Capítulo 31. Sheryn
Sheila
El rugido despertó ecos por todo el valle. Las piedras temblaron y una densa polvareda se levantó cuando el dragón aterrizó a escasos metros de nosotros. Se trataba de un inmenso dragón de escamas escarlatas y ojos de fuego verde.
—¡Sheryn! —Exclamó Haskh.
—No, no lo es —negué. Me era imposible imaginar ser la protagonista de una antigua profecía. Di un paso adelante en dirección hacia el dragón, pero mi compañero me tomó del brazo.
—No lo hagas, Sheila.
—He de hacerlo —contesté, soltándome—. Tú quédate aquí.
Haskh asintió. No parecía tenerle miedo a aquel monstruoso ser, pero sí un genuino respeto e incluso admiración. Yo por el contrario estaba aterrada.
El dragón me observó con inquietud y agitó su poderosa cola derribando un alto muro de piedra tal y como si se tratase de un castillo de arena. Sus fauces se abrieron mostrando dos hileras de dientes muy afilados.
Yo no cedí al miedo y continué caminando despacio, mirando fijamente al dragón a los ojos y sin apartar la mirada de él.
Me encontraba a unos escasos cinco metros del animal, cuando lanzó un fiero gruñido de advertencia. Vi a Haskh dar un paso en mi dirección, pero levanté mi mano para detenerle.
—No, Haskh, he de hacerlo yo sola —dije. Debió de oírme, pues el semiorco se detuvo.
Ahora el dragón me observaba con verdadera curiosidad, preguntándose, supuse, qué tipo de manjar era yo.
La bestia había plegado sus alas contra su escamoso cuerpo y su cabeza se irguió sobre mí, dispuesto para devorarme.
—No, no lo hagas —susurré—. No voy a hacerte ningún daño.
El dragón se detuvo. Era cierto, me escuchaba y parecía comprender lo que yo le decía. Eran animales inteligentes tal y como Haskh aseguraba.
—¿Qué eres, tú? —Preguntó una voz en mi cabeza. Me estaba hablando telepáticamente.
—No te entiendo —respondí.
—No eres un ser humano, ni tampoco un medio orco como tu amigo. ¿Qué eres?
—Soy humana —dije, preguntándome si lo era de verdad.
—El corazón de ningún humano brilla como el tuyo. No trates de mentirme o te devoraré.
—Su nombre es Khalassa, dragón —mintió Haskh.
Parecía que Haskh también podía escuchar al dragón en su mente.
—¿Khalassa? ¿La niña dragón? —El gigantesco animal pareció dudar.
—Así es, dragón.
—Deja de llamarme así. Mi nombre es Shephiro... ¿Así que pretendes ser Khalassa? Eso tendrás que demostrármelo.
—Lo hará, gran Shephiro. Te lo demostrará.
No entendía nada. ¿Qué había de demostrar? ¿Por qué Haskh se empeñaba en llamarme Khalassa, como la niña de la profecía?
Haskh me había tomado del brazo y me llevó donde el dragón no podía escucharnos.
—Tienes que usar tu magia, Sheila —dijo.
—¿Por qué le has mentido?
—Para impedir que nos devore. Confía en mí. Piensa en algún hechizo. Alguno poderoso.
—No conozco ningún hechizo poderoso —protesté—. No soy más que una maga novata.
—Date prisa, el dragón se impacienta.
En ese momento odiaba a Haskh por el lío en el que me había metido y me odiaba a mi misma por no ser más fuerte. Seguro que mi padre conocía un montón de hechizos poderosos y Dragnark también, pero a mí no se me había ocurrido pedirles que me enseñasen ninguno.
—¿Estás lista, joven Khalassa?
No, no lo estaba. Miré a Haskh suplicante.
—¡Hazlo!
No era cierto, sí que conocía un hechizo poderoso. Acababa de recordarlo.
Pronuncié las palabras mágicas atropelladamente y un rayo alcanzó lo que quedaba del muro que el dragón había derribado. Hubo una explosión y una lluvia de piedras desmenuzadas cayó sobre el animal.
—Eres poderosa —dijo Shepiro—, pero no eres Khalassa...
—No lo soy. Mi nombre es Sheila —dije—. Yo te he llamado.
—Y yo acudo a tu llamada, joven Sheila. ¿Qué necesitas de mí?
—Tu ayuda.
—La tendrás.
—Necesitamos viajar muy lejos —dijo Haskh, quien estaba encantado con la forma como se habían resuelto las cosas.
—Nada está lejos para Shepiro.
—Necesitamos ir a Khorassym. Nuestros amigos están allí —expliqué—. ¿Podrás llevarnos?
—Os llevaré, pero antes quiero mostrarte algo, joven Sheila. Sube a mi lomo.
Me eché a temblar.
—No temas. Será un corto viaje.
Accedí y con alguna dificultad me encaramé al lomo del dragón. Sentí la dureza de sus escamas y la energía que parecía latir en sus músculos. Era un ser realmente formidable.
De un poderoso salto el dragón alzó el vuelo desplegando sus gigantescas alas coriáceas. El suelo se perdió de vista en cuestión de segundos y yo me aferré con toda mi alma a su escamosa piel.
—¿Dónde me llevas? —Pregunté como pude.
—No es dónde, sino cuándo —contestó el dragón—. Confía en mí.
Lo hice, qué otra cosa podía hacer. Shepiro detuvo su ascensión y comenzó a volar en círculos, dejándose llevar por las corrientes de aire. Su forma de planear era suave y tranquila. No sabía dónde me encontraba, pero el paisaje que veía a mi alrededor era distinto al que escasos segundos antes habíamos dejado atrás.
—Bienvenida a mi reino. El Reino de los Dragones; Sheila, corazón de fuego.
¿Corazón de fuego? ¿Qué significaba eso?
El dragón leyó mi mente y me contestó:
—Eres la elegida, joven Sheila. La joya del dragón está en ti. Tú eres ella. He podido verla. Quiero que compartas esta visión del Reino de los Dragones. El lugar donde aún viven alguno de los míos. Ellos quieren darte también la bienvenida.
—Será un honor.
—El honor es nuestro. La joya te eligió a ti, Sheila, por un buen motivo. Tu alma es pura y tu inocencia es tu mejor arma. Debes conservarla así... Ya hemos llegado.
Shephiro aterrizó con suavidad sobre un prado cubierto de hierba y adornado de multitud de pequeñas flores de colores. Muy cerca podía verse una alta montaña cuya forma se asemejaba a la de un dragón. Al verla moverse supe que no se trataba de ninguna montaña. Su tamaño era descomunal. Cientos de veces más grande que Shephiro.
—Él es Sheryn. Padre de todos los dragones—explicó Shephiro—. Quiere conocerte joven Sheila.
El gigantesco dragón llegó hasta nosotros en dos zancadas y le vi erguirse ante mí en toda su maravillosa grandeza. Su cabeza, del tamaño de un edificio muy alto, descendió hasta nuestra posición y me vi reflejada en sus reptilescas pupilas. Su voz tronó en mi cabeza:
—Sheila de Roble Oscuro. Al fin te conozco. La joya me ha hablado mucho de ti.
No sabía a qué se refería.
—Es un placer conoceros, Señor de Dragones —dije.
—Mi nombre es Sheryn. Así debes llamarme. Te he hecho venir para darte la bienvenida a nuestro reino y para revelarte una información vital para ti y para todos los que te rodean. Has de saber algo muy importante, Sheila.
—¿Qué es eso, mi señor, Sheryn?
—Se trata de Dragnark el Oscuro. Hemos oído hablar de él y de lo que planea realizar y debe ser detenido. Su poder es incomparable y ningún ser humano puede derrotarle.
—¿Entonces quién podrá hacerlo? ¿No hay nadie que pueda derrotarle?
—He dicho que ningún ser humano podrá hacerlo, no que no pueda ser derrotado. Ese honor recaerá en ti, joven doncella.
—¿En mí? —Grité—. ¡Eso es imposible!
—No existe nada imposible y menos aún para Khalassa.
—Yo no soy esa joven—negué.
—Khalassa no es el nombre de alguien, sino un apelativo. Quiere decir: Hija del dragón de cabellos de fuego. Esa sería su traducción. Tú eres Khalassa, Sheila. La designada para acabar con el caos y traer la paz a vuestro mundo. Al encontrar esa joya, también obtuviste una responsabilidad...Claro que también puedes negarte a hacerlo.
—¿Puedo negarme?
—Nadie te obliga. Hubo otras Khalassa que se negaron a combatir y perdieron sus dones, viviendo sus vidas en tranquilidad. Si eso es lo que deseas házmelo saber.
—¿Y qué sucederá si me niego?
—Dragnark triunfará y la humanidad se verá obligada a aceptar los cambios que se sucederán. Muchos miles de personas morirán, pero otros tantos vivirán. Siempre es así con los cambios.
—¿Y vosotros no podéis detenerle? Vuestro poder debe ser inimaginable.
—No entra en nuestro cometido entrar en combate. Dragnark es, asimismo, un Señor de Dragones. Ningún mal podemos infligirle. Como tampoco podemos lastimarte a ti, Khalassa. ¿Qué decidirás?
—Quiero combatir —dije con seguridad. No podía imaginarme tantas personas muriendo y entre ellas a mi padre y mis amigos—. Seré Khalassa.
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