Capítulo 3 - Aidam el fiero


PiedraPlata era un pueblo minero tal y como su nombre indicaba y de esas minas se extraía la más fina plata de todo el reino. Mucha gente vivía allí, por lo que podría decirse que casi era más una ciudad que un pueblo; una ciudad pequeña, eso sí. Los enanos abundaban, eran sin duda los más numerosos, los mejores mineros sin duda y una de las razas más longevas. Vivían formando apretados clanes con multitud de miembros, todos ellos emparejados entre sí: Primos y tíos, nietos y biznietos, todos formando parte de una gran familia y todos tan parecidos entre sí que costaba trabajo diferenciar a los varones de las mujeres. También podía encontrarse uno con otras muchas otras razas en PiedraPlata: Humanos, muy numerosos; elfos, estos muy escasos porque siempre es difícil ver a un elfo si él no quería ser visto y una larga variedad de seres de razas que ni siquiera conoceríais si os las describiera.

Advertí como la joven Sheila, montada en el caballo tras de mí, lo observaba todo con cierta curiosidad.

—¿Nunca habías estado en PiedraPlata? —Le pregunté.

—Nunca he estado en ninguna parte —dijo ella, despertando de su ensimismamiento—, aparte de la aldea donde nací y el bosque que la rodea. Solo en una ocasión viajé muy lejos y era muy pequeña y apenas me acuerdo...Tengo hambre, ¿podríamos comer algo?

—Eso mismo estaba pensando yo. Dejaremos a «Pocacosa» en ese establo e iremos a aquella taberna de allí—le dije señalando una cabaña sucia y oscura.

—¿Llamas «Pocacosa» a tu caballo?

—Sí, ¿Por qué? ¿Acaso tú le llamarías de otro modo? Míralo, es tan poca cosa.

—Es un noble animal, creo que se merece un nombre más apropiado.

—Ya, ¿Cómo cuál? ¿Negrito, Betún... Caballete? —Reí mi propio chiste, pero a ella no pareció hacerle gracia.

—¿Por qué no Sombra? Es negro como una sombra.

—Más bien es sucio como el carbón. Bueno, dejémoslo, en realidad a él no le importa cómo le llamemos, solo le interesa el heno que pueda tragar por esa gran bocaza que tiene. A veces es una ruina, te lo puedo asegurar.

Desmontamos de...del caballo y lo dejamos en el establo, después nos dirigimos hacia la taberna. A veces los nombres son tan surrealistas que dan ganas de reír. Llamar taberna a aquel montón de paredes torcidas, ennegrecidas por el polvo de plomo de las minas y de techos desvencijados donde crecían los hierbajos era como llamar rocín a mi caballo.

La oscuridad allí reinante unida al humo de la chimenea y al del tabaco hacían casi insoportable respirar. Por suerte yo estaba acostumbrado a sitios mucho peores, pero mi joven acompañante notó la asfixia en cuanto posó sus flacuchas piernas allí dentro.

La hice sentarse junto a una mesa y llamé al tabernero para que nos trajera algo de comer y una gran jarra de hidromiel. Eso le haría bien a Sheila, quien aún estaba en shock. No solo había acudido a esa posada en busca de alimento, sino también para algo más.

—Quédate aquí, Sheila, vuelvo enseguida.

En un rincón aparte de la taberna, ocultándose en las sombras, había un desarrapado personaje al que yo conocía de oídas. Su nombre era Aidam y además de ser conocido como un valeroso luchador, también era un experto rastreador. La única pega era que el tal Aidam, apodado El Fiero, era un insolente y mal encarado borracho de mucho cuidado.

—¿Qué te trae por aquí, anciano? —Preguntó, alzando la vista un segundo por encima de la jarra de cerveza que sostenía en mano.

La verdad es que no me consideraba un anciano, todavía no. Tenía mis años, pero de ahí a ser un anciano había un largo trecho. De todas formas, no era sensato entrar en semejante discusión.

—Eres Aidam, el Fiero, ¿verdad?

—¿Y quién lo pregunta?

—Me llamo Sargon y soy...

—¡Sargon, el farsante! He oído hablar de ti, viejo. ¿Qué buscas?

—Para tu información, no soy ningún farsante, soy un reconocido mago y contestando a tu pregunta: te busco a ti.

—Bien, pues ya me has encontrado, ahora puedes dar media vuelta y volver por donde viniste.

No me iba a dar por vencido tan fácilmente.

—¿Todavía sigues aquí? —Me preguntó, parpadeando asombrado.

—Necesito a alguien que nos acompañe en una búsqueda, habrá oro, mucho oro —Mentía, sí; pero eso él no podía saberlo. El problema vendría cuando se diera cuenta de ello, aunque para ese entonces el destino podría haber jugado sus cartas. Os dije que soy un visionario, pero no un estúpido. En mis visiones había visto montañas de oro. A los dragones les apasiona el oro.

—¿Oro? Haber empezado por ahí. Anciano, soy todo oídos.

Oro es una palabra es milagrosa, yo creo que hasta un sordo volvería a oír si la pronunciaras delante de él.

Le conté lo que sabía y al escuchar la palabra dragón su expresión cambió inmediatamente. Si la palabra oro puede abrir todas las puertas, dragón las cierra todas de golpe.

—Hace mucho que no oía hablar de dragones —dijo Aidam—. ¿Y dices que esa joven lo despertó?

—Sí. Pero estoy convencido de que hay algo mucho más oscuro detrás de todo esto. En mis visiones he visto un ejército y al mando de él había un oscuro personaje. El dragón estaba con ellos. ¿Nos ayudarás?

—Aún no he oído el tintineo de las monedas, ¿cuánto tenías previsto pagarme?

—Digamos...cien monedas de oro.

—¿Y por qué no quinientas? Hablas de dragones, de ejércitos —Aidam vació su jarra de cerveza de un largo trago —... No sé si estás loco, anciano, pero lo que propones es un suicidio.

—Lo sé... Quinientas monedas me parece justo después de todo —Y si no me equivocaba habría mucho más que eso.

—Bueno, yo también estoy loco y el oro siempre es oro. Acepto. Seguro que pretendes seguir el rastro de ese dragón, ¿me equivoco?

Me senté en una de las sillas, ya éramos compañeros, casi como hermanos.

—Dicen que eres el mejor rastreador, Aidam el Fiero —la adulación crea amistades muy rápidamente. Además, en su caso era cierto.

—Eso es correcto, Sargon el Mago. Creo que sería mejor si dejásemos los calificativos para otra ocasión. Puedes llamarme Aidam a secas.

Me tendió la mano y yo la estreché, un apretón tan fuerte que casi me deja lisiado.

Indiqué con un gesto a Sheila que podía acercarse y ella acudió al instante, sentándose en una de las sillas vacías. Yo hice las presentaciones y me pareció ver un gesto de asombro en Aidam al contemplar a la muchacha.

—¡Si es casi una niña! —Dijo el guerrero—. ¿Y fue capaz de despertar a un dragón? ¿Ella sola?

—No soy ninguna niña —protestó Sheila—. Manejo el arco a la perfección, soy capaz de alcanzar a un cuervo en pleno vuelo...

—Ya, pero un dragón no es un cuervo. Ya comprobaremos tu destreza, jovencita —rezongó Aidam.

En ese momento se acercó una de las camareras de la taberna, preguntándonos si deseábamos beber algo más. Noté cómo la joven se colocaba muy cerca de Aidam.

—Tráenos tres jarras de cerveza. Tenemos que brindar por nuestra hermandad.

La camarera se alejó muy rápido, quizás demasiado rápido, pensé.

—Amigo mío —le dije—, creo que te acaban de robar.


Musica: Dragon Age. Inquisition.




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