Capítulo 30. La ira del dragón. Tercera parte.
Aidam fue el primero en irrumpir en el tejado de la Torre Negra, tras él subió Sheila, Acthea a continuación y por último yo. Cuando vi la enorme estructura que Dragnark había elevado hasta allí me quedé boquiabierto. El nigromante había montado un gigantesco portal en forma de anillo allí donde antaño se levantara la pira de madera que iluminaba por las noches aquella agreste costa del Mar de la Niebla. El portal despedía una cegadora luminosidad que nos hizo entornar los ojos. Junto a él se hallaba mi hermano y nos sonreía. Tras él había cinco soldados cubiertos por armaduras negras. Todos permanecían atentos a las palabras del nigromante.
—Bienvenidos —dijo Dragnark, elevando la voz sobre la cacofonía de ruidos que generaba el mágico portal—. Como siempre llegáis tarde, aunque admiro vuestro tesón.
Las luces giraban veloces en el interior del portal, dando la impresión de sumergirnos en su interior.
—Tienes que dejarlo, Ashmon —grité para hacerme oír—. Lo que piensas hacer es un suicidio.
Había adivinado sus intenciones y las confirmé al observar aquella ciclópea estructura. Mi hermano había trasladado el portal que había en lo más profundo de la cueva hasta aquel lugar y se encontraba terminando el hechizo que debería abrirlo, claro que esto último no podría hacerse hasta tener en su poder todas las joyas.
—¿Crees que soy tan ignorante para no saber que sin la joya de Sheila no funcionará? —Dijo Dragnark—. ¿Por qué crees que estáis aquí? Yo os he conducido hasta este lugar. Sheila me la entregará voluntariamente o de lo contrario...
—¿Quién es el traidor? —Pregunté—. ¿Quién nos ha traicionado?
Dragnark sonrió, a pesar de que la capucha negra de su túnica ocultaba sus facciones, vi el destello de su sonrisa.
—Hace mucho que te lo advertí, pero tú no quisiste creerme.
—Ahora lo sé. ¿Quién de mis amigos ha sido?
—Asómate al parapeto y compruébalo tú mismo. En este momento tus amigos de ahí abajo están en grave peligro.
Obedecí y miré desde la altura de la torre. Haskh, Milay, Dharik y los enanos estaban rodeados por una legión de hombres dragón que los apuntaban con sus arcos. En realidad estaban allí todos nuestros amigos, menos uno...
Thornill se hallaba junto a las tropas que los amenazaban.
—¡Thornill! —Grité—. ¡Maldito traidor!
Había sido él quién nos había traicionado y al pensarlo detenidamente supe que desde un principio lo había sospechado.
—Sí, Sargon. Era de él de quien yo sospechaba —admitió Aidam—. Pero ya te dije que había tomado medidas—. Esto último lo dijo con un susurro.
Asentí, pero no dejé que Dragnark adivinase mi gesto.
—Sheila me entregará su joya o vuestros amigos morirán —sentenció Dragnark y supe que no era una advertencia, sino un hecho consumado. Es más, seguramente todos moriríamos en cuanto el nigromante obtuviese lo que anhelaba.
—Sheila no puede entregarte esa joya —dije, tratando de ganar tiempo—. La joya forma parte de su ser... Ella y la joya del dragón son una...
—Lo sé, hermano y es una verdadera desgracia... —me miró, sonrió y luego habló con voz autoritaria—. ¡Ven aquí, Sheila!
Mi hija no se inmutó.
—Veo que mi poder sobre ti ya no funciona —reconoció Dragnark—. Tuvo que ser muy doloroso romper mi hechizo.
—No fue tan difícil, tío —contestó Sheila con voz tranquila y pausada.
—Sheila está libre de tu control y no dejaremos que sufra ningún daño —dije.
—Eso lo veremos —contestó el nigromante e hizo una seña a uno de los soldados que lo protegían—. Daré la orden de que maten a vuestros amigos.
Sheila dio un paso adelante.
—Haré lo que me pides —dijo y vi a Dragnark asentir.
—¡Qué previsibles sois! Vuestro afecto, vuestro amor será vuestra perdición.
—A veces una vida no importa —dijo Sheila, mientras caminaba despacio hasta donde se encontraba Dragnark—. El bienestar de muchos siempre prevalecerá sobre el bienestar de un solo individuo.
—¡Sheila, detente! —Grité con todas mis fuerzas. No podía dejar que siguiera avanzando. Mi hija no apartaba la vista de la oscura mirada del nigromante. Sabía que en cualquier momento haría algo y no podía permitirlo.
—En ocasiones el sacrificio es la única salida —murmuró Sheila, pero no hablaba para nosotros y tampoco hablaba para Dragnark. Estaba hablando para sí misma.
Dragnark hizo un gesto y los cinco soldados se interpusieron entre Sheila y nosotros. Aidam no tuvo que tomar ninguna decisión, arremetió contra ellos lanzando un grito de guerra. Acthea desenvainó su espada y corrió tras él. La lucha fue breve. Los soldados de Dragnark murieron sin apenas darse cuenta. La furia de Aidam y de Acthea los destrozó.
Yo por mi parte invoqué mi magia y señalé a mi hermano el nigromante. Una descarga de luz azulada partió desde mi mano directamente hacia Dragnark, pero él la desvío con un gesto.
—Es inútil —dijo—. Todos vuestros esfuerzos fracasarán. En realidad ya habéis fracasado.
Escuchamos gritos en la base de la torre y me asomé a tiempo de ver como Haskh desenvainaba sus pavorosos cuchillos se abalanzaba contra Thornill. El enano se revolvió blandiendo su hacha y alcanzó a Haskh en la cabeza, cuando esté hundía su cuchillo en el pecho del traidor. Ambos cayeron muertos en el acto.
No pude evitar gritar de dolor al ver a nuestro amigo muerto. Haskh había entregado su vida por nosotros, pero lo peor aún estaba por llegar. Los arqueros dispararon sus flechas y el resto de nuestros amigos cayeron al suelo abatidos por ellas.
Vi espantado como Milay se derrumbaba cuando una flecha la alcanzó en la espalda y no volvía a levantarse.
—¡No! —Grité horrorizado. Me volví a tiempo de ver como Aidam corría también hacia Dragnark, seguido por Acthea y como ambos caían y rodaban por el suelo ante un simple gesto del nigromante. Sheila estaba ya muy cerca de él y parecía hipnotizada, mientras continuaba su avance.
Hice acopio de todo mi valor y de todas mis fuerzas y lancé contra Dragnark el hechizo más mortífero que conocía. Una llamarada de fuego surgió de mis manos y alcanzó de pleno al nigromante. Las llamas le envolvieron por completo, pero en escasos segundos se extinguieron.
—El fuego no puede dañarme, querido hermano. Yo soy fuego.
Una carcajada surgió de su boca. Una burla contra mí y mi escaso poder.
Sheila ya había llegado junto a él y esbozó una sonrisa al encarar su mirada.
—Vengo a cumplir con mi destino —dijo—. El destino de una Khalassa.
—¡No lo hagas, Sheila! —Grité con desesperación. Debía impedirlo, tenía que hacer algo.
Corrí hasta ellos tambaleándome, mientras veía como Sheila se arrodillaba junto a mi hermano. Vi la cara de satisfacción de él cuando supo que había ganado la batalla y escuché sus palabras mágicas al recitar un hechizo que arrancaría todo el poder de Sheila. Corrí sin mirar donde pisaba y esos escasos treinta metros que me separaban de ellos me parecieron miles.
Sheila se incorporó muy despacio mientras murmuraba en voz baja. La vi abrazarse a Dragnark casi como si el nigromante fuese su amante y les vi dar un paso hacia el borde de la torre. Dragnark estaba extasiado al saborear el poder de mi hija. Un poder que era infinitamente más poderoso que el suyo. Supe que apenas era consciente de lo que sucedía, cuando Sheila tomó impulso y abrazada a él se precipitó desde lo alto de la Torre Negra.
Alcance el parapeto justo cuando ambos caían al vacío. Miré hacia el abismo y pude contemplar la mirada de Sheila fija en la mía. En ella no aprecié miedo, tan solo aceptación. El deber de una Khalassa era combatir el mal y eso mismo estaba haciendo. El deber de una Khalassa era el sacrificio.
Dragnark trató de soltarse de su abrazo, pero mi hija no le dejó. Sus brazos se aferraron aún más fuerte a su torso mientras el vacío los engullía y el suelo se acercaba peligrosamente hacia ellos...
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