Capítulo IV: Al descubierto

Poco a poco el sueño se le hizo más y más pesado, y el cansancio más presente. Luchar contra todo ello fue realmente difícil para ella; el viento golpeaba su rostro de una forma tan agradable, que se le iban cerrando los ojos con cada caricia. Maddison solamente pensaba en parar y acurrucarse con el pequeño Nico.

Viajaron durante casi dos días: se sentía exhausta y los parpados le pesaban, pero debía seguir despierta para asegurarse que Nico aún respiraba.

Finalmente, se dio por vencida y pensó que, lo mejor y menos peligroso era parar a descansar antes de adentrarse en Sinful Amazons. No podría proteger al pequeño si ni siquiera se podía mantener en pie debido al sueño.

La luna estaba en su punto más álgido cuando por fin se sentó con la espalda apoyada en un árbol; la contempló en silencio y se dejó embelesar por la paz que le transmitía. «Parece un gran pan», pensó. Su barriga rugió con ese simple pensamiento y se dio cuenta, que, efectivamente, estaba hambrienta.

No es que no tuvieran suficiente comida, pero se sentía reacia a probar bocado. Por una parte, la intención de la joven era racionarla por si el camino se les complicaba y la necesitaban más adelante; por otra, había estado dos días sin parar de cabalgar, quemando todas las reservas del cuerpo.

En aquel momento, la vida de Maddison parecía un eterno dilema: izquierda o derecha; coger un poco de comida o reservarla para emergencias; seguir cabalgando o parar a descansar.

Se sentía agotada tanto física como mentalmente; parecía que la cabeza le fuera a estallar. Así que terminó por cerrar los ojos unos instantes y respiró el aire cargado de humedad; intentó centrarse en el silencio del momento.

La joven no supo muy bien cuando o cómo se quedó dormida, pero lo que para ella fueron unos segundos, se convirtieron en tres horas.

Cuando los rayos del sol empezaron asomarse, abrió los ojos sintiéndose desorientada y su primer instinto fue buscar al pequeño con la mirada. Se maldijo a sí misma al intentar reincorporarse demasiado deprisa; Maddison sintió todas sus agujetas. Dormir sentada a la intemperie no había sido la mejor idea y ya podía notar el dolor de garganta por culpa del frío de la noche. Lo peor de todo es que había salido tan deprisa y por patas que se había olvidado de llevarme un puñado de hojas de l'Her. «Me hubiesen ido de fábula», reflexionó. Sabía que el incipiente resfriado la iba a debilitar inevitablemente, tarde o temprano.

Maddison se levantó con cuidado y soltó algún que otro quejido; el cuerpo le dolía por la mala postura que había optado al dormir. Se acercó para comprobar como progresaba el pequeño Nico.

Este, seguía dormido. La joven dio las gracias, en silencio, por ello; facilitaba el trayecto y el poder ocultarlo de los ojos curiosos. Primero, comprobó sus manitas y suspiró aliviada al no observar negrura en sus dedos. Luego, alargó la mano con cautela y le tocó la frente; la preocupación volvió a apoderarse de ella al comprobar que aún estaba caliente.

Aquello la empujó a seguir su camino en busca de un remedio o una cura para Nico.

Sus posibilidades, como bien sabía, eran muy pocas si se quedaban dentro del territorio; por ello no quiso perder más tiempo. Si quería lograr hacer aquel largo viaje, debía ponerse en marcha. Cogió aire y se apresuró en volver a montar a Black, el caballo. Así lo había bautizado por el color de su piel; por falta de imaginación y por ser el único con el que podía hablar en aquellos momentos tan solitarios y desesperanzadores. Aunque, como era natural, el animal no pudiera contestarle.

Reanudó el viaje montando a Black, que iba al trote y tiraba del carro. La velocidad era algo que no se podía permitir y el pobre animal ya tenía suficiente con transportar a Maddison, al pequeño, y tirar del carro con sus pocas pertenencias.

Después de viajar poco más de cuatro horas, Maddison avistó el río Garling y decidió que lo mejor era desviarse levemente: quería dar de beber al caballo y comprobar, nuevamente, con el tacto, si la fiebre de Nico persistía.

Paró a un lado del camino y condujo al caballo hasta el agua; Black gozaba, sediento, de esta. Luego, se acercó al pequeño y se sentó cerca de él, acariciando su mata de cabello oscuro.

—Todo va a salir bien, pequeño valiente —le susurró con ternura.

Nico se revolvió al escuchar su voz y abrió sus ojos después de dos días cerrados.

—Maddie...—murmuró él.

Lo ayudó a reincorporarse entre lloriqueos y lo abrazó fuerte, tanto que Nico dio un respingo y temió haberle hecho daño.

—Lo siento —se disculpó—. ¿Cómo te encuentras?

Nico la miró con los ojos perdidos y supo, en ese mismo instante, que a pesar de haber despertado eso no significaba una mejoría en su enfermedad. Parecía desorientado y confuso, a la vez que deshidratado por culpa de la fiebre, por lo que lo dejó un instante y corrió hasta la orilla del río para recoger un poco de agua y ofrecérsela en las palmas de sus manos.

—Tienes que beber —le indicó. 

Él dio un sorbo y entonces la tos llegó; Maddison golpeó su espalda suavemente mientras se le encogía el corazón de verle tan enfermo.

—Quiero ir a casa —lloró.

Volvió a abrazar al pequeño; esta vez, con más delicadeza. Le explicó que se encontraban de viaje, lejos de lo único que conocían como su hogar. La noticia no pareció sentarle muy bien, se mostró inquieto y confuso por su repentina partida.

Maddison trató de imaginarse como se sentiría ella en su lugar; pequeña, enferma y despertando en un lugar desconocido.

—Pero quiero ir a casa, Maddie —repitió sin entender lo que le decía.

Su gimoteo se vio intensificado y por primera vez desde que partieron, se escuchó otro carruaje acercarse. En ese preciso instante todos sus músculos se endurecieron y se puso en alerta.

—Nico, necesito que guardes silencio. Por favor —le suplicó.

La piel se le erizó mientras trataba de calmar a Nico y lograr que se mantuviera quieto y callado. El ruido del galope de los caballos y las ruedas de los carros tirados por los animales, le indicaron que cada vez estaban más cerca: debía actuar de inmediato y ser precavida.

Con rapidez, desenganchó el carro de su caballo y trató de ocultarlo entre los árboles y la maleza. Cogió en volandas a Nico y lo subió a lomos de Black.

Con su espalda en su pecho y una mano sujetándolo, Maddison se dispuso a abandonar el camino y ponerse a salvo; nada importaba más que la vida del pequeño. Si lograban escapar y pasar desapercibidos ya se plantearía el volver a por sus cosas. Había algo en el aire que le gritaba que huyera. Maddison había tenido aquellas corazonadas otras veces y sabía que el instinto no le fallaba. 

Y lo confirmó cuando cinco soldados de la guardia negra aparecieron de la nada y les cortaron el camino; supo, en aquel instante, que su plan de fuga acababa de irse al traste. Frenó al caballo con brusquedad y este levantó las patas delanteras, asustado. Los soldados se limitaron a observar impasibles.

—No hables —le susurró rápidamente a Nico.

No supo si había sido por el susto que se acababa de llevar, por su frágil salud o porque entendió su petición, pero se quedó callado y quieto. Lo atrajo hacia ella mientras un par de soldados desmontaban sus caballos y caminaban en su dirección. Uno le llamó la atención especialmente: su broche era de oro, aunque a esa distancia, no podía estar segura de cuantas estrellas llevaba estampadas en la banda negra. Aun así, un escalofrío la recorrió mientras lo observaba acortar la distancia entre ellos.

—Buenas tardes, soy el capitán de la guardia negra, Jonathan Krosm —la saludó. Pero ni siquiera se dignó a quitarse el yelmo y descubrirse el rostro.

Maddison se limitó a devolverle el gesto con la cabeza, tratando de ocultar su nerviosismo. Era el segundo al mando de toda la guardia negra.

—¿Qué hacen por este camino una mujer y su hijo? —quiso saber, antes siquiera, de preguntar sus nombres.

Debía extrañarle que una mujer viajara sola, sin su marido. En pleno año 458, en las altas esferas, aún existía aquello que sus antecesores llamaban machismo. A pesar de que la clase baja, como ellos, estaban tan ocupados intentando sobrevivir como fuese, que no les daba tiempo a hacer distinciones entre hombres o mujeres. «Menudo gilipollas», lo maldijo mentalmente. Pero se aclaró la garganta antes de contestar y Nico enterró el rostro en su pecho, girando levemente el cuerpo.

—Nos mudamos con unos familiares, hacia el sudeste de Pana. He enviudado hace poco —contestó intentando sonar lo más afligida que pudo.

El capitán aguardó en silencio mientras seguía observándolos atentamente. Verlo allí plantado, totalmente cubierto de su armadura negra y con el rostro oculto, hacía que pareciera más terrorífico de lo que probablemente era.

A pesar de que lo estaban viendo de pie frente a su caballo, se trataba de un hombre alto y fornido, que casi duplicaba el tamaño de un campesino corriente. Se le notaba en la carne que comía y bebía bien. No como la mayoría del pueblo.

—¿De dónde vienen? —preguntó sin tan siquiera mostrar antes un poco de educación y lamentar su supuesta perdida. A Maddison le dio la sensación de que no se creía su historia; se puso aún más tensa.

—De Zerel, señor —respondió con rapidez, tratando de no alargar mucho la conversación.

Quería terminar con aquel encuentro lo más rápido posible, pero la respuesta que le había brindado no pareció ser de su agrado. Maddison trató de recordarse que debía mentir mejor; era una ladrona y tenía que sacar a relucir su talento.

—¿Y una viuda que viaja con su hijo, desde Zerel hasta Pana, lo hace bordeando Sinful Amazons?

Le clavó la mirada mientras lo decía y sus palabras lograron ponerla de los nervios. La joven apretó los puños con disimulo.

—No soy muy buena con la orientación, así que, tras perdernos, he preguntado hace un par de horas a un buen señor y me ha indicado el camino a tomar —siguió mintiendo.

—Pues debe saber usted que está siguiendo el camino más largo y peligroso que podría haber escogido —le espetó. Por el tono de su voz, Maddison supo que disfrutaba tratándola como a una boba.

Ante los ojos de la guardia, eso era lo que era. Se lo recordó a mí misma antes de fingir mostrarse avergonzada mientras se reían de su lamentable estupidez; debía mantener aquel humillante papel de campesina idiota. Parecía tener más oportunidades haciéndose pasar por una mujer con pocas luces, ignorante y boba.

—Puede continuar con su camino, si así lo desea —dijo divertido. Luego hizo un gesto al resto de su pelotón para que se prepararan para marchar.

Maddison lo miró atónita mientras se tocaba inconscientemente la sien, allá donde otro de su calaña la había golpeado, logrando que la sangre tiñera el suelo de la plaza.

Finalmente, bajó la cabeza mientras abrían paso con sus caballos, aún divertidos por su supuesta falta de inteligencia.

Mientras cruzaban a caballo, con la respiración contenida y creyendo que se habían librado por los pelos, Nico empezó a toser ruidosamente y un escalofrío le atravesó el cuerpo entero; se sintió como si le clavaran cientos de agujas en el cuerpo.

—¡Alto ahí! —intervino uno de los guardias; volvieron a cerrar el paso para impedirle avanzar.

El resto desenvainaron las espadas.

—Solo está un poco resfriado —le suplicó en un susurro.

Buscó un atisbo de compasión en aquel hombre, pero no lo halló. Intentaba con todas sus fuerzas mantenerse calmada y que no se le notase el tembleque de las piernas y la voz, pero el corazón le martilleaba con tanta fuerza que era innegable que estaba al borde de un ataque de pánico. El soldado parecía tan asustado como ella; a través del yelmo, solo lograba verle los ojos empapados de terror.

—¡Bajen del caballo inmediatamente! —les ordenó el capitán a sus espaldas—. ¡No os quitéis las máscaras! —se dirigió a los otros soldados.

Rápidamente, todos siguieron sus órdenes como si la vida les fuese en ello. El capitán, a su vez, se acercó a Maddison y al pequeño y repitió furioso las mismas palabras que antes:

—¡Bajen del caballo inmediatamente!

Su voz enfurecida hizo que se le helase la sangre. Ante su impasibilidad y perdiendo la poca paciencia que debía atesorar un cruel animal como él, trató de hacer bajar a Nico a la fuerza, pero Maddison lo apartó de un manotazo; ni siquiera pensó en ello, solamente actuó.

—¡No lo toque! —gritó ella.

El caballo relinchó asustado y volvió a levantar las patas delanteras, tal y como había hecho cuando les habían cortado el paso estrepitosamente. Maddison se agarró con fuerza a las riendas intentando controlar a Black, pero este se mostró nervioso y no quiso colaborar, hasta el punto de que casi los hizo caer de bruces al suelo.

—¡Controla el maldito caballo!

El capitán volvió a alargar la mano para intentar atrapar al pequeño, pero la joven volvió a repelerle rápidamente. Los otros guardas se reubicaron frente a ellos y el capitán pareció enfurecerse más ante su resistencia. Finalmente, con la ayuda de los otros, consiguió tirar con fuerza de Maddison, haciéndolos caer a ambos del caballo, que asustadizo corrió desbocado.

La joven no podía culpar al animal por ello, pues en su lugar, ella habría huido mucho rato atrás. «Si logramos salir de esto, tendré que pagar por un caballo que ni siquiera tengo», se maldijo a sí misma.

Vio como Black se alejaba deprisa y como se desvanecía su esperanza, no antes de notar el filo de una espada descansar amenazante sobre su cuello.

—Será mejor que empiece a colaborar, bella dama.

 Estaba claro que hablaba con ironía. El capitán sonrió con crueldad mientras la joven abrazaba a Nico, que permanecía aferrado a ella, confuso y aterrado.

Cuando el resto de la guardia se cernió sobre ellos, todo lo que Maddison pudo hacer fue gritar y tratar de proteger el cuerpo del pequeño Nico.


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