Capítulo 4. La Dama del dragón


Me levanté del suelo aturdido y miré a mi alrededor. Todo parecía haber sido barrido por un vendaval; como si algún dios cansado de sus juguetes los hubiera arrojado al suelo sin contemplaciones. Vi incorporarse a Aidam y también al rey Durham, cuyo rostro reflejaba su perplejidad. La única que permanecía en pie era mi hija Sheila. Altiva y también orgullosa, contemplaba en silencio la destrucción que había tenido lugar a su alrededor.
De un rápido vistazo observé el campo de batalla y lo que vi me dejó estupefacto. El enemigo había sido destruido por completo. Los cuerpos carbonizados de miles de muertos vivientes humeaban como improvisadas fogatas. Ninguno había sobrevivido a la ola de destrucción que Sheila había invocado.
El poder de mi hija me sobrecogió.
La cabeza me palpitaba aún y me acordé de que había estado a punto de morir. El hechizo que Sheila había invocado estuvo a punto de acabar con nuestras vidas. Consciente o inconscientemente Sheila estuvo a punto de matarnos y eso era algo que tendría que averiguar en cuanto pudiese hablar con ella.
Aidam se me acercó, tan confuso como yo mismo.
—¿Qué demonios ha sucedido, Sargon? —Me preguntó.
Me encogí de hombros.
—Lo único que sé es que Sheila ha destruido a nuestro enemigo.
Aidam se asomó por el borde de la almena y le vi asentir.
—Es cierto... ¿Y lo ha hecho ella sola?
—Nos utilizó, Aidam. Uso nuestra fuerza vital para realizar ese hechizo y estuvo a punto de costarnos muy caro.
—No creerás que lo hizo intencionadamente, ¿verdad?
—Ya no sé qué creer, Aidam. Sheila no parece la misma desde que regresó transformada en esa Khalassa.
—No, ciertamente no parece la misma —reconoció el guerrero—. Esperemos que ese cambio sea para bien.
—También yo lo espero. ¿Recuerdas la visión que tuve? Vi a Sheila transformada en un ser maligno. La vi junto a Dragnark y rodeada por las tinieblas. Una servidora de la oscuridad...
—Pero eso no tiene por qué ocurrir, ¿no es así?
—No lo sé, Aidam —dije desconsolado—. No lo sé.
El rey Durham también llegó hasta nosotros, rodeado por sus generales.
—El enemigo ha sido destruido —dijo sonriente—. Esta batalla la hemos ganado  y ahora ganaremos la guerra.
—No debéis precipitaros, Majestad —empecé a decir, pero nuestro soberano me interrumpió con un gesto.
—Ha llegado nuestra hora, maestro Sargon. Con vuestra hija de nuestro lado la guerra llegará a su fin y derrotaremos a ese nigromante. Hemos de actuar sin dilación. Haré formar a las tropas. Avanzaremos hasta el campamento enemigo y destruiremos lo que queda de las fuerzas de Dragnark. Él también caerá, tenedlo por seguro.
—No encontraréis a Dragnark allí, Majestad —explicó Aidam—. Lord Reginus dijo que había partido con anterioridad.
—¿Dónde ha ido? —Preguntó el rey.
—Según nos explicó, Dragnark habría viajado a las tierras baldías del oeste.
—¿Y por qué motivo iría allí?
—Eso lo desconocemos, Majestad —dije yo.
—No sabemos por qué ha ido allí, Majestad —dijo Aidam—, pero debe de tratarse de algo muy importante para haber abandonado esta crucial batalla antes de su término. Creo que deberíamos averiguar sus motivos antes de que sea demasiado tarde.
—Me parece bien —contestó el rey—. Encargaros de ello, Lord Aidam y vos, maestro Sargon, ayudadle. Os entregaré una carta firmada con mi nombre en la que diga cuál es el objeto de vuestra misión. Todos lo que la lean deberán atenerse a vuestras órdenes.
—Así lo haremos, Majestad. Gracias.
Tras dejar a nuestro soberano y a sus generales, Aidam y yo acudimos al lugar donde Sheila se encontraba y de donde no se había movido.
—Lo siento mucho, padre —dijo nada más vernos.
—¿Sentirlo? ¿Por qué? —Pregunté, aunque creía conocer la respuesta.
—Por ponerte en peligro, a ti y a todos los demás —contestó Sheila. Por lo tanto era consciente de lo que había hecho—. Una vez invoqué el hechizo me di cuenta de lo que sucedía, pero fui incapaz de detenerme. Lo siento de veras.
Sheila había bajado la cabeza apesadumbrada y yo me acerqué hasta ella para consolarla.
—Estamos bien, después de todo —dije—. Nunca antes había presenciado un poder así, ¿cómo es posible...?
—Fue ese anciano, Shurom, quien me legó estos dones. Yo nunca lo hubiera hecho de conocer los riesgos, tienes que creerme, padre.
—Te creo, Sheila —contesté, pero no era del todo cierto. La abracé con sinceridad pues un padre ha de creer en sus hijos, aunque en lo más profundo de su alma conozca la verdad—. Creo que vamos a necesitar tu ayuda otra vez.
—¿De qué se trata?
Le expliqué lo que sucedía y nuestra misión de averiguar las intenciones de Dragnark.
—Solo puede haber acudido allí por un motivo —dijo Sheila—. El altar de Phestius.
Al principio no comprendí, después recordé haber escuchado ese nombre con anterioridad.
—Ese lugar es la morada de los Dioses, ¿verdad? —dije.
—Así es, padre. Si Dragnark ha acudido allí solo puede ser por un motivo: Invocar al dios Rhestar, el señor supremo del fuego. Aquel que creó a los dragones y cuyo poder temen incluso los dioses.
—¿Para qué querría despertar a ese dios? —Preguntó Aidam.
—Quizá su interés no sea tan solo despertarlo, tal vez trate de ocupar su lugar —contestó Sheila y en ese instante supimos que tenía razón.
—Dragnark pretende ser un dios —dije. Todo era mucho más claro ahora que conocíamos esa información—. Desde el principio esa fue su intención. Nunca se conformará con conquistar la capital del reino, su ambición está mucho más allá de algo tan insignificante. Quiere ser el amo del mundo.
—¿Entonces por qué envío su ejército hasta nuestras puertas?
—Quería mantenernos ocupados —dije—. No ha sido más que un engaño. Era consciente de que únicamente nosotros podíamos desbaratar sus planes, especialmente tú, Sheila. Debió de atisbar tu poder cuando estuviste cautiva en su castillo y supo que podíamos derrotarle, por eso se anticipó con esta jugada. Es muy posible que ya haya logrado sus propósitos...
—Aún no, padre. Todavía tenemos una oportunidad de detenerle.
—¿Cómo vamos a hacerlo? Ese lugar dista muchas leguas de aquí. Ni siquiera a lomos de un dragón llegaríamos a tiempo...
—Podemos usar un portal —explicó Sheila—. Hay uno en esta ciudad...
Me pregunté cómo lo sabía. Ella pareció leer mi mente.
—No tengo idea de cómo lo sé, padre. Hay muchas cosas que aún no comprendo, pero sé que estoy en lo cierto.
—Así es, tienes razón. Aquí en Khorassym hay un portal, el maestro Igneus me habló de él, pero también me dijo que era imposible hacerlo funcionar. Nadie sabe cómo hacerlo. Toda esa sabiduría quedó olvidada cuando los dragones desaparecieron.
—No se olvidó —contestó Sheila—. Yo sé como hacerlo funcionar. Soy Khalassa, ¿recuerdas? Soy la dama del dragón.

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