho. 

El corazón se le volvió a acelerar; podía escuchar a los guardias hablar mientras los buscaban por la zona.

—¡Recordad la sangre! ¡Uno de ellos está herido! ¡Tienen que estar cerca! —reconoció la voz del capitán.

La joven podía oír las pisadas por debajo del suelo y deseó poder desaparecer como por arte de magia.

—¡Aquí hay huellas! —gritó uno de los soldados.

Maddison se maldijo. Maldijo al mundo, a la guardia negra, al rey Joseph y a los padres de Nico por haberlo abandonado o muerto cuando él era prácticamente aún un bebé. Al igual que la suya propia, desconocía la historia del niño.

—¡Será mejor que salgas de aquí abajo, zorra! —gritó entonces Krosm. La piel se le erizó; el cabrón era inteligente y se había dado cuenta de su escondite.

Su voz sonó tan imponente y amenazante, que Maddison se quedó de piedra. Trató de mantenerse en silencio, sin ser capaz de mover ni un músculo; estaba entrando en pánico. Los habían descubierto y su buena suerte solo había durado unos pocos minutos.

Maddison pensó en el cuervo y en lo que habría podido suceder si no lo hubieran seguido; quizás ahora, podrían seguir aferrándose a la vida. Pero no eran más que suposiciones.

Los habían encontrado rápidamente por su culpa. Se culpó nuevamente por haber sido tan tonta como para despistarse y haberse herido con aquella maldita rama. Estaban condenados; la sangre y las huellas los había delatado.

—¡Prepara algo para prenderles fuego! —indicó, el capitán, esta vez a sus hombres—. ¡Si no queréis salir, moriréis de todas formas, calcinados!

¿Siempre había sido aquel su destino? ¿Arder y morir de una forma tan horrible?

Maddison se dio cuenta: Nico acababa de perder el conocimiento. Fuera por la fiebre o por los nervios, descansaba envidiablemente ajeno a su próximo destino; los soldados estaban dispuestos a matarlos.

Miró su rostro y le dio un suave beso. Luego, dejó su cuerpo inconsciente a un lado y tomó aire. Tenía que engañarles; todo por el bien del pequeño. No le quedaban más ideas.

—¡Voy a salir! —anunció. Ni siquiera le tembló la voz; sabía lo que tenía que hacer.

Con cuidado, se deslizó por el hueco reducido y salió a la superficie; allá la esperaban los soldados reunidos en torno a la cavidad. Tan pronto como asomó la cabeza, uno de los soldados le atestó un golpe seco con la empuñadura de su espada. Seguidamente otro la sujetó por el cabello, tirando salvajemente de él. Maddison tuvo que morderse el labio para no gritar de dolor, mientras sentía el golpe en la cabeza palpitarle.

—Estoy sola —sonrió; enseñó sus dientes manchados de sangre, a mucha honra—. Me he asegurado de poner al pequeño a buen recaudo.

La joven decidió fingir que había ocultado a Nico en otro lugar; era lo más rápido que había ideado en un intento desesperado por salvar su vida. Si el plan funcionaba, no sabía cómo se iba a sentir tras despertarse solo y abandonado en aquel lugar. O de sí podría sobrevivir a la enfermedad.

Rezaba porque de alguna manera alguien lo encontrara y se apiadara de él. No quería ni pensar en la posibilidad de que fuera atacado por algún animal salvaje; tampoco en la posibilidad de que jamás saliera de aquel agujero.

No formaría parte de su futuro y lo estaba dejando a su suerte; pero era lo mejor que le podía ofrecer.

El capitán Krosm no dudó en acercarse a ella; ya no parecía tener miedo a infectarse. De hecho, se agachó a su lado y posó sus labios a centímetros de su oído; el aliento recorriéndole el costado de la cara le provocó asco.

—Sé perfectamente que ninguno de vosotros dos está infectado —susurró con suavidad—. Pero me va a producir mucho gusto y placer deleitarme con el olor de tu carne quemada —sonrió.

Sus palabras la impactaron. Pero la sorpresa pronto se convirtió en rabia. Ya no le quedaba nada más que perder.

—Si tan seguro estás, no te importará esto —la joven le sonrió de vuelta antes de escupirle en la cara.

Él, cerró los ojos unos segundos. Luego, alargó la mano para que uno de sus soldados le pasase una tela para limpiarse; lo hizo con rapidez y sin alterarse. Una vez se aseguró que no quedaban restos en su rostro, la miró con furia y le atestó un puñetazo en la mejilla derecha.

Maddison no esperaba el impacto; ni siquiera sintió el dolor, simplemente, quedó aturdida. El mundo empezó a dar vueltas y trató de levantar la cabeza hacia el cielo; este también giraba como una peonza.

Entonces lo sintió: el dolor agudo, acompañado de un molesto pitido que resonó en sus orejas. La joven estaba incapacitada; creyó que iba a desmayarse, al igual que el pequeño, pero tras parpadear un par de veces y tragar saliva con fuerza, siguió luchando para mantenerse despierta.

El capitán se le volvió a acercar y entonces la cogió él mismo por el cabello; tiró con fuerza, alzándola y por un momento, Maddison pensó que le iba a arrancar todos y cada uno de los pelos que tenía en su cabeza. Su cuero cabelludo ardía y dio un respingo; trató de enfocar la vista y de mirarle directamente a los ojos. Él no dejaba de mover la boca, hablando, pero era incapaz de escuchar nada más que el sonoro pitido que le atravesaba el cerebro.

El mundo empezó a girar más lentamente y supo que empezaba a recomponerse. Pero antes de que pudiera gritar victoria, le atestó el segundo puñetazo; esta vez en la boca del estómago. Su golpe le cortó la respiración. Maddison abrió los ojos de par en par a la vez que se doblaba involuntariamente. Pero en los planes del capitán no parecía figurar el soltarle la cabellera, así que, con otro tirón, la obligó a erguirse de nuevo.

El pitido empezó a apagarse, dando paso al barullo del cruel mundo real. Antes, pero, empezó a captar el sonido de la naturaleza; la joven reconoció el graznido del cuervo nuevamente.

—¡Traedme el caballo! —ordenó el capitán—¡Pero antes quemad este maldito agujero! ¡Por si el niño está ahí metido!

Krosm le rasgó la manga del jersey de la joven y se lo ofreció a uno de sus soldados. Maddison, negó con la cabeza, a duras penas; estaba rota y magullada. No había mucho en su cuerpo que pareciera reaccionar; se había quedado completamente helada, no se creía lo que acababa de escuchar. «¿Cuándo terminará esta pesadilla?», pensó con lágrimas en los ojos.

—¡Por favor! —suplicó—. ¡Haré lo que sea! ¡Lo que sea!

Él la ignoró; vio como sus hombres se preparaban para su cometido. Lloró y pataleó desesperada y con el corazón roto; era imposible describir lo que sentía en aquel momento. La respiración le faltaba; no por el puñetazo en la boca de su estómago, tampoco por el segundo por el que creía que le habían roto la nariz, sino porque querían terminar con la vida de su dulce y pequeño Nico.

—¡No! ¡Por favor! —volvió a gritar, tratando que se apiadaran del pequeño.

Por un momento, olvidó que le estaba suplicando a un monstruo.

—¡Cállate! —le ordenó el capitán, esta vez le dio una bofetada que la lanzó al suelo.

Casi volvió a perder el sentido, pero la adrenalina lo compensó y la ayudó a mantenerse despierta. Desde el suelo, con los codos hincados en la tierra, vio cómo se desenvolvía el horror.

Las llamas prendieron el trozo de tela que le habían arrancado de la manga; lo iban a usar para que el fuego se extendiera y devorase al pequeño. Maddison no pudo dejar de llorar con los ojos bien abiertos y con los puños apretados, mientras gritaba desesperada y hundía las uñas en el suelo.

El tiempo pasó lentamente; observó como el soldado se acercaba, pisada a pisada, a la cavidad donde descansaba Nico. Luego, lo vio alargar la mano; el fin estaba cerca, no podía hacer nada para salvarle. Un dolor que jamás había sentido la partió en dos; fue entonces cuando algo extraño se activó en su interior.

Maddison no pudo evitarlo. Fue como si su cuerpo se moviera por voluntad propia. Se levantó con las pocas fuerzas que le quedaban y corrió todo lo deprisa que pudo; alargó la mano, al igual que el verdugo, en un intento de impedir que tirara la prenda al agujero.

Entonces, de sus entrañas, pareció emanar una especie de torbellino que cobró vida hasta convertirse en un huracán de sentimientos. El calor empezó a subirle por las mejillas; el sudor empapó su piel. Parecía que estuviera ardiendo entera.

Al tiempo que llegaba a la altura del soldado, algo extraordinario sucedió; algo, que Maddison no pudo explicar, pero que, en definitiva, los salvó a ambos.

Las llamas que prendían el trozo de manga empezaron a bailar con más fuerza y ascendieron al cielo dibujando un río de fuego; este cruzó el aire y viajó hasta la palma de su mano. Una inexplicable luz emanó de ella mientras Maddison sentía como el fuego empezaba a fluir por sus venas; la comezón fue, en un principio, horriblemente dolorosa. La joven, creyó que iba a perder la conciencia y que no iba a lograr superar el dolor, que la atravesaba de cabeza a pies, pero lo hizo suyo; lo abrazó y se hizo a él.

Ya lo había vivido, aunque se había esforzado por bloquear sus recuerdos.

Finalmente, el fuego de la prenda se extinguió y sus manos lo absorbieron completamente; todos la miraron atónitos, con la cara desfigurada.

No quiso darles tiempo de reaccionar; aun sin ser consciente de lo que hacía, gritó enfurecida, como si de un animal se tratara. Agarró al soldado del brazo, ese que iba a calcinar a Nico, y apretó con fuerza. Cuando su mano entró en contacto con su piel, sus ojos se abrieron horrorizados y soltó un grito ensordecedor; el soldado implosionó en puro fuego, como si de una hoguera se tratase.

Fue entonces cuando Maddison pareció volver en sí. La joven se apartó, asustada y despertando de un extraño trance; todo lo que podía hacer era mirarse las palmas de las manos, atónita e incapaz de entender que es lo que acababa de suceder.

La mandíbula le temblaba y el corazón le martilleaba; no encontraba ninguna explicación sólida a todo aquello. En un segundo plano, se podían escuchar los gritos horrorizados de la guardia tratando de huir de lo que fuera aquello; estos, se entremezclaban con el sonido de las llamas, que aún no se habían extinguido.

—¡Es una bruja! —gritó el capitán. Esta vez, su rostro sí que reflejaba el terror.

Sus ojos, iluminados por el fuego, desprendían el miedo que sentía; aun así, seguía sintiendo todo el odio, la rabia y la locura que se encerraban en su cabeza.

—¿Bruja? —murmuró Maddison. La palabra se le atragantó en la garganta. Por momentos, su mente viajó años atrás y un escalofrío la recorrió entera.

Pero no tuvo tiempo de darle más vueltas; una flecha voló y le pasó tan cerca del rostro que notó incluso las vibraciones de esta en la mejilla. Finalmente, esta se incrustó en la armadura del capitán.

Maddison miró sorprendida a todas direcciones, sin lograr detectar su procedencia; había alguien más, cerca, probablemente entre las sombras. Lo que no sabía era si trataban de ayudarla o de matarla.

Una a una, las flechas empezaron a caer con gracia, espantando a los caballos y a los soldados. Incluso el capitán corrió despavorido, a grito de retirada. No obstante, antes de desaparecer, tuvo la osadía de dedicarle unas últimas palabras. A esas alturas, Maddison ya se encontraba buscando un lugar donde ponerse a cubierto; así que poco le importo lo que tuviera que decirle.

—Te daré caza y te veré arder —sentenció con frialdad.

Cuando la guardia desapareció, las fechas dejaron de volar. Maddison se tomó un instante para descifrar si era seguro salir de su escondite; había terminado por cubrirse detrás del tronco de un árbol cercano y aún le temblaban las piernas.

Armándose de valentía y tratando de no pensar en todas sus heridas y el dolor que comportaba moverse, corrió deprisa en busca de la entrada a la cavidad subterránea y se dejó resbalar por esta, jadeando.

Nico la recibió somnoliento y nuevamente confuso. Su piel calentaba suavemente sus manos desnudas y supo, entonces, que estaba mejorando.

—¿Maddie? —preguntó desperezándose.

La joven lloró de felicidad mientras lo apretujaba entre sus brazos.

Tras unos minutos, rompieron su abrazo y lo miró directamente a sus ojos marrones.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

Él asintió con la cabeza; ambos decidieron que ya era hora de salir a la superficie nuevamente. Primero lo hizo Maddison, temerosa que el responsable de las flechas estuviera esperándola y resultara ser otro desalmado al que poco le importase quitarles la vida.

Observó la naturaleza a su alrededor; todo parecía en calma. Suspiró con cierto alivio, dejando que la brisa acariciara su piel. Luego, alargó la mano y se la ofreció al pequeño; este salió en pie y la joven sonrió. Estaba recuperándose.

Nada más salir, Nico se resguardó del sol con una mano, claramente molesto. Eso no pasó desapercibido para la joven, que enseguida lo ayudó posando las suyas por encima de su cabeza.

Como era habitual, el pequeño le dedicó una gran y hermosa sonrisa, y el corazón de Maddison se le desbocó nuevamente. Pero esta vez, por motivos muy distintos y esperanzadores.

Tras limpiarle la ropa y los zapatos al niño, decidió tomarse un momento para trazar un nuevo plan y para pensar en las consecuencias que podrían acarrearle sus acciones. Aún no quería pensar en lo que había sucedido. No quería ni oír hablar de fuego ni en cómo le habían ardido las venas. Ese, era un problema para el que no tenía tiempo ni respuestas.

Mientras se sumía en sus pensamientos y el pequeño descansaba sentado en la sombra, la joven captó un ruido por el oído. Automáticamente, se puso tensa y se temió lo peor.

Por un momento, creyó posible que el capitán Krosm hubiera regresado personalmente para acabar con ella. Pero una figura desconocida apareció entre los árboles; caminaba con cautela y sin prisas. Conforme se iba acercando, más nerviosa se ponía. La distancia entre ellos se acortaba; Maddison lograba observar más detalles de aquel desconocido.

Primero se dio cuenta de que iba vestido con un ropaje negro, pegado a la musculatura; fácilmente podía tratarse de un miembro de la guardia negra, aunque no portaba ninguna insignia. Luego, reparó en el arco con flechas que colgaba de su ancha espalda.

No sabía que idea le aterrorizaba más: la guardia negra o que fuera un asesino. Así que no dudó en prepararse para lo peor y resguardó al pequeño a su espalda. No sabía si era un amigo o un enemigo. Pero después de los días que había pasado, se negaba a morir.

Al avanzar unos pocos metros más, pudo observar su rostro mucho mejor; se trataba de un hombre joven, de cabello corto y oscuro; se había dejado la barba recortada, alrededor del mentón y tenía la piel bronceada. Las facciones de su cara no eran muy reveladoras; mantenía un posado neutro mientras avanzaba con cautela.

—No voy a haceros daño. He sido el que ha disparado las flechas para ahuyentar a los soldados —dijo alzando las manos lentamente.

Aunque aseguraba no ser alguien violento, Maddison no se fio. Mientras el individuo seguía avanzando hacia ellos, apartando la maleza con las manos, ella se sintió intimidada y lo esperó a la defensiva.

—¿Quién eres? —le espetó. Deseó con fuerza que se detuviera, aun los separaban dos metros y el desconocido pareció captarlo.

Antes de contestar, la observó con intensidad, con sus ojos azules.

—Mi nombre es Raven.


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