Capítulo 7 - Un encuentro fortuito
—¿Estás preparada? —Grité con fuerza. Durante todo el día Sheila no había dejado de entrenar, estaba dispuesta a lo que fuera con tal de conseguir esos poderes de los que le había hablado —. La primera técnica que aprenden los principiantes es la defensa. Si no sabes defenderte, morirás. Crea un escudo de fuerza que te proteja, ya sabes lo que tienes que hacer. Busca en tu interior y lo lograrás.
Sheila se puso en posición de guardia, tan concentrada que su ceño arrugaba toda su frente.
Lancé una pequeña bola de energía de un vibrante color azul en su dirección, era un hechizo menor, pero tampoco quería matarla. Un destello azulado resplandeció en el claro del bosque que utilizábamos como campo de entrenamiento, voló raudo hacía la joven y la alcanzó en el pecho derribándola por enésima vez en esa misma tarde.
Ella se incorporó dolorida dando una patada a una piedra.
—¡No creo que lo consiga, no valgo para esto! —Refunfuñó.
—¿Por qué no pruebas con esto? —Aidam que había estado observando atentamente, le lanzó a la joven la fea espada que ella había encontrado en las ruinas. Sheila la alcanzó en el aire con mucho esfuerzo pues era una espada muy pesada —. Si esa gema te dio el poder, quizás...
—Es una buena idea —dije yo, pensando que debería habérseme ocurrido a mí y no a un patán como Aidam—. Prepárate Sheila, esta vez lanzaré una mucho más fuerte.
—¡No, no espera!
Sheila apenas tuvo tiempo de prepararse cuando lancé una bola de energía bastante más fuerte que las anteriores. El haz de energía voló hacia ella tan rápido como el pensamiento y en el último momento Sheila consiguió levantar la espada y una luz rojiza resplandeció en el claro. La bola de energía chocó contra la espada y reventó en una explosión de luz que nos derribó a todos. Cuando conseguimos ponernos en pie, vimos como la hoja de la espada brillaba incandescente con un color rojo intenso, pero también los ojos de Sheila tenían el mismo brillo.
—La gema es un catalizador de la magia que hay en ti —dije acercándome hasta la joven—. Hasta que aprendas a usar tus poderes, deberás llevar esa espada.
—Pero es muy pesada, apenas puedo levantarla —gimió Sheila.
—Ese es mi trabajo—Dijo Aidam—. Yo te entrenaré, pequeña. Jamás tendrás un mejor profesor.
—Por lo menos nunca tendrás uno más modesto que él —dije yo sonriendo. En realidad, conocía lo que por ahí se decía de él y si era verdad todo lo que se contaba, no tendríamos de qué preocuparnos.
Aidam se acercó hasta la muchacha y se puso tras ella, tan cerca que Sheila se removió incómoda. Tomo las manos de la joven que aún sujetaba la espada, entre las suyas y la ayudó a levantar el pesado espadón.
—Tienes que pensar que forma parte de tu cuerpo —dijo Aidam, susurrándole en el oído. Luego levantó la espada por encima de su cabeza y con mucha suavidad descargó un golpe cortando el aire —. Ves, se hace así...
En ese momento llegó Acthea corriendo.
—¡Alguien viene!
Aidam reaccionó al momento acercándose hacía el lugar donde le indicaba la joven. Vi como Sheila escondía la espada en el paño para ocultarla, recogía su arco y sus flechas y corría detrás de Aidam. Yo también la seguí un segundo después.
Eran tres los jinetes que se acercaban por el camino principal que nosotros habíamos abandonado para acampar. Llevaban armaduras oscuras que les cubrían completamente el cuerpo e iban bien armados. Parecían soldados de algún ejército, aunque no reconocía de cuál y se detuvieron al ver el humo de la hoguera de nuestro improvisado campamento. Aidam salió de entre unos arbustos que le ocultaban y se acercó a los jinetes. Había dejado todas sus armas excepto el hacha que llevaba colgada al cinto. Quería dar la impresión de ser un sencillo viajero.
Aidam hizo un gesto de saludo con su mano y uno de los desconocidos desmontó de su caballo y levantó la visera de su yelmo. Rondaba los cuarenta años y su rostro curtido y lleno de cicatrices revelaba lo azaroso de su vida militar. Me fije que su armadura no tenía ninguna enseña que lo identificase.
—¿Dónde están los demás? ¿Os ocultáis en las sombras? —dijo el jinete señalando los cuatro caballos atados en el tocón de un árbol.
—Son dos mujeres y un anciano a los que acompaño a PiedraAlta. Al veros se asustaron —contestó Aidam—. Ya sabéis que los caminos nos son seguros en estos tiempos. Y a vosotros, ¿qué os trae por aquí?
—Eso campesino, no es de tu incumbencia —dijo uno de ellos. El que parecía el jefe de los tres alzó su mano indicándole que permaneciera en silencio.
—Buscamos a una joven pelirroja, de unos quince años. Viaja acompañada de un viejo. ¿Os habéis cruzado por casualidad con alguien parecido?
—No, que va—respondió Aidam de inmediato—. Aparte de vosotros no hemos visto a nadie más.
—Ya —dijo el soldado poco convencido —. Podrías decirles a tus asustadizos acompañantes que salgan. Me gustaría expresarles mis disculpas por haberles asustado.
Aidam se rascó la barba pensativo. Aquellos tipos no eran vulgares soldados de algún ejército, eran mercenarios y buscaban a Sheila. ¿Quién demonios era esa chiquilla para que la buscarán?
—Me parece que aún no se han recuperado del susto —informó Aidam, mientras llevaba con disimulo su mano hacia el hacha que colgaba de su cinto —. Seguid vuestro camino, os puedo asegurar que las damas que me acompañan no son la que buscáis...
—¡Apártate, campesino! —Indicó el jinete que antes había hablado, azuzando su caballo contra Aidam. Este se apartó con agilidad y de un golpe desmontó al jinete que fue a dar contra el suelo, quedando aturdido.
Los otros dos mercenarios reaccionaron al instante desenfundando sus largas espadas. Aidam esquivó a uno de ellos mientras arrojaba su hacha contra el segundo que caía al suelo muerto. El hacha había atravesado su yelmo.
En ese momento llegó Acthea portando la espada de Aidam y lanzándosela por el aire. Él la recogió al vuelo y pudo parar el sablazo del jefe de los mercenarios. Ambos se enzarzaron en una violenta lucha.
El mercenario que había sido desmontando, se levantó del suelo y cogió una larga lanza de su montura. Apuntó a Acthea con ella y la lanzó. La lanza se dirigía directamente hacia la joven, pero justo antes de que la alcanzara se quedó clavada en el aire, inmóvil. Solo tuve que pronunciar una palabra para inmovilizarla a tiempo. Acthea se había quedado petrificada al ver la lanza a escasos centímetros de su cuerpo. Con un guiño y una sonrisa le confirmé que no tenía que preocuparse.
Más extrañado se había quedado el soldado al ver su lanza flotando en el aire, pero cuando se disponía a reaccionar dos flechas surgieron de su coraza como por arte de magia. Sheila apuntó mejor y estaba a punto de disparar, cuando Acthea se le adelantó dando buena cuenta del soldado. Había lanzado una de sus dagas, alcanzando al guerrero justo entre los ojos, a través de la visera de su casco.
Aidam seguía esquivando las acometidas del jefe de los mercenarios, este, aunque era un guerrero muy ducho y a pesar de su experiencia, no lograba alcanzarle. Aidam bloqueó su estocada y haciendo un quiebro consiguió atravesar el corazón de su adversario. El último mercenario se desplomó muerto.
—¡Lo hemos conseguido! —Celebró la victoria, Acthea.
—No eran más que tres. Si hubiera sido un regimiento entero estaríamos muertos... —Aidam se acercó al lugar donde estaba Sheila y dirigiéndose a ella le gritó—. Y tú, jovencita, tienes muchas cosas que explicarme...
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