Capítulo 34. Lealtades
Sargon
La misión que me había encomendado Aidam no era fácil. Velar por la seguridad de todas aquellas familias que vivían extramuros era complicado, más aún cuando debía decirles que habían de abandonar sus hogares y dejar atrás todas sus pertenencias. Algunos obedecieron encogiéndose de hombros, sabiendo que estas medidas eran por su bien. Otros sin embargo, no quisieron acatar mis órdenes. Una mujer incluso amenazó con molerme a palos con su escoba y algunos niños se burlaron de mí, arrojándome barro. Fue Acthea quien les hizo retirarse.
—Son unos pequeños salvajes —dijo.
—No son más que niños —contesté—, y están tan asustados como sus padres.
—Deberían obedecer. Cuando esos ejércitos de muertos vivientes y de Dracos lleguen hasta aquí, implorarán que abramos las puertas y entonces será demasiado tarde.
—Por eso nuestra misión no debe fracasar. Hemos de intentar que todas esas familias se instalen en el interior de la ciudad antes de que no quede tiempo hacerlo. Continuemos, Acthea y tengamos paciencia.
La joven asintió con desgana. Todo se complicó y mucho cuando quisimos desalojar a un antiguo soldado que había perdido una pierna en alguna batalla tiempo atrás. El anciano se negó rotundamente a dejar su casa.
—No pienso moverme de aquí —dijo—. Podéis marcharos con viento fresco.
—Escúcheme —le dije—. No puede quedarse aquí. Su vida corre peligro. El ejército invasor llegará en cualquier momento.
—No tengo miedo. Les haré frente cuando lleguen. Nunca he sido un cobarde.
—Ni yo lo pongo en duda —contesté—. Pero no podrá sobrevivir.
—Para lo que me queda, poco importa. Perdí a mi mujer y a mis dos hijos, perdí mi pierna y mi trabajo. ¿Qué más puedo perder?
—Podéis perder la vida —dijo Acthea y vi como el hombre sonreía con cinismo.
—Exacto. Es mi vida, puedo hacer con ella lo que me plazca y por eso he decidido quedarme. Marchaos y desalojad a esas familias con niños. Ellos aún tienen un futuro.
Aidam que había escuchado la conversación desde lo alto de las almenas bajó y llegó junto a nosotros.
—Déjame a mí, Sargon —me dijo—. Yo trataré de convencerlo.
Asentí y me quedé al margen.
—Yo os conozco —dijo el anciano soldado—. Vos sois ese joven Lord, ¿no es así?
—Mi nombre es Aidem y sí, el rey me ha nombrado Lord hace unos días y también me ha encomendado la seguridad de la ciudad y la protección de todas las personas que viven aquí y eso os incluye a vos—Aidam se sentó sobre un montón de leña que había apilada junto a la cabaña del anciano—. Es un bonito sitio este. ¿Lleváis mucho tiempo viviendo aquí?
—Veinte años, señor —contestó el anciano.
—Podéis llamarme Aidem. ¿Cuál es vuestro nombre?
—Me llamo Roblard.
—Muy bien, Roblard. Os voy a proponer algo. Si os negáis nos marcharemos en el acto de aquí y os dejaremos en paz, aunque eso signifique lamentar vuestra muerte. Si aceptáis mi propuesta me sentiré contento de haberos podido ayudar.
—¿Qué queréis proponerme?
—Os propongo servirme a mí personalmente, Roblard. Una persona como vos ha debido de ser participe de numerosas batallas y no me vendría mal vuestra experiencia.
—¿Lo decís en serio?
—Nunca he hablado más en serio —contestó Aidam—. He sido mercenario y contrabandista, pero nunca antes he luchado junto a un ejército. Vos podréis asesorarme pues sé que cometeré muchos errores.
—Soy una persona incompleta, mi señor Aidem. No sirvo para nada —se lamentó el anciano—. No debéis confiar en mí... Nadie lo hace.
—Tenéis una sola pierna, ¿y qué? Tenéis dos manos, ¿no es así? Y vuestra memoria está en perfectas condiciones, ¿me equivoco?
—No señor, no os equivocáis.
—Entonces no veo por qué no podéis serme de utilidad.
El anciano trató de ponerse en pie sin conseguirlo. Aidam le ayudó a hacerlo.
—Acepto, mi señor Aidem. Debería haber más caballeros como vos al mando.
—Y también más soldados como vos, Roblard. Vuestra entrega —Aidam señaló la pierna que le faltaba— tendrá su recompensa.
Roblard parecía haber rejuvenecido veinte años. Aidam le alcanzó la muleta y el hombre la aceptó con gratitud.
—Disponed de mí para lo que gustéis —dijo Roblard, cuando un tumulto llegó a nuestros oídos. Se escucharon gritos y el sonido de dos espadas al entrechocar.
—¿Qué está sucediendo? —Preguntó Aidam, llegando junto al lugar de la pelea. Un hombre joven aún, de fuerte complexión y espesa y enmarañada barba mantenía a raya a cinco soldados del rey, haciéndoles retroceder.
—Bajad las armas —ordenó Aidam a los soldados.
—Este hombre nos ha agredido, señor —dijo el más veterano de los soldados—. Merece un castigo.
Aidam observó al joven que iba armado tan solo con una oxidada espada. Su cabello largo y enmarañado oscurecía sus facciones.
—¿Por qué habéis agredido a mis soldados? —Le preguntó.
—Ellos empezaron primero —contestó el aludido—. Yo solo me defendí.
—Y ciertamente lo habéis hecho muy bien. Cinco contra uno nada menos.
—Ni aunque fueran veinte —se carcajeó el joven—. No podrían conmigo.
—Señor, solo le pedimos que desalojara su casa, tal y como nos habéis ordenado hacer —dijo el soldado—. Él se negó y sacó su arma, atacándonos.
—¿No queréis marcharos? —Preguntó Aidam al joven pendenciero—. ¿Por qué motivo? Conocéis lo que os sucederá si no lo hacéis. ¿Queréis morir acaso?
—Yo no obedezco órdenes de nadie —dijo altanero.
—Las órdenes son del rey. ¿Tampoco a él le obedeceréis?
—¿Cuándo el rey se ha interesado por nosotros? ¿Cuándo ha venido por aquí para preocuparse de las condiciones en las que vivimos? Yo os lo diré: Nunca.
—El rey tiene otras cosas de las que ocuparse —contestó Aidam—. Por eso me ha pedido a mí que lo haga y yo estoy aquí.
El hombre frunció el ceño.
—¿Y quién eres tú? ¿Un fiel lacayo? ¿Un lameculos de Su Majestad?
—No. Solo soy alguien que se interesa por los demás.
—Vete al cuerno —el hombre blandió su espada amenazadoramente frente a Aidam—. Sal de mi propiedad si no quieres que yo mismo te eche.
Aidam no se inmutó. En vez de retroceder dio un paso adelante.
—¡Márchate o no tendré más remedio que calentarte el trasero como a un niño!
—Eso está por ver —dijo Aidam, avanzando de nuevo en dirección hacia el joven. Este alzó su espada dispuesto a golpear con ella a Aidam—. Sois muy valiente atacando a alguien desarmado.
—Coge tu espada y te ensartaré como a un pollo...
Aidam no hizo intención de desenvainar su espada, pero no cedió.
—¡Tú lo has querido! —Gritó el hombre y arremetió con su espada. Aidam no tuvo dificultad alguna para esquivar su ataque.
—Deberíais pelear mejor siendo tan bravucón.
El joven lanzó un sablazo con la intención de decapitar a Aidam, pero este lo esquivó igualmente. Se revolvió y golpeó a su agresor en las costillas con un fuerte puñetazo. El joven no dejó caer su arma, sin embargo su rostro enrojeció de ira.
Aidam no dejó que respondiese a su ataque y lanzó su puño contra el rostro del bravucón. El golpe le hizo tambalearse.
—¡Maldito seas! ¡Me has roto la nariz! —. La sangre se escurría incontenible por su rostro.
—Dejad la espada y hablaremos —pidió Aidam, pero el hombre se negó.
—¡Os mataré!
Aidam no le dejó intentarlo de nuevo. De una fuerte patada le hizo caer al suelo y con otra apartó la espada de su alcance.
—No os levantéis —dijo al verle revolverse tratando de levantarse—. Será mucho peor si lo hacéis.
El hombre se dio por vencido y volvió a dejarse caer en el suelo mientras se ocupaba de su sangrante nariz.
Aidam le tendió la mano.
—Os llevaré a ver al médico —dijo—. ¿Cómo os llamáis?
—Juroh Shelos —contestó, aceptando la mano de Aidam—. Sé cuando aceptar una derrota.
—Y yo sé reconocer a un buen luchador. Tengo una propuesta para vos...
Al cabo de media hora, Aidam era seguido por una cohorte de personas cada una de ellas muy diferente a las demás. Aparte del anciano soldado y del joven pendenciero, Aidam había reclutado a cinco personas más. Le acompañaban un solitario cazador que respondía al nombre de Dharik, que cargaba con una pesada ballesta y un carcaj repleto de flechas y que decía vivir en los bosques, acudiendo tan solo a la ciudad para comerciar con pieles y con la carne de los animales que capturaba. Aidam consiguió convencerle de que su vida podría mejorar si aceptaba su propuesta.
Broslim, otro de los nuevos seguidores era un granjero cuya existencia veía peligrar al verse desalojado de su hogar. Tenía esposa y una hija y Aidam le convenció para que formase parte de su guardia personal, asegurándole el bienestar de su familia.
Rolyn y Cash eran dos hermanos gemelos que tampoco estaban dispuestos a dejar su casa donde vivía su anciana madre. Aidam les aseguró que él se haría cargo personalmente de su madre, a quien instalaría en la posada de Maeh, sabiendo que ella no iba a negarse.
Por último estaba Anae, una preciosa joven, huérfana de padre y madre, que se ganaba la vida alegrándosela a los demás. Anae solía visitar todas las tabernas de los extrarradios de la ciudad, unas tabernas que ahora no iban a tener clientela.
—¿Por qué quieres que trabaje para ti? —Le preguntó la joven prostituta—.¿Me deseas solo para ti?
—No, no se trata de eso. ¿Por qué no iba a darte una oportunidad? —Respondió Aidam—. ¿Acaso no eres alguien de fiar?
—Más de uno lo negaría.
—¿Y tú?
—Yo no sabría qué contestar a eso.
—Ya. Me robarás en cuanto me dé la vuelta. O tratarás de seducirme. ¿No es eso?
—No si me pagáis bien.
—Ten por seguro que lo haré.
—¿Y qué esperáis de mí a cambio?
—Tus oídos —dijo Aidam—. Necesito saber lo que sucede a mi alrededor cuando yo no estoy y para eso te necesito. Sé que tú sabrás desenvolverte.
—Sí, es una de mis especialidades. Otra de ellas es hacer gozar a los hombres. ¿De verdad no te interesa?
—Te avisaré cuando disponga de tiempo —dijo Aidam con una sonrisa.
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