Capítulo 28- El dragón

— ¡No está! —Gruñó Aidam al volver a salir de mi tienda —. Sólo hace cinco minutos que le dejé aquí.

—¿Dónde está Sheila? —Pregunté, temiendo lo peor.
—Está en uno de los carromatos. La dejamos descansar ahí.
Acthea nos miró a los dos, esperando que nos decidiéramos.
—¡Vamos! — Nos azuzó —. No os dais cuenta de que está con ella. Sheila es su objetivo.
Aidam echó a correr con toda la velocidad de que era capaz, esquivando por muy poco a uno de los enanos que en ese momento salía de otra de las tiendas.
—¿Qué ocurre? —Preguntó Daurthon, asombrado.
—Dragnark está aquí —le expliqué, mientras corría a mi vez tras el guerrero.
—¡Dragnark! —Chilló el enano y rápidamente volvió a entrar en la tienda para salir un segundo después cargado con una pesada hacha y correr en pos de nosotros.
Aidam llegó al carromato en el que habían dejado a Sheila y de un salto se encaramó al pescante antes de entrar dentro.
Volvió a salir casi de inmediato y agito la cabeza con desesperación.
—Sheila, tampoco está...
—¡Aquí hay huellas! —Señaló Acthea.
Aidam se apresuró a bajar del carro y observó detenidamente las huellas que dos pares de pies habían dejado impresas en la nieve. Las pisadas se alejaban del campamento en dirección a un recodo de piedras cubiertas de nieve.
—Van en esa dirección —dijo Aidam señalando a las rocas —. Son dos personas y una de ellas es Sheila, estoy seguro, puedo distinguir su calzado, esas botas élficas que siempre lleva.
—Avisa a los demás —le dije a Acthea y antes de que protestara, me volví hacía Aidam —. Tenemos que encontrarlos antes de que Dragnark abra algún portal. No creo que tarde mucho en hacerlo, sobre todo si ha conseguido la joya de Sheila.
Acthea me cogió del brazo, sabía que querría venir con nosotros, pero no le dejé hablar.
—Ponte a salvo, Acthea. Si nosotros caemos, tú podrás intervenir, aunque lo más sensato sería que volvieras a tu hogar.
—No tengo hogar, Sargon. Ni familia...Salvo vosotros...
—Pues entonces aléjate lo mas posible de estas montañas. Vive una vida larga y feliz y no te metas en problemas.
—Eres un buena persona, Sargon.
Sonreí y me volví hacia mis compañeros que ya habían reanudado la marcha, siguiendo las huellas.
—Tú también lo eres. Recuérdalo siempre, pase lo que pase.
Me alejé, dejando a la muchacha cabizbaja y triste. Nuestras palabras habían sonado a despedida y eso era lo que me temía que iba a suceder. Dragnark era demasiado poderoso para que un guerrero, armado únicamente con una daga, un enano y su hacha, que apenas sabía usar y yo, un mago desprovisto de casi todo su poder, pudiéramos soñar con detenerle.
En realidad era lo más parecido a un suicidio, pero no teníamos más remedio que ir en su persecución. Sheila estaba en peligro. Dragnark no se contentaría con robarle la joya. Sabíamos que después la mataría y eso teníamos que impedirlo.
—¡Están ahí! —dijo Aidam, señalando a unas figuras que se perdían en la lejanía.
Me admiré de la vista de nuestro guerrero, pues yo sólo alcanzaba a ver dos figuras borrosas que avanzaban rápidamente, recortadas en el blanco manto de la nieve.
—¿Qué está haciendo? —Pregunté a mi compañero.
—Creo que se dispone a lanzar un hechizo...
—¡Corramos! ¡Hay que impedírselo!
Corrimos por la nieve todo lo rápido que pudimos, pero no era tarea fácil avanzar deprisa.
El nigromante agitaba sus brazos en una extraña salmodia. Visto de lejos, parecía que estuviese bailando o incluso pidiendo auxilio, pero no era nada de eso. Conocía demasiado bien la magia para suponer que se preparaba para lanzar un poderoso hechizo.
Cuando aún estábamos a un centenar de metros de Dragnark, este reparó en nosotros. Sus movimientos se hicieron más rápidos y juraría que llegué a oír su voz transportada por el viento helado hablando en una desconocida lengua. La lengua de los dragones.
La figura del nigromante se detuvo de repente, bajó los brazos y luego comenzó a transformarse en otra cosa. En algo muy distinto a su naturaleza.
—¡Por todos los dioses! —Gritó Daurthon —. ¡Es un dragón!
El dragón era inmenso. Negro como una sombra en una noche sin luna. Negro como la propia oscuridad y en contraste con la blancura de la nieve, más negro aún.
Aidam lanzó un grito cuando ya estaba a menos de una decena de metros del fabuloso animal. Era un grito de guerra, pero lo que intentaba con ello era distraerlo, o por lo menos llamar su atención.
El animal rugió y el eco amplificó su poderoso gruñido, mientras se volvía hacia el guerrero y lo observaba con sus amarillentos ojos inyectados en sangre.
El dragón inhalo y por un momento todo se detuvo. El viento pareció dejar de aullar, el frío, intenso, dejo de importarnos y lo único que podíamos mirar era a la imponente bestia que se preparaba para lanzar su ardiente aliento.
Aidam se había quedado petrificado a escasos metros del dragón. Estaba frente a sus fauces, pero le era imposible moverse. Sabía que sería incapaz de hacerlo. Era como si el gigantesco animal le hubiera hipnotizado, arrebatándole su capacidad de reaccionar.
Miraba a la muerte cara a cara y no podía hacer nada por evitarlo.
Un chorro de fuego líquido surgió de las fauces de la bestia y luego...todo se oscureció para nosotros.

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