Capítulo 27. La Torre Negra
La Torre Negra se alzaba hasta una altura de cincuenta metros sobre un abrupto promontorio de basalto y diorita desgajado por el ímpetu de las olas que constantemente golpeaban su base. En otros tiempos aquella construcción sirvió como guía y esperanza para los barcos que surcaban el Mar de la Niebla. El faro dejó de ser útil treinta años atrás, cuando el pueblo junto al que se levantaba fue literalmente convertido en cenizas por la ira de un dragón. Dragnark, loco de furia arrasó por completo el pequeño pueblo de Belzias y el que ahora contemplábamos, tras desembarcar a cobijo del puerto, se había erigido con posterioridad. La Torre Negra nunca volvió a ser habitada. Ningún farero quiso trabajar allí, pues se hablaba de una extraña maldición que el propio Dragnark había lanzado contra el faro. El último farero había muerto en extrañas circunstancias, cuando al parecer se arrojó al abismo que se abría a los pies del faro. Su cuerpo apareció destrozado entre las rocas ciento veinte metros más abajo, pero sus misteriosas heridas no parecían haberse producido por la caída.
Esperamos para desembarcar a que hubiese amanecido y llevé a Sheila hasta la cercana playa de fina arena, bajo el amparo de la imponente Torre Negra.
—Recuerdo esto —dijo Sheila.
—Tenías cinco años cuando tu madre y tú os fuisteis, pero imaginaba que tendrías algún recuerdo.
—Sí. Recuerdo haber construido castillos de arena aquí mismo, en esta playa—dijo mi hija reprimiendo una sonrisa—. Sin embargo todos mis recuerdos son tristes.
—Yo venía a visitaros con frecuencia hasta que Ashmon cambió —recordé—. Después dejé de hacerlo. Tu madre tomó una difícil decisión al abandonar este lugar, pero sin duda fue acertada.
—¿Y de qué sirvió? Dragnark nos encontró y acabó asesinándola y todo por mí culpa.
—Tú no tuviste culpa de nada, Sheila —Le dije—. Que encontrarás la Joya del Dragón era algo predestinado. Dragnark ya buscaba esas gemas antes de conocer dónde os ocultabais tu madre y tú. El día que asimilaste el poder de la joya roja, Dragnark ya te seguía. Imagino que pensó que no lograrías hacerte con ella, pero cuando lo lograste tuvo que modificar sus planes. Destruyó tu aldea con la intención de atraerte hasta ese lugar, tal y como tú hiciste, pero no contaba con mi intervención. Cuando Dragnark regresó tú y yo ya no estábamos.
—Pero por qué no me destruyó cuando me tuvo prisionera.
—Según me contaste dijo que su intención era que tú le entregases tu poder por voluntad propia. De no hacerlo hubiera intentado destruirte, aunque creo que se dio cuenta de que podía ser muy peligroso. Al morir tú, es muy posible que tu magia desapareciese contigo.
—Entonces sigue necesitándome para alcanzar ese poder.
—Así es, Sheila. Deberías mantenerte alejada de él cuanto fuera preciso, pero al mismo tiempo eres la única que puede derrotarle —expliqué y vi su expresión de consternación—. Ese es el dilema al que nos enfrentamos.
—Mi vida no cuenta —dijo ella en un tono que no admitía réplica—. Hemos de acabar con Dragnark. Nunca debe de hacerse con ese poder.
Abracé a mi hija y ella descansó su cabeza sobre mí hombro.
—Lo sé, mi niña. Lo sé.
Yo también había tomado una decisión al respecto y esta era que nunca dejaría que Sheila sufriese ningún daño. E iba a hacer todo lo posible porque así fuese.
La ciudad de Belzias había resurgido de sus cenizas, pero en muchos lugares aún podía verse la huella de destrucción que tuvo lugar tiempo atrás. Todavía podían observarse grandes extensiones de bosque arrasado por el fuego voraz del dragón. Bosques en los que no había vuelto a crecer nada y donde los esqueletos de los árboles calcinados se erguían como la mueca muda de la misma destrucción. Aún quedaban algunas casas en ruinas, con sus cimientos ennegrecidos por la acción del fuego y con sus muros derrumbados y sobre todo se encontraba el nuevo cementerio, donde más de mil tumbas recordaban el funesto pasado de los habitantes de la ciudad. El recuerdo del dragón aún persistía en las mentes de los pocos sobrevivientes de aquella aciaga noche. Niños en aquel entonces que habían visto como sus vidas y la de sus familiares se transformaban en un doloroso calvario.
Por otra parte, la nueva ciudad era alegre y acogedora. Aidam se encargó de alquilar varias habitaciones en la única posada del pueblo. Un edificio a la vez confortable y pintoresco. Su fachada estaba decorada con pinturas de algunos de los más espectaculares rincones de Khoras. Podían observarse las inmensas cascadas de Elleonir, en el bosque de Praxill. Hogar de los elfos verdes. También vi una pintura que representaba la capital del reino: La ciudad de Khorassym y otra donde el artista había querido reflejar el misterio de las Torres Arcanas sin conseguirlo, porque nadie que no fuese mago las había visto jamás. Reconocí el talento del artista en su representación de las minas enanas de Khrossor y del Valle del Silencio, un lugar que conocí en uno de mis viajes y donde estuve a punto de morir cien veces. El interior de la posada estaba diseñado imitando la manufactura de los elfos y su extraordinario amor a la naturaleza. Ventanales con forma de hoja de roble, sillas y camas que se retorcían sinuosas creando alegorías de plantas y paredes revestidas de maderas de diferentes especies: ébano, roble, olmo y abedul. Todos nos mostramos maravillados al verlo.
Acudimos al comedor de la posada, pues desde que partimos de Rissem apenas habíamos probado bocado. Aidam junto tres mesas y repartió varias sillas a su alrededor. El único que no bajó a desayunar fue Thornill, pues dijo encontrarse bastante mareado por el viaje. Los demás nos sentamos alrededor de los suculentos platos que el dueño del local tuvo a bien servirnos.
—¿Cuál es nuestro siguiente paso? —Preguntó Acthea. Se la veía inquieta por entrar en acción.
—Buscaremos la gruta donde Dragnark consiguió su joya. No debe de quedar muy lejos —dije.
—Y una vez allí haremos una visita de cortesía al nigromante —anunció Aidam.
—Estoy deseando enfrentarme a él —dijo Haskh y los dos enanos le secundaron.
—Vengaremos la muerte de Daurthom al fin —bramó Amvrill.
—Estamos cocinando la liebre antes de capturarla —dijo Aidam—. Antes de llegar hasta Dragnark tendremos que enfrentarnos con su lacayo y no va a ser sencillo.
—De Zothar me encargaré yo —dijo Sheila—. Cueste lo que cueste acabaré con él.
—Si te enfrentas a, Zothar tu sola, después no tendrás fuerzas para hacerlo con Dragnark —dije yo—. Dragnark debe de ser tu objetivo, a su engendro tan solo tendrás que debilitarlo y nosotros nos encargaremos de él.
—¿Y cómo pensáis hacerlo? Es indestructible.
—Lo haremos juntos, Sheila. La voluntad de muchos es más poderosa que la de un solo individuo.
—Eso no contesta a mi pregunta —objetó Sheila.
—Improvisaremos sobre la marcha —bromeó Acthea—. Como siempre.
Acogimos su broma de buena gana.
—En realidad siempre nos ha dado buen resultado.
Tras terminar de desayunar el dueño del local se acercó hasta a mí, dudoso de hablar y esperó a que me encontrase solo para hacerlo.
—No era mi intención escucharos, caballero —dijo con la mirada huidiza—, pero oí que buscáis una cueva, ¿no es así?
—¿Conocéis alguna cueva por los alrededores? —Inquirí, ciertamente preocupado por habernos oído.
—La Cueva de la Sal —confirmó el posadero—. Está aquí mismo, a los pies del farallón donde se alza La Torre Negra. Si bajáis hasta la base del peñasco, la encontraréis.
—¿Y habéis visto a alguien merodeando por ahí en estas últimas semanas?
—Sí, señor. Varias personas, humanos en su mayor parte y algún que otro ser a quien no había visto en mi vida. Seres con pinta de lagartos. Llegaron a bordo de una goleta, hará una semana, pero no pararon en el pueblo. Parecían gente huraña y desconfiada.
«Las huestes de Dragnark». Pensé.
—Gracias —dije—. Vuestra información me ha sido de gran ayuda.
—De nada —contestó el buen hombre—. Me alegro de haberos servido de ayuda. ¿Os quedaréis mucho tiempo?
—Hasta que resolvamos ciertos asuntos. Somos mercaderes y venimos desde Loftar —mentí. En estas circunstancias no podía fiarme de nadie—. ¿Podríais indicarme dónde queda el mercado?
—La plaza del mercado está a unos doscientos metros de aquí, junto a la mansión del alcalde. No tiene pérdida.
Le di las gracias de nuevo y dejé una moneda de oro sobre la mesa. El equivalente a lo que él ganaría en una semana.
—Sois muy generoso, mi señor. Si necesitáis mi ayuda, no tenéis más que pedirla. Mi nombre es Dreswin. Vuestro humilde siervo.
La generosidad siempre abría puertas.
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