Capítulo 21. La puerta norte

La fiesta se vio interrumpida cuando uno de los criados de Sir Thomas se acercó hasta él y susurró unas palabras en su oído. Nuestro anfitrión escuchó las graves noticias y luego habló en voz alta para que todos le escuchásemos.
—El enemigo está a las puertas de la ciudad —dijo con voz clara—. No es una simple avanzadilla, sino un ejército en toda regla. Debemos aprestarnos a la defensa de la ciudad.
Aidam fue uno de los primeros en llegar junto a Sir Thomas, al igual que algunos de sus generales.
—¿Qué ha sucedido, Sir Thomas? —Le preguntó.
—Están atacando la puerta norte y nuestras tropas no serán capaces de repeler el ataque. ¿Podéis hacer algo por nosotros, Lord Aidem?
Se le veía asustado, me dije, pero por suerte podía contar con nuestra ayuda.
—Os ayudaremos —dijo Aidam.
—Os llevaré hasta mi arsenal, allí podréis armaros, dispongo de una gran variedad de armas y armaduras.
Aidam asintió.
Un minuto más tarde caminábamos en pos de nuestro anfitrión, internándonos en el complejo laberinto de salones y habitaciones, hasta llegar al arsenal.
—Todo esto era de mi difunto padre. Él gustaba de guerrear siempre que tenía oportunidad. Yo por mi parte no soy ningún guerrero.
—No tendréis que luchar, Sir Thomas —explicó Aidam.
—Pero es mi ciudad y está en peligro...
—Y sin duda podéis hacer algo por ella. Vos os encargaréis de hacer sonar la alarma y de distribuir a vuestros hombres dónde hagan falta. Sois el responsable de la seguridad de vuestra ciudad y ese será vuestro trabajo. Nosotros nos encargaremos de pelear contra el enemigo. Ese es el nuestro. 
—Tenéis razón. Gracias, Lord Aidem. Haré que doblen todas las campanas avisando a la población de inmediato.
Sir Thomas corrió a realizar su labor, mucho más tranquilo, por supuesto, mientras que Aidam se aprestaba a quitarse sus prendas de gala y vestir una armadura. Acthea y Sheila le imitaron. Yo por mi parte no pensaba ponerme una de esas incómodas armaduras, que por otra parte no necesitaba. La magia era mi escudo y también mi espada.
—¿Dónde está Milay? —Preguntó Sheila y me di cuenta de que no se encontraba con nosotros.
—Debe de haberse quedado en el salón de baile —dije, algo azorado por haberla perdido de vista.
—Estará bien —dijo Aidam—. Hemos de darnos prisa y acudir a la entrada norte.
Terminaron de armarse y corrimos hasta la salida del palacio. Al atravesar el salón de baile me fijé que Milay no se encontraba allí y empecé a preocuparme. No nos detuvimos hasta salir al exterior, donde Sir Thomas repartía ordenes entre la soldadesca. Al vernos acudió a nuestro lado.
—Os he preparado monturas —dijo señalando cuatro briosos corceles—. La puerta norte se encuentra en esa dirección—señaló—, pero no os será difícil encontrarla, pues se encuentra en llamas.
—¿Habéis visto a Milay? —Le pregunté, antes de montar en mi caballo.
—Sí, partió hace un par de minutos.
—¿Hacia dónde?
—Creo que fue en dirección a vuestra posada. Imagino que habrá ido a despertar a vuestros amigos.
Reconocí qué no había pensado en ellos.
—Gracias, Sir Thomas —dije.
—Os deseo suerte, amigos míos. El futuro de esta ciudad está en vuestras manos.
Espoleamos nuestros caballos al galope y atravesamos la ciudad mientras las campanas comenzaban a sonar dando la señal de alarma.
El cielo parecía arder cuando llegábamos junto a la puerta norte. Un centenar de hombres y muchas mujeres se encontraban allí. Los soldados se habían encaramado a las almenas, mientras que los demás trataban de sofocar los incendios que parecían fuera de control.
Desmontamos junto al muro y seguimos a Aidam por unas escaleras que conducían a la parte más alta de las almenas. Lo que vi a continuación heló la sangre en mis venas.
El enemigo se extendía a todo lo largo y ancho del horizonte y calculé que debían ser más de un millar. También advertí varias catapultas pesadas que eran transportadas por enormes seres de hercúlea constitución; ogros, supuse, y que se aprestaban para lanzar sus demoledoras piedras contra nuestros muros.
Aidam corrió hasta el borde de la muralla y oteó el horizonte.
—¿Veis algún dragón? —Nos preguntó.
Ninguno lo veía.
—Dragnark no está aquí —dije. O por lo menos no estaba en su forma de dragón—. ¿Qué vamos a hacer?
—Destruir ese ejército —contestó nuestro amigo—. Lo primero será deshacerse de esas catapultas.
—Están muy lejos para que los arqueros puedan alcanzarlas —dijo Acthea.
—Sí, demasiado lejos —musitó Aidam pensativo—. Tendremos que acercarnos.
—Quizá no haga falta —dije yo—. Tal vez podría potenciar las flechas con mi magia.
—¿Podrías hacerlo?
No estaba seguro, pero podía intentarlo.
Aidam hizo formar a varios arqueros y les explicó nuestro plan.
—Nuestro objetivo son las catapultas —dijo—. Sin ellas el enemigo no podrá destruir nuestras murallas y podremos detenerlo. Dispararéis a mi orden.
Los arqueros tomaron sus flechas y las introdujeron en varios recipientes de brea líquida, luego las prendieron fuego, tensando a continuación sus arcos.
Yo me preparé para lanzar mi hechizo cuando las flechas volasen hacia el enemigo.
—¿Estás preparado, Sargon? —Me preguntó Aidam. Yo asentí—. ¡Disparad!
Las flechas volaron raudas hacia el oscuro cielo elevándose hasta casi perderlas de vista, luego descendieron asemejándose a estrellas fugaces en una cálida noche de verano. Fue entonces cuando pronuncié las palabras de mi hechizo y alcé mis manos como si tratase de sujetarlas.
Las flechas parecieron encabritarse por un momento y volvieron a elevarse en diferentes ángulos, casi como si una ráfaga de viento las hubiese alzado en volandas, pero no se trataba del viento, era la magia quien ahora las controlaba.
Hice descender mis manos y las flechas cayeron muy lejos y aunque por un instante pareció no suceder nada, después vimos como comenzaban a elevarse las llamas sobre las enormes catapultas que segundos después ardían como teas. En un momento todas quedaron destruidas.
—Buen trabajo, Sargon—dijo Aidam, golpeando mi espalda con entusiasmo—. Ahora queda por hacer el trabajo sucio.
Descendimos de las almenas y nos dirigimos hasta el rastrillo que acorazaba la puerta. Aidam dio orden de que lo alzaran y de que bajasen el puente levadizo. Los soldados que había allí apostados le observaron con incredulidad.
—El enemigo está confuso y es el momento de crear aún más confusión —dijo para que todos le escucharan —. Necesito una docena de voluntarios—pidió.
Nadie pareció decidirse hasta que oímos un poderoso vozarrón.
—Pensé que no ibais a esperarnos —dijo Haskh, llegando junto a nosotros. Venía acompañado por Dharik y por nuestros amigos los enanos. Milay había sido quien les había traído—. Nosotros nos apuntamos.
Me acerqué hasta Milay y hablé en voz baja para que ninguno pudiera escucharme.
—Me tenías preocupado —le dije.
—Estoy bien, Sargon. Ir a buscar a nuestros compañeros. ¿Tú preocuparte por mí?
—Sí, claro —dije—. Claro que estaba preocupado.
—Tú sentir algo por Milay —sonrió con picardía—. Sí, sí, tú sentir...
Sonreí a mi vez.
—Tú quererme. Yo saber.
Carraspeé molesto cuando Sheila llegaba junto a nosotros.
—¿Qué ocurre entre vosotros dos? —Nos preguntó—. ¿A qué tanto secretismo?
—Sargon querer a Milay —dijo la jovencita—. Me quiere...
—Todos te queremos, Milay —dijo Sheila.
—Ya, pero él más. Estar preocupado por mí. Yo ser su novia ahora.
Sheila me miró con una sonrisa de asombro en sus labios.
—¿Qué significa esto? —Preguntó.
—No es nada —respondí.
—Sargon querer a Milay y Milay querer a Sargon. Ahora juntos —dijo la joven con desparpajo.
Sheila se echó a reír.
—Qué callado te lo tenías, papá —dijo y yo deseé que me tragase la tierra en ese mismo momento.
Aidam volvió a dirigirse a nosotros, lo que aproveché para escabullirme.
—Asaltaremos su campamento y destruiremos sus arsenales —dijo el guerrero—. No se lo esperarán. Hemos de actuar rápido y en silencio.
Todos asentimos.
—Parece que volvemos a la acción —dijo Haskh.
Dije que sí, aunque ya había tenido demasiada acción por el momento.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top