Capítulo 26. Miedos
Aidam estaba inquieto y no podía hacer otra cosa que pasear por su cuarto, rumiando sus pensamientos.
—¿Cómo puedes estar seguro de que podemos fiarnos de ese elfo oscuro? —Preguntó al fin.
—Porque le conozco y sé que no ha mentido —contesté.
—Entonces habrá que impedir que Sheila coja esa espada.
—¿Y crees que podremos impedírselo? —Dije. Conocía bien a Sheila y su testarudez.
—Hablaré con ella. No pienso dejarla ponerse en peligro.
—Hazlo, sí quieres —contesté, dándole a entender que sería mucho más fácil convencer a una piedra de que echase a andar.
Vi salir a Aidam en dirección al cuarto de Sheila, donde ella había vuelto a enclaustrarse, y aporrear su puerta con la fuerza suficiente para echarla abajo. Yo le seguí, manteniéndome en segundo plano.
—¡Abre, Sheila! Quiero hablar contigo...
La puerta se abrió ligeramente y el rostro triste y ojeroso de mi hija se enmarcó en el hueco que quedaba.
—¿Qué sucede? —Preguntó con voz fatigada.
—Te prohíbo que toques esa espada —ordenó Aidam empujando la puerta y entrando en la habitación. Había empezado mal, pensé, Sheila no era de las que aceptaban órdenes de nadie.
—¿Quién te crees que eres para prohibirme algo? —Preguntó ella y vi cómo la fortaleza de Aidam se derrumbaba como un castillo de arena.
—Esa espada te matará si la usas. Tienes que ser sensata.
—¿Me tachas de insensata cuando tú mismo pensabas usarla?
—Eso era antes de saber que lo peligrosa que es.
—Es la única forma de derrotar a Zothar y tú lo sabes. Estuviste a punto de morir cuando te enfrentaste a él. Ninguno logró detenerlo, ni siquiera yo. Es inmune a la magia y su piel es tan gruesa que ninguna espada o flecha es capaz de atravesarla. Yo logré herirlo y fue como si le hubiera hecho cosquillas. No nos queda otra opción.
—Entonces seré yo quien la use.
La espada se hallaba sobre una mesa en el cuarto que compartíamos Sheila y yo. Aidam la vio y corrió a cogerla. Cuando su mano se posó en la elaborada empuñadura la retiró con un gesto de dolor.
—¡Te juro que me ha mordido! —Exclamó Aidam, mostrando las marcas de unos colmillos en el dorso de su mano. La sangre goteaba de sus heridas.
—Lo sé —reconoció Sheila, enseñándole las marcas en su propia mano—. Creo que se alimenta de la sangre de quien trata de cogerla.
—¿Y aún sabiéndolo piensas utilizarla? —Preguntó Aidam confuso.
—Sí, lo haré.
—¡Estás loca...!
—Puede que lo esté. Ahora haz el favor de salir de mi cuarto.
Aidam dudó un segundo, pero luego le vi retroceder hecho una furia. Después daba media vuelta y se alejaba por el pasillo refunfuñando.
Sheila advirtió mi presencia y bajó la cabeza con tristeza.
—Tú sabes que debo hacerlo, ¿verdad, papá?
Asentí, aunque me doliese admitirlo.
—Creo que eres la única con el poder suficiente para derrotar a ese monstruo, pero eso no significa que me guste la idea —dije.
—A mí tampoco —reconoció ella—, sin embargo es mi obligación.
—Lo sé. A veces me gustaría que las elecciones que tomamos fueran más sencillas. Me gustaría alejarme de todo esto y vivir una vida sencilla. Me gustaría verte feliz junto a un hombre que te ame y...
—Sabes que nada de eso va a suceder —me interrumpió Sheila.
—Por desgracia también lo sé, pero no quiero que te inmoles en sacrificio. Nuestras vidas están llenas de decisiones, puedes dejar de ser una Kalassa si quieres.
—¿Tú lo harías, papá? ¿Si estuvieras en mi lugar abandonarías tus responsabilidades?
—No —reconocí con pesar—. No lo haría.
—Lo único que puedo prometerte es que lucharé con todas mis fuerzas para sobrevivir.
—Eso tendrá que bastarme.
Aidam seguía encolerizado a la mañana siguiente y su humor era tan sombrío como el cielo cubierto de nubarrones que nos esperaba en el exterior. Le vi ceñirse la armadura tirando con fuerza de los correajes y coger su espada con brusquedad.
—Te prometo que haré lo posible por proteger a Sheila —me dijo—. A pesar de su intención de convertirse en una mártir, no se lo permitiré.
—Sheila sabe cuál es su responsabilidad y la ha aceptado, pero eso no quiere decir que esté buscando la forma de morir.
—Es testaruda y obcecada y a veces me gustaría darle de bofetadas para hacerla entrar en razón.
—Seguramente ella te devolvería los golpes —bromee.
—Eso está claro. Ha elegido a conciencia su papel de salvadora del mundo.
—Ella no eligió ese camino —expliqué.
—Quizá no, pero lo ha convertido en una obsesión. —Aidam cerró por un momento los ojos y respiró profundamente—. No quiero verla Morir, Sargon. No quiero que se sacrifique por nadie y mucho menos por nosotros. No soportaría perderla otra vez...
—No somos nosotros quienes elegimos nuestro destino —dije—. Yo no quise ser el portador de esa gema, ni el causante de todo el dolor que provoqué. Nunca quise que la única mujer a la que he amado en toda mi vida tuviese que morir. Nunca deseé que Sheila encontrase a su vez esa joya roja, ni que fuese la elegida para restaurar el equilibrio del universo. Detesto la idea de verla en peligro, Aidam y daría lo que fuese porque nada de esto hubiese sucedido, pero ¿qué puedo hacer?
—Tal vez bastase con dar media vuelta y dejarlo todo—dijo Aidam, sin embargo comprendí que era el miedo que sentía en su interior el que hablaba por él.
—Ojalá fuese tan sencillo.
El barco que nos transportaba, un pesquero de dos palos con todo el velamen desplegado, surcaba las aguas del Mar de la Niebla con la lozanía de un ave surcando los cielos. Desde su proa contemplaba el horizonte apenas enmascarado por una bruma ligera y húmeda. La costa se dibujaba con precisión milimétrica mientras la nave saltaba sobre las olas, dejando una sinuosa estela de espuma detrás de ella. Una bandada de gaviotas nos acompañaba desde que zarpamos del puerto hacia nuestro objetivo, esperando pacientemente a que nuestro barco echase las redes como era su costumbre, sin embargo esta vez su trabajo era el de transportarnos a nosotros. Habíamos pensado llegar a Belzias de incógnito, haciéndonos pasar por simples pescadores y esperando que Dragnark no hubiera apostado espías, aunque según nos dijo Aidam, eso sería lo que él habría hecho. El alto acantilado rocoso y la torre que se erguía sobre él, oscura y altiva, se percibían ya en la lejanía. Al anochecer habríamos llegado a nuestro destino. La Torre Negra, como todo el mundo la conocía y el lugar donde Dragnark nos aguardaba, cada vez estaban más cerca.
Hasta entonces no me había preguntado por qué mi hermano eligió ese lugar como su escondite. Supuse que habría sido porque se trataba de un lugar familiar para él. En aquel rincón idílico había vivido varios años cuando el mundo y su familia todavía le conocían por el nombre de Ashmon y él no era más que un sencillo mago que trataba de hacer el bien entre sus semejantes. Fue en aquella gruta, cuya entrada se asemejaba a una voraz boca y sus graníticos apéndices a afilados colmillos, donde Ashmon se transformó en Dragnark bajo la intercesión de una diminuta e insignificante gema. Claro que esa gema no era una vulgar piedra preciosa como otras tantas, si no una de las perdidas Lágrimas de la diosa Albareth. Una joya cuyo poder era incomparable y cuya posesión transformaba a quien tuviera la osadía de poseerla.
Ashmon resurgió de esa cueva transformado tanto física como mentalmente. Sus ideas a partir de entonces fueron incoherentes y también muy peligrosas. Dragnark apostó por la magia oscura, aquella que ofrecía poder y ambición sin límites y su mente terminó por nublarse.
Refugiarse allí no habría tenido sentido a no ser que Dragnark buscase algo en aquel lugar. Algo que formase parte de sus planes desde un principio.
La explicación me llegó con un sobresalto. Dragnark podía ser un loco, pero no era un ingenuo. Nunca había dejado pasar ninguna oportunidad de hacerse más poderoso y ese lugar, aquella cueva, albergaba un poder inimaginable para aquel que estuviera dispuesto a perseguirlo. Y Dragnark ansiaba ese poder.
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