Capítulo 23. Su Majestad, el rey Durham

Sargon

Aidam caminaba delante de mí a paso ligero. Yo le seguía trastabillando mientras alzaba el vuelo de mi túnica para no tropezarme con ella.
—¿Tanta prisa tienes de morir? —Le pregunté.
Aidam se detuvo y yo aproveché para recuperar el resuello.
—Lo siento, Sargon. Estaba sumido en mis pensamientos.
—Lo entiendo. ¿Queda muy lejos el palacio?
—Lo tienes enfrente —señaló el guerrero.
El edificio que se alzaba ante nosotros era, sin duda alguna, el más imponente de la ciudad. Sus fachadas estaban decoradas con profusión de pequeños detalles: gárgolas, estatuas y esculturas de diversa índole daban la apariencia de un recargado caos. Sus torres se elevaban a una considerable altura y estaban rematadas por punzantes agujas de oro, brillantes al sol matutino. En su interior poderosas columnas sujetaban la elaborada arquitectura de techos muy altos y cubiertos de pinturas al fresco de una calidad magnífica.
—¿Es la primera vez que visitas este lugar? —Me preguntó Aidam y yo negué con la cabeza. Lo había visitado en una sola ocasión, pero de eso hacía mucho tiempo—. Será mejor que vayamos a ver al chambelán y solicitemos su ayuda.
—Después hemos de buscar al archimago de la corte—sugerí.
—Eso si hay un después —contestó Aidam.
El chambelán era un tipo bajito, con cara de no ser nada agradable. Alguien que siempre miraba por encima del hombro a los demás.
—¿Qué se os ha perdido aquí? —Nos preguntó nada más vernos.
—Quisiera hablar con Lord Reginus —explicó Aidam—. Se trata de algo urgente.
—Lord Reginus es una persona muy ocupada. ¿Qué pueden querer de él dos petimetres como vosotros?
Observé a Aidam y vi que hacía ímprobos esfuerzos por contener su ira.
—Mi nombre es Aidem de Roca Oscura y he venido aquí a...
—¿Cómo decís? —Le interrumpió el chambelán—. Esperad aquí un momento.
El chambelán echó a correr alzando sus vestiduras de una forma un tanto patética. Le vimos inclinarse ante otra persona y gesticular, señalando de vez en cuando en nuestra dirección.
No pasaron ni dos minutos cuando nos vimos rodeados de guardias, todos con sus espadas desenvainadas.
—Daros presos —dijo el que parecía el capitán de la guardia, un joven barbilampiño —, Y arrodillaos.
Aidam levantó muy despacio ambas manos y no se opuso al arresto, cayendo de rodillas. Por fortuna había dejado todas sus armas en la posada, por lo que los guardias se tranquilizaron un tanto.
Yo a mi vez también levanté mis manos algo asustado, no hay por qué negarlo e imité a mi compañero.
El sonido de unos pasos llegaron a nuestros oídos. Pasos fuertes, de botas recias y con cierto aire militar. El dueño de aquellas botas era un anciano, pero su complexión, su estatura y su rostro surcado de arrugas y cicatrices desmentían que se tratase de alguien aquejado por la edad.
—He soñado cientos de veces con este momento y por fin se hace realidad —dijo el anciano—. Al fin has tenido el valor de regresar.
—He venido a veros, mi señor —Aidam, había alzado la vista hasta encontrarse con aquella otra mirada que le observaba sin piedad alguna—. Y a solicitar vuestro perdón.
Pareció como si el anciano hubiera recibido un fuerte golpe, pues su rostro adoptó una expresión de dolor como nunca antes había visto.
—¿Mi perdón, dices?
—Sí, mi señor. Os ruego que me dejéis explicaros lo sucedido entre Lianna y yo y...
Lord Reginus, pues de él se trataba, avanzó dos pasos y aferró a Aidam por el cabello, propinándole un doloroso tirón.
—No vuelvas a pronunciar su nombre —escupió.
La mano que aferraba a Aidam le liberó, pero aún permaneció sobre su cabeza de forma amenazante.
—He soñado con mil formas de matarte. Te he odiado hasta el borde de la locura, pero no esperaba que tuvieras la osadía de volver por aquí. No, después de lo que hiciste.
—Su muerte no fue culpa mía, mi señor...
El anciano no pudo contenerse y abofeteó el rostro de Aidam, que permaneció impasible.
—Llevad a esta escoria a prisión —bramó Lord Reginus—. ¡Apartadla de mi vista!
Los guardias se apresuraron a obedecer a su señor, cuando una voz autoritaria les hizo detenerse.
—¡Alto! ¿Se puede saber qué está sucediendo aquí?
Quien preguntaba era Su Majestad, el rey Durham de Kharos. Un anciano, pero con todo el poder que su sangre real podía otorgarle.
—¿Quiénes son estas personas? —Preguntó.
Aidam y yo permanecimos en silencio.
—Contestad, plebeyos —ordenó el capitán de la guardia—. Su Majestad os ha hecho una pregunta.
Me di cuenta de que Aidam permanecía preso de sus propios pensamientos, por lo que opté por contestar yo.
—Mi nombre es Sargon, Majestad, y este joven que está a mi lado es Aidem de Roca Oscura.
El rey abrió ligeramente sus ojos, sorprendido al escuchar aquel nombre.
—¿Aidem de Roca Oscura? —Musitó—. Os creía muerto. ¿Qué habéis venido a hacer a mi ciudad?
Aidam pareció despertar de un extraño aletargamiento y alzó su mirada hasta encontrar la del soberano.
—He venido a reclamar lo que me pertenece.
El rey sonrió levemente ante lo inesperado de su contestación y sobre todo ante el coraje que demostraba aquel hombre.
—Vuestro linaje no os pertenece. Vuestro padre os desheredó antes de morir según tengo entendido.
—Mi padre no tenía derecho a hacerlo —contestó Aidam envalentonado. El capitán de la guardia desenvaino su espada para hacerle tragar su osadía, pero el rey le detuvo con un gesto de su mano.
—Explicaos —ordenó el soberano.
—Mi apellido no es algo que pueda serme arrebatado. Soy el hijo de mi padre aunque él nunca me demostrase el menor afecto. Mi honor está por encima de cualquier herencia.
—En eso lleva razón —murmuró el rey, buscando la aprobación de los allí reunidos—. ¿Qué pensáis vos, Lord Reginus?
—Este joven es un embustero, mi señor. No podéis confiar en que os diga la verdad. Merece morir en el cadalso.
—Qué viva o muera todavía está por discutir —dijo el rey Jhoram—. Sé que tenéis vuestros motivos para odiar a este joven, general, pero antes de tomar una decisión me gustaría escuchar qué ocurrió entre ambos. ¿Podríais complacerme?
—Claro, Majestad —asintió Lord Reginus—. Oiremos lo que tiene que decir.
—Bien. Empezad a hablar, joven Aidem y por vuestro bien me gustaría que lo que contéis fuese la verdad.
Aidem relató su historia tal y como me la había contado a mí, sin omitir nada. Mientras hablaba, el rostro de Lord Reginus parecía irse oscureciendo, ennegrecido por la cólera que sentía.
—¡Un ladrón! Majestad. ¡Y un asesino! Eso es lo que es.
—Yo solo veo a un joven enamorado que perdió lo que más amaba en el mundo —dijo el rey—. ¿Vos no habéis conocido el amor, Lord Reginus?
—Sí, Majestad. Lo... Lo conocí... Mi esposa falleció y...
—¿Y no hicisteis ninguna locura por ese amor? Cuando el corazón rebosa de amor, la mente se nubla. Eso siempre es así.
—Él me robó a mi hija, Majestad. La volvió loca con sus engañosas palabras y la trastornó. Ella nunca hubiera huido de mí lado por propia voluntad—dijo Lord Reginus.
—Eso es algo que nunca sabremos, querido amigo —el rey Durham volvió su rostro hacia Aidam —. No puedo asegurar que lo que habéis dicho sea cierto, pero tampoco puedo asegurar lo contrario. Lo que sí sé es que vuestro mentor, joven Aidem, os entregó todo sin pediros nada a cambio. Os educó, vistió, alimentó y protegió tal y como hubiera hecho de ser vos su hijo. ¿No estáis de acuerdo?
—Sí, Majestad —reconoció Aidam.
—Y vos le pagasteis robando lo que más quería, su hija. ¿No es verdad también? 

—Yo no la robé, Majestad. Ella accedió a venir conmigo por su propia voluntad.
—¡Sandeces! —Gritó Lord Reginus—. Lianna nunca hubiera abandonado a su propia familia, estáis mintiendo, ¡bellaco!
—Tened calma, Lord Reginus —dijo el rey, luego se volvió hacia Aidam—. En mi opinión merecéis un castigo, ¿qué me decís a eso?
—Soy consciente del mal que hice, Majestad. Pero también sé que nadie ha sufrido tanto como yo por perder a Lianna. Hubiera deseado entregar mi vida a cambio de la suya, podéis estar seguro. Si la muerte es mi castigo la aceptaré gustoso. Solo he venido a implorar el perdón de alguien a quien yo quería como a mi propio padre. Yo, en cambio, jamás podré perdonarme.
—Sois una persona de honor, Aidem de Roca Oscura. ¿Qué castigo creéis que es justo para él, Lord Reginus?
—Tan solo la sangre puede limpiar tal afrenta, Majestad —contestó el general.
—Tenéis razón —asintió el rey.
Aidam vio como el soberano del reino de Khoras se acercaba hasta él y le daba un fuerte bofetón en el rostro. Aidam comenzó a sangrar por la nariz.
—Ahí tenéis vuestra sangre, Lord Reginus —dijo el rey dirigiéndose a su general—, podéis tomarla. En cuanto a vos, Aidem de Roca Oscura, vuestra deuda está saldada. Vuestro título y herencia está a vuestra disposición. Ahora venid conmigo y vos también, Sargon el mago; tenemos asuntos muy importantes que tratar.

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