Capítulo 28. La ira del dragón. Primera parte.

La gruta quedaba oculta por las rocas del acantilado que se alzaba imponente sobre nuestras cabezas, y solo se podía acceder a ella cuando tenía lugar la bajamar. Una vez que la marea volvía a subir, la entrada era prácticamente intransitable.
Habíamos esperado a que oscureciese para llegar hasta ese lugar, aunque no estábamos seguros de que el enemigo no conociera nuestras intenciones.
Junto a la entrada de la cueva descubrimos cajones y embalajes abandonados y lo que se suponía había sido una frenética actividad. Unas huellas parecidas a las que dejaría un carromato se adentraban en la oscuridad de la cueva y eran acompañadas por las de varias pesadas botas durante un largo trecho, después desaparecían. Las huellas del carromato se internaban en lo más profundo de la cueva que, como pudimos comprobar, era muy amplia. La luz de las estrellas se filtraba a través de la boca del túnel, permitiéndonos ver en la penumbra.
Aidam nos hizo detenernos y ocultarnos tras un recodo.
—Sheila y yo nos adelantaremos y comprobaremos el terreno. Vosotros esperadnos aquí.
Asentimos y procedimos a escondernos, mientras Aidam y Sheila desaparecían en la negrura. Al cabo de un rato volvimos a escuchar los pasos de alguien que se acercaba. Eran ellos.
—A unos cien metros el túnel se ensancha aún más —dijo el guerrero—. No hemos visto a nadie, pero sí unas escaleras que ascendían a lo alto junto a una gran estructura llena de cuerdas y poleas.
—Es muy posible que esta cueva se comunique con la Torre Negra —dije—. Han debido subir hasta arriba algún objeto muy pesado. 
Aidam asintió.
—He pensado lo mismo. Si Dragnark se halla en algún lugar, debe ser en algún nivel superior. Encontramos el carro y estaba vacío. Lo que fuera que transportasen ya no está aquí, pero debía de ser muy pesado, conforme a las huellas que ha dejado.
No imaginaba de qué podía tratarse.
—Creo que deberíamos formar dos grupos —continuó diciendo Aidam—. Uno subirá hasta lo alto y el otro se quedará aquí cubriendo la retirada.
Estuvimos conformes con su decisión. Aidam fue el que decidió quién formaría cada grupo. Quedó dispuesto que tanto Aidam como Sheila, Acthea y yo mismo subiríamos hasta la torre, mientras que Haskh, Milay, Dharik y nuestros compañeros enanos aguardarían abajo.
Llegamos hasta el lugar que Aidam nos había indicado y nos dispusimos a emprender la ascensión por aquella vieja e inestable escalera, cuando un estruendo dio al traste con nuestros planes.
Del fondo de la cueva nos llegó el murmullo de cien voces que gritaban con algarabía y tras los gritos aparecieron nuestros enemigos. Nos rodearon en cuestión de segundos, pero no atacaron. Solo cuando una inmensa silueta se materializó ante nosotros, comprendimos que habíamos caído en una emboscada. Era Zothar.
El titán dio un paso hacia nosotros y habló con su voz cavernosa.
—Volvemos a encontrarnos y esta vez no sobreviviréis.
Vi como Sheila reaccionaba y daba un paso al frente, seguida por Aidam y por Acthea. Yo tomé mi bastón con ambas manos dispuesto para enfrentarme contra quien fuese. Esta vez no le sería tan fácil derrotarnos.
—Buscamos a Dragnark —dijo Sheila con voz calmada—. Déjanos pasar y vivirás.
Zothar rio a carcajadas.
—No podréis derrotarle. Mi señor Dragnark es un dios y los dioses no mueren. Claro que antes de llegar a su presencia tendréis que enfrentaros conmigo.
No creía que fuera un dios, por lo menos aún no. Aunque sí muy poderoso, mucho más que aquel engendro que nos cerraba el paso.
Sheila echó mano a su espada oscura y noté un gesto de dolor cuando el arma clavó sus aguijones en su mano y comenzó a alimentarse con su sangre.
—Morirás —dijo Sheila con un hilo de voz y entonces arremetió contra Zothar.
El gigante detuvo su acometida con pasmosa facilidad interponiendo su poderosa hacha en la trayectoria de la espada de mi hija. Al encontrarse ambas armas, un torrente de chispas brilló como pequeñas luciérnagas en la oscuridad.
Sheila no retrocedió ante el embate y atacó de nuevo con todas sus fuerzas. El filo de su arma cortó el aire y alcanzó a Zothar en el pecho. Su gruesa armadura detuvo el golpe, pero su expresión se transformó en ese preciso momento.
Zothar se llevó la mano al pecho, allí donde la espada le había herido y la retiró empapada de su sangre.
—¿Cómo es posible? —Murmuró.
—Te enfrentas a un poder superior al tuyo —dijo Sheila—. Aún estás a tiempo de retirarte o serás destruido.
Zothar no contestó. Hizo girar su hacha con un gruñido y embistió con ella a Sheila, pero Aidam se interpuso entre ambos y detuvo el golpe con su espada. Acthea, que había surgido de las sombras como un espectro, hirió a Zothar con su arma. El corte en su pierna fue profundo y el gigante emitió un quejido de dolor.
Yo aproveché su confusión para acercarme por el flanco y le golpeé en las costillas con mi bastón. El golpe fue contundente, pues había utilizado mi magia para amplificar su poder. Zothar se derrumbó como un árbol al ser talado por el hacha del leñador. Con el miedo reflejado en su rostro por vez primera, nos observó asustado desde el suelo.
—Es imposible —murmuró para sí mismo.
Sheila bajó la guardia por un instante al sentirse desfallecer. Su brazo chorreaba sangre y su rostro se encontraba  perlado de sudor.
—¡La espada! —Advirtió el gigante.
Zothar se puso en pie con asombrosa facilidad y de un fortísimo golpe arrancó la espada de la mano de Sheila que cayó muy lejos. Vi como mi hija caía de rodillas al suelo desfallecida y como el monstruoso titán aprovechaba la oportunidad para tomar la iniciativa. De un golpe apartó a Aidam y agarró a Sheila por el cuello, alzándola hasta que sus pies se apartaron del suelo. Acthea consiguió herirlo de nuevo, hundiendo su espada en la cadera de Zothar, pero el gigante no se inmutó por ello. Sheila se sacudía indefensa mientras el aire escapaba de sus pulmones y era incapaz de liberarse de la presa a la que la había sometido Zothar. Sus manos arañaban el férreo brazo que la atenazaba, dibujando marcas sanguinolentas en él, pero sin resultado alguno. Cuando no creía poder aguantar más, sintió que su presa se aflojaba. Aidam había atravesado el pecho de Zothar de parte a parte, haciendo que soltase a Sheila, pero el gigante aún seguía con vida.
—¡Soy indestructible! —Exclamó.
Golpeó a Aidam con su enorme puño y este se tambaleó, sin embargo logró mantenerse en pie.
—No. No lo eres. Ya no —gruñó el guerrero y lanzó una nueva estocada. Acthea acuchilló a su vez a nuestro enemigo, en un estado de semilocura. Sus brazos se cubrieron de sangre y su grito resonó por toda la caverna.
Zothar parecía poseer una fuerza descomunal, pues a pesar de las heridas se revolvía con furia. Lancé un hechizo contra él y comprobé que esta vez sí funcionaba. Unas gruesas cadenas surgieron del suelo anudándose alrededor de sus muñecas mientras lo inmovilizaban.
Zothar rugió, Aidam atacó y Acthea lanzó un último sesgo con su arma. Ambas espadas atravesaron el corazón del monstruo al mismo tiempo, una desde su pecho y la otra por su espalda, mientras Zothar se derrumbaba al fin para no volver a levantarse.
Al ver a su líder caído, los hombres lagarto que nos rodeaban reaccionaron, pero una simple palabra de Sheila bastó para detenerles. Una intensa llamarada surgió del suelo creando un círculo de fuego entre ellos y nosotros.
Corrí hasta donde se encontraba Sheila y la tomé entre mis brazos.
—¿Estás bien? —Le pregunté y ella asintió.
—En cuanto solté esa espada comencé a recuperarme —dijo.
—Sin ella Zothar nos hubiera derrotado —expliqué yo—. Has sido muy valiente.
—Cuando le herí sentí que la espada le arrebataba todas sus defensas —dijo ella—. No quiero volver a tocarla en mi vida...
«No tendrás que hacerlo». Pensé. Un arma así no serviría de nada contra el nigromante.

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