Capítulo especial

Doce años más tarde...

La niña se movía sigilosa entre las rocas cubiertas de nieve, evitando resbalar. Sus pasos habían quedado borrados por la ventisca que soplaba con fuerza y la niebla le impedía ver el camino que llevaba siguiendo desde el gris amanecer, pero eso no suponía ninguna dificultad para ella. Sus instintos eran tan afinados que le guiaban mejor incluso que si poseyese una brújula. Conocía a la perfección dónde se encontraba, aunque nunca había visitado esta parte del continente. Sus padres la habían llevado con ellos en innumerables ocasiones a sus locas aventuras y había podido observar la grandiosidad del reino de Kharos. Ahora sabía que se hallaba en el lugar correcto, aquel que un viejo mago amigo le había descrito con acertada precisión. La cueva se encontraba exactamente frente a ella. Su característica forma semejante a unas horribles fauces no era posible de confundir. Se encontraba exactamente en el lugar que tantas veces había escuchado contar al viejo maestro Sargon. Un lugar donde la magia era tan poderosa que incluso podía notarse en el aire y en las piedras que la rodeaban.
«La cueva no es difícil de encontrar, Shyrim, sin embargo hallar lo que se encuentra en su interior es un poco más difícil, porque tan solo lograrás verlo si los dioses lo desean».
La voz del maestro Sargon llegó hasta ella como transportada por el viento que gemía en el interior de la cueva.
Shyrim pensó que esta vez los dioses estarían de acuerdo con ella, porque su propósito era puro y honesto.
El maestro Sargon le había explicado que aquel sagrado lugar era uno de los pocos en los cuales los dioses estaban dispuestos a escuchar las peticiones de los mortales y Shyrim tenía una importante petición que hacerles. Era algo que llevaba ansiando hacer desde que era muy pequeña, cuando escuchó a su padre Aidam y a su madre Acthea hablar sobre una jovencita que consiguió salvar al mundo de la oscuridad sacrificando su propia vida. Algo que por supuesto ella no podía permitir. Si uno luchaba con todas sus fuerzas para librar al mundo del mal, lo más razonable era que obtuviese una recompensa. La muerte no era ninguna recompensa, eso estaba tan claro para ella como la petición que iba a hacerles a esos dioses a los que parecía no importarles nada.
«No pienso darme por vencida». Les dijo a sus padres en su doceavo cumpleaños. Por eso trató de convencerles de lo importante que era para ella cumplir con su propósito y conseguir obtener de ellos la autorización para emprender su búsqueda.
Aidam conocía el carácter de su hija, tan parecido al de Acthea y al de él mismo. Su madre estuvo mucho más reticente a la hora de dejarla marchar, pero al fin logró convencerles a ambos. El viejo maestro Sargon se ocuparía de velar por ella, les dijo y ambos sonrieron a un mismo tiempo, recordando viejas hazañas.
Partió un mes más tarde desde la soleada ciudad de Khorassym, la capital del reino,  donde sus padres eran tratados como héroes por todos los ciudadanos y donde ahora ambos ostentaban los cargos de consejeros del rey. Su viaje duró exactamente cinco meses y ahora se encontraba allí, en el interior de aquella cueva y a punto de comunicarse con los mismísimos dioses.
El altar permanecía oculto en lo más recóndito de la cueva. Shyrim lo halló no sin dificultad y cuando lo encontró pensó que no se trataba más que de un puñado de ruinas. Los pilares que un día sustentaron el techo de aquel templo, habían cedido con el paso del tiempo y ahora aparecían desmoronados y rotos en pedazos. La piedra central del altar de las invocaciones también estaba partida en varios fragmentos y la niña llegó a pensar desilusionada que había acometido aquel largo viaje para nada. De todas formas se arrodilló ante él y elevó al techo de la cueva sus plegarias.
Nada sucedió, o por lo menos nada que apuntase a que los dioses la habían escuchado. Harta de esperar sin que nada ocurriese tomó la decisión de marcharse de allí, cuando escuchó una dulce y melodiosa voz que parecía hablarle directamente a ella.
«Tus pensamientos son puros». dijo aquella voz, «Pero tu petición es imposible, pequeña».
—¿Por qué? —Preguntó Shyrim.
«Porque una Khalassa nunca regresa de la muerte», contestó la voz.
—No lo entiendo. Ella se sacrificó por todos nosotros. Hizo el trabajo que vosotros no os atrevisteis a hacer. ¿Por qué castigarla?
«Su muerte no es un castigo, sino una bendición. La muerte, tal y como vosotros los mortales la concebís, no es como os imagináis. La Khalassa está muerta y al mismo tiempo no lo está».
—¿Y qué puedo hacer para que vuelva con nosotros?
«¿Hacer? ¿Qué supones tú que puedes hacer?».
—¿Bastará con mi sacrificio? —Preguntó Shyrim y entonces la voz calló.
El tiempo pareció dilatarse una eternidad y cuando la niña pensó que la voz de los dioses nunca volvería a hablar, se equivocó.
«Tu sacrificio nos bastará», dijo la voz.«Toma tu cuchillo y clávalo en tu pecho. Entonces accederemos a tu petición».
Shyrim no se amedrentó. Conocía la forma de ser de los dioses gracias a los relatos de sus padres y sabía que por su naturaleza nunca otorgaban nada sin pedir algo a cambio. Tomó el cuchillo que su padre le había regalado al cumplir los once años y lo volteó hasta que el filo apuntó a su corazón.
—Espero que no me estaréis mintiendo —dijo con un susurro apenas audible. Tomó el mango del cuchillo con ambas manos y...
«¡Detente! Es suficiente.». Dijo la voz.
Shyrim se detuvo. La voz pareció extinguirse definitivamente y un extraño halo de luminosidad inundó la profunda cueva. Una silueta pareció materializarse en el interior de aquella luz y tomó cuerpo hasta que se reveló como la figura de una persona. La luz se apagó de repente y el cuerpo desnudo de una joven se derrumbó en el suelo.
Shyrim se quitó su gruesa capa de viaje y cubrió el cuerpo de aquella joven mujer que había aparecido de la nada. Observó sus cabellos anaranjados, su piel fina y muy pálida y el brillo de sus ojos verdes cuando la miró.
—¿Tía Sheila? —Preguntó tímidamente la niña.
—Sí, pequeña, soy yo...


Continuará

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