Capítulo V: El graznido de un cuervo
Cuando despertó, lo primero que hizo fue buscar a Nico a tientas. Maddison se desesperó al no notar sus manitas agarrándose a su jersey roto y ahogó un grito de inmediato. Aunque todo lo que pudo hacer fue aspirar con fuerza; parecía haber perdido la voz. Aún confusa y dolorida, intentó moverse al tiempo que buscaba la forma de enfocar la vista; los ojos aún se le abrían y cerraban pesadamente y la cabeza le retumbaba. Por más fuerza que hiciera, por más que tratara de concentrarse, no había forma de que su cuerpo reaccionara y se moviese un solo centímetro; estaba adormecida.
Pero, aun así, la joven hizo una mueca y se mordió el labio. El cuerpo le dolía como si le hubieran dado una paliza; otra más. Específicamente, su cerebro parecía bailar dentro de su cabeza y las piernas le temblaban. Trató, una vez más, de moverse; sus sentidos estaban más despiertos y empezaba a recuperar la visión, pero entonces cayó en cuenta y notó algo duro y áspero sujetándola con firmeza.
Bajó la vista y la enfocó para encontrar una cuerda gruesa, apresándola por la cintura y sujetándola al tronco de un ancho árbol. La gravedad de su situación pareció espabilarla, la adrenalina la ayudó a visualizar el entorno para tratar de sobrevivir. Con el corazón acelerado, miró a su alrededor, buscando una salida, pero solamente halló oscuridad y vegetación.
—Nico... —susurró a duras penas.
No corría ni un poco de aire y todo estaba completamente en silencio. Nico no estaba por ningún lugar y la ansiedad empezó a sofocarla. Maddison empezó a sudar y a sentir el corazón martillear con tanta fuerza que incluso temió que se le saliese disparado del pecho.
—El niño solamente presenta fiebre, mi capitán.
La voz de un soldado se coló por su oído. No pudo evitar removerse, inquieta, mientras la cuerda que la sujetaba al árbol parecía apretarse cada vez más, con cada uno de sus movimientos.
Por el rabillo del ojo vislumbró un pequeño fuego a lo lejos; las llamas tintineaban en el aire. Sospechaba que la guardia negra se encontraba reunida a pocos metros de su espalda, lo suficientemente alejados para no ponerse en peligro ante el virus, pero lo bastante cerca como para vigilarla.
Aunque, solamente podía estar segura de algo: Nico estaba vivo y debía de estar cerca.
—De momento —respondió con sorna—. Pero pronto podremos ver la negrura manchando sus escuálidas manos.
«Desgraciado», maldijo Maddison. Sus palabras se habían clavado afiladas en su alma. Hincó las botas en el suelo, dejándose llevar por la rabia, con las piernas flexionadas y empujó; se movió rápidamente con fuerza, golpeando el árbol a sus espaldas, con total desesperación.
En realidad, sus acciones no tenían un propósito específico. Sabía de sobras que no podría liberarse de sus ataduras. Pero la sangre le bullía, la cabeza parecía que le iba a explotar y el corazón le martilleaba tan fuerte que parecía haberse tragado un tambor. Era la única manera que encontró para paliar la frustración. Así que gritó: gritó enfurecida, usando todo el aire y la fuerza de sus pulmones.
El sonido brutal que salía directamente de su garganta fue suficiente para alertar a la guardia; tras escucharlos murmurar nerviosos, Maddison captó el sonido de unas botas avanzando a paso firme.
Frente a ella, el capitán de la guardia apareció; ya no llevaba la cabeza cubierta, tampoco conservaba la armadura. En su lugar, vestía una camisa interior blanca y unos pantalones de ante marrones. El cabello rubio le caía por los hombros; sucio y enmarañado. Portaba la espada enfundada en la mano y parecía estar a la espera de desenvainar y poder, al fin, separar la cabeza de la joven de su cuerpo.
A un metro de ella, la contemplaba en silencio y con cautela, clavándole los ojos verdes, que se asimilaban a los de una serpiente.
—¿Es que quieres que te mate aquí y ahora, muchacha? —preguntó al fin. Parecía hablar en serio.
Maddison lo fulminó con la mirada mientras apretaba los puños. «Si esta cuerda no estuviese sujetándome con tanta fuerza al árbol...», fantaseó. En sus pensamientos se deleitó imaginando todo lo que le haría si no fuera por su desfavorecida situación.
—Como vuelvas a molestarnos haré contigo cosas inimaginables —dijo al tiempo que se agachaba para quedar a su altura. Aunque siguió manteniendo la distancia.
Sus palabras salieron de forma repugnante, por su boca sucia. Maddison se estremeció al entender por dónde iban las insinuaciones; odiaba ser mujer, precisamente por eso. Un escalofrío la recorrió entera. Se sentía desprotegida y débil.
Pero entonces recordó que la creían, muy probablemente, infectada y su humor cambió drásticamente. Aquello la hizo sonreír; no pasó desapercibido para el capitán, el cual no esperaba su reacción.
Aunque el miedo no parecía reflejarse en los ojos de aquel hombre, debía de temerla en el fondo: a ella y al virus. Eso le daba cierta ventaja. El escuadrón no parecía querer correr riesgos innecesarios.
Pero, a pesar de su pequeña victoria, Maddison sabía que aquel individuo no dudaría en pasarla por la espada; podía matarla sin tan siquiera tocarla. Por ello, apretó los dientes, rabiosa, y trató de calmarse antes de pronunciar sus siguientes palabras; por el bien de Nico y con la esperanza de hallar respuestas.
—¿Dónde está el niño? —preguntó con cautela.
Él sonrió.
—¿Tan siquiera es hijo tuyo? —le espetó.
La joven se mordió el labio; trató de averiguar qué respuesta le podía satisfacer más.
—Podría ser cierto; tiene el cabello y los ojos oscuros, como tú —reflexionó sin darle tiempo a responder—. Aunque la verdad es que todos los pobres os parecéis. También podría ser por la falta de higiene y el vestuario absurdo que os caracteriza; siempre llenos de heridas supurantes, vello en abundancia, suciedad y con agujeros en las calzas.
Su monólogo clasista brotó con fuerza de sus entrañas. Estaba claro que no sentía simpatía por los más desfavorecidos, a pesar de que estuvieran muriendo en trabajos precarios y mal pagados; solo para llevarse un trozo de pan duro y quemado a la boca, por culpa del egoísmo de los bien posicionados.
—Más vale que no me pierda de vista, caballero —le escupió, sin pensar—. Pues si lo hace, me aseguraré de matarlo con mis manos sucias. Quizás le ahogue con mis harapos.
El capitán negó con la cabeza y se burló de sus palabras:
—¿De verdad crees que alguien como tú podría dañar a alguien como yo?
Sus palabras dejaban claro que no solo se refería a su superioridad física; también creía en su superioridad moral. La joven había notado que no le había vuelto a hablar con educación desde que la habían apresado.
—Eres una rata, muchacha. Y al igual que a los de tu clase, te vamos a exterminar. No eres más que una mancha de suciedad en el nuevo mundo.
Lo que dijo, con tanta rabia y asco, la dejó atónita. Entendía que vivían en un mundo imperfecto, con seres humanos, crueles y malvados. Pero ante sus ojos, lo que realmente era un problema, era la sociedad.
«Entonces, los ricos se hacen más ricos, mientras los humanos débiles y portadores son eliminados. La enfermedad acecha a cada individuo. Pero es la avaricia lo que se ha convertido en un virus difícil de matar», reflexionó ella.
Poco después, el capitán abandonó el lugar y la dejó a solas con sus pensamientos. Del cielo empezó a caer una lluvia torrencial que pronto bañó todo el suelo y lo convirtió en lodo. La copa del árbol donde la habían abandonado poco sirvió de ayuda; Maddison terminó empapada hasta los huesos.
A lo lejos, escuchó un cuervo graznar y poco después, lo divisó posado en una rama cercana; parecía estar esperando que su cuerpo dejara de luchar y se rindiera frente a la eterna oscuridad, para así alimentarse de lo poco de ella que quedara.
Pero a pesar de estar maltrecha, la joven apretó las piernas contra su pecho y trató de resguardarse todo lo posible.
—Hoy no va a ser tu día de suerte, animal —murmuró observándolo con desafío—. No pienso morir aquí, de esta manera tan absurda.
Maddison sacudió la cabeza en un intento de despejar el cabello que le caía mojado sobre el rostro y suspiró con pesar. No podía morir allí.
«¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo cambiar mi suerte? ¿Dónde tienen a Nico?», no dejaba de preguntarse.
Pero tras aceptar un poco de agua y antes de que pudiera darse cuenta, su cuerpo se rindió a la droga que acababa de ingerir, mientras esas tres preguntas revoloteaban por su mente, torturándola.
—¡Maddie! ¡Maddie!
La voz de Nico la sobresaltó. Maddison abrió los ojos de golpe; sin darse el tiempo a despertar, se topó con la guardia negra tirando del pequeño con poca delicadeza. Su cuerpo estaba siendo arrastrado hasta sus narices, donde prácticamente lo empujaron como si fuera basura.
—¡Eh! —gritó en un reproche.
Los soldados se limitaron a ignorarla mientras Nico la abrazaba desconsolado. Su agarre era fuerte, pero podía suponer, por el calor que desprendía su cuerpo, que no había mejorado. No obstante, el miedo que recorría al pequeño le daba suficientes fuerzas como para encaramarse en su regazo. Maddison maldijo las ataduras que la mantenían presa por no permitirle fundirse en un abrazo con el niño.
De pronto, los soldados enmudecieron y solo se escucharon pisadas y el graznido del cuervo; este, impaciente, se había quedado a su vera toda la noche. «¡Maldito!», lo fulminó con la mirada. La joven trató de trasmitirle, con su postura, que si se acercaba al pequeño iba a arrancarle la cabeza de una. Aunque era consciente de que, con las manos atadas, debería hacerlo con la boca y ayudándose de sus piernas; aquella idea la repugnaba. Pero iba a proteger a Nico, de cualquier forma.
El cruel capitán apareció en escena, esta vez con la armadura puesta y el cabello rubio escondido en el yelmo. Maddison entendió, entonces, porque los soldados se habían quedado sin habla. Frente a él, actuaban con decoro y responsabilidad. Pero aquellos modales no eran más que una careta que enmascaraba las más atroces acciones. Pues el saber hablar o comportarse, no lo convertía en mejores hombres que aquel que los lideraba.
—El niño no puede andar, capitán Krosm —le informó uno de ellos en un susurro.
Él los observó detenidamente mientras ladeaba la cabeza, pensativo.
—Pues que un caballo lo arrastre —dijo sin más.
Los ojos de la joven se abrieron de par en par frente a su indiferencia y osadía. «¿Cómo puede ser capaz de pronunciar siquiera estas palabras? ¡Está hablando de un niño de seis años!», se horrorizó.
—¡Ni se os ocurra aceraros! ¡Bestias! —amenazó cuando se le acercaron los soldados.
Todos se echaron a reír.
—¡Yo lo cargaré! ¡Pero no lo toquéis! ¡No os atreváis! —añadió antes de que lo arrancaran de sus brazos.
Sus gritos sonaron entre ruegos y amenaza, pero para su sorpresa el capitán pareció complacido y asintió con la cabeza.
—Desatadle las manos y atad la cuerda en su cuello —indicó al resto.
—No soy un perro —murmuró a regañadientes.
El capitán se subió a su caballo y observó como aquellos que seguían sus órdenes hacían exactamente lo que se les había pedido sin ninguna objeción.
Cuando la joven tuvo bien atada la cuerda a su cuello, cogió en brazos a Nico y lo apretujó contra ella. Notó su aliento en el cuello y su corazón latiendo en su pecho. Aquel simple contacto pareció calmar sus almas y por unos segundos olvidó donde estaban; Maddison se transportó a tiempos más felices.
—¡Si alguno de los dos cae al suelo que lo arrastren los caballos! ¡Si caen ambos sucederá lo mismo! —ordenó el capitán.
—¡Sí, capitán! —respondieron al unísono.
Ni el pequeño ni la joven parecían importarles en absoluto. Uno de los soldados amarró el extremo de la cuerda al caballo del capitán y este sonrió con malicia.
—¡Si tienes suerte, muchacha, lograrás llegar con vida a la próxima aldea! —se burló.
Antes de que pudiera responderle, la unidad se puso en marcha y los caballos empezaron a andar. Por suerte, su paso era más bien lento; al principio pudo seguirlos sin gran dificultad. Pero pronto su situación cambio: a cada paso que daba, Nico se volvía cada vez más pesado entre sus brazos.
Con la mandíbula prieta y las piernas cansadas, se aferró al cuerpo del pequeño y él hizo lo mismo, pasándole los brazos por encima del cuello. Fue una caminata larga, lenta y dolorosa. Hubo muchos instantes en lo que temió desfallecer y muchos otros en los que casi se tiró voluntariamente al suelo para terminar con aquella tortura. Pero Maddison resistió; se recordó a sí misma que su idea, desde un principio, había sido la de transportar al pequeño en la carreta, tirada por ella misma.
Entonces lo entendió, Robert tenía razón. Era una debilucha, pero se había equivocado en una gran parte: iba a sacar fuerzas de donde fuera para salvar a Nico. La joven esperaba pacientemente una oportunidad para escapar. «Otra arboleda; otro río; un monolito de piedras», trató de memorizar.
No sabía hacia donde se dirigían o porque los estaban transportando a otra aldea. Lo cierto, es que se sospechaba que estaban infectados, por lo que no entendía por qué se estaban arriesgando a exponer a los residentes de aquel lugar a terminar con su misma suerte.
El cuerpo de Nico bullía de la misma forma que lo hacían sus músculos cansados.
Cuando llegaron a las puertas de la aldea, un cura los esperaba vestido de blanco y rápidamente saludó al capitán. A continuación, observó a la muchacha y al niño por el rabillo del ojo y se santiguó.
Maddison observó confusa aquella escena; no entendía nada. Y así fue hasta que captó por la nariz un extraño olor que le revolvió el estómago. La joven tuvo que aguantarse las ganas de vomitar.
Fue en aquel instante, en el que cayó en cuenta de porque los habían traído a aquel lugar: como buenos creyentes, iban a practicarles la extremaunción antes de quemarlos en la hoguera. De esa forma purificarían su cuerpo y arrasarían la enfermedad.
«Jamás hemos tenido ninguna oportunidad de sobrevivir», entendió con el pulso disparado. La única razón por la que no los habían matado en el mismo instante que los habían encontrado era para que el cura pudiera atraer la salud del alma, del espíritu y del cuerpo, antes de hacerlos partir abruptamente de este mundo.
Una vez más, Maddison escuchó el graznido del cuervo y se mordió el labio con fuerza, hasta notar el sabor metálico en la boca. En aquel instante, no deseaba nada más que verlos ardiendo a todos juntos en el mismísimo fuego.
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