Capítulo 20. Un baile y una sorpresa

El banquete llegó a su fin y sir Thomas hizo pasar a sus invitados al salón de baile. La enorme sala circular podía albergar a un centenar de personas con holgura y sus paredes, forradas de espejos, la hacían parecer mayor. Un grupo de músicos, tomó asiento sobre un elevado estrado y la música comenzó a sonar.
Milay me sonrió y me tomó de la mano.
—Quiero bailar contigo —dijo, haciendo un visible esfuerzo por hablar con corrección. Yo accedí a su ruego.
—Tendrás que perdonarme por no ser un buen bailarín —dije, mientras la tomaba del talle.
—Mi no saber bailar tampoco —respondió ella aceleradamente—. Quiero decir... No sé bailar tampoco muy bien.
—Entonces hagámoslo.
Ella apoyó su mano en mi hombro y descansó su aterciopelada mejilla sobre la mía, mientras nos movíamos al son de la música. Sus ojos, asombrosamente verdes y misteriosos me observaban sin pestañear.
—Yo quiero a ti, Sargon —susurró junto a mi oído.
—Yo también te quiero, Milay —respondí en tono afectuoso.
—No entender. Yo amar a ti como mujer amar hombre.
Se me hizo un nudo en el estómago y tragué saliva.
—¿E-Estás segura de eso?
—Lo sé. Yo sentir hormigas cuándo verte. Yo amar desde que a ti conocerte...
—Eres muy joven, Milay —dije, por no decir que era de una raza totalmente distinta a la mía, aunque eso careciese de importancia.
—No ser tan joven. Mi edad en... —no le salía la palabra.
—En cómputos humanos —dije.
—Sí. Mi edad es de... ¿Vientreicinco años?
—¿Veinticinco años? —Me sorprendí. Siempre había pensado que se trataba de una adolescente.
Sígilos ser muy longevos. Vivir cientos de años. Madurar muy tarde. Yo ser adulta.
—Pero yo soy un viejo, Milay.
—No ser viejo. Tú tener corazón joven. ¿No amar a mí? ¿No parecer bonita?
—Eres muy bonita —dije—y también noble y maravillosa...
—¿Entonces qué ocurre? —Preguntó ella.
—Pues que nunca me había planteado volver a estar con una mujer—dije con sinceridad.
—Eso no ser problema. Yo no pedir nada. Solo amarte.
Sonreí.
—También ser posible tener relaciones si tú querer —continuó ella—. Mi parecerme mujeres humanas, yo saber... Lo sé, Sargon.
Carraspeé incómodo. Aquello ya sobrepasaba mis límites.
—¿Tú decidir?
—Lo pensaré, Milay. Te aseguro que lo pensaré.
—Yo feliz, entonces... Estoy muy feliz.
Y yo asustado. Mucho más que enfrentándome a una legión de muertos vivientes.
—Ahora, yo bailar con Sir Thomas —dijo Milay—. Yo haber prometido.
Asentí y la vi marchar en busca de nuestro anfitrión.
Me fijé entonces en Aidam y en Acthea. Ellos también bailaban muy juntos y de vez en cuando reían y pensé en Sheila, sola en la posada, leyendo poesía o llorando que todo podía ser. Un joven corazón destrozado por el primer amor y yo, en mi vejez, escuchando a una jovencita susurrar palabras de amor en mis oídos. ¡Qué mundo más loco!
Un revuelo entre los invitados atrajo mi atención. Me volví hacia donde todo el mundo miraba y me quedé de piedra. Sheila acababa de llegar a la fiesta.
«Parece una aparición». Fue lo primero que pensé. Estaba maravillosa con su vestido largo de satén, muy ceñido y de un exuberante color rojo. Llevaba recogida su incandescente melena en una trenza que se retorcía sobre su cabeza y la adornaba con una diadema de brillantes piedras que lanzaban destellos bajo la luz de las velas. Sus ojos me encontraron y se acercó sinuosa hasta mí.
—Pensé que no ibas a venir —Le dije.
—Cambié de opinión —contestó ella muy sería.
—Me alegro —respondí con sinceridad.
—Estás muy guapo, padre.
Asentí. Aunque no era para tanto. Tan solo vestía una casaca de color mostaza y calzas caquis, realzadas por un viejo y floreado pañuelo de un color impreciso que llevaba al cuello.
—Tú sí que estás preciosa —dije—. Realmente magnífica.
—¿Tú crees? —Preguntó con apatía.
—No lo creo, lo sé. Como todo el mundo. ¿No has visto cómo te miran?
—Sí, como si fuese un juguete que todos quieren usar.
—No, Sheila. Como algo inalcanzable que nunca podrán poseer.
Ella bajo la vista ruborizándose.
Nuestro anfitrión llegó junto a nosotros tras terminar su baile con Milay y lo hizo como una pulga lo haría con un perro, saciándose con la vista. Luego se inclinó ante Sheila babeante.
—Podríais presentarme a vuestra joven acompañante, maestro Sargon —me preguntó.
—Sir Thomas, os presento a mi hija Sheila —dije haciendo los honores.
—¿Vuestra hija? No sabía...
—Sí, aquí donde me veis soy un padre afortunado —respondí.
—Sois maravillosamente divina —dijo Sir Thomas, clavando su mirada en Sheila—, aunque eso ya debéis saberlo, ¿no es así?
—Me aduláis, Sir Thomas.
—Me incomoda que no lleguéis a tiempo para cenar, si tenéis hambre mis criados pueden serviros algo, quizá algún tentempié.
—Gracias, pero no tengo hambre. Estoy ligeramente indispuesta.
—Pero una copa de vino no me la negaréis, ¿verdad?
—La aceptaré encantada —sonrió Sheila.
—Haré que os la sirvan de inmediato. ¿Me haríais el honor de concederme un baile?
—Lo haré gustosa.
La música comenzó a sonar de nuevo y Sir Thomas acompañó a Sheila a la pista. Luego comenzaron a bailar muy juntos. Mi hija se movía con una soltura increíble en los brazos de nuestro anfitrión y sonreía abiertamente. En más de una ocasión la escuché reír a carcajadas y asentir a las palabras que Sir Thomas le susurraba al oído. Todo el mundo estaba pendiente de ambos. Los hombres envidiando a ese caballero cuya gracia hacía sonreír de esa forma a esa joven y las mujeres deseando ser ella tan solo por unos minutos, o quizá a tiempo completo. La envidia podía cortarse como si se tratase de mantequilla.
Me fijé que Aidam también estaba pendiente de Sheila. Desde que hizo su fastuosa aparición no había apartado los ojos de ella. Estaban muy cerca de mí, por lo que escuché su conversación.
—Está preciosa —dijo Acthea y Aidam asintió distraído.
—Es como una llama —dijo nuestro amigo—. Una llama arrebatadora que consume cuanto toca.
—Tienes que bailar con ella, Aidam —dijo Acthea.
Él se volvió bruscamente.
—Estoy contigo, Acthea. Esta noche tú eres mi compañera.
—Sé que te gusta y es comprensible. ¿La amas?
Aidam asintió con la cabeza.
—Creo que sí. Pero también te amo a ti, Acthea. En realidad estoy hecho un lío.
—Quizá se trate de dos formas diferentes de amar —dijo Acthea.
—¿Qué quieres decir?
—Que quizás a mí me ames por haberte salvado la vida.
—No, eso no es cierto.
—Pero podría ser. Sería algo así como un sentimiento de gratitud, más que amor. A veces es tan difícil distinguir entre ambos.
—No. Estoy convencido de que te amo. Quiero estar a tu lado, quiero verte cada día, soñar contigo, amar cada pensamiento de esa cabecita y cada gesto que haces sin darte cuenta. Quiero ser tuyo y que tú seas mía... Te quiero a ti, Acthea.
Aidam se inclinó para besarla en los labios y ella suspiró de placer y de alivio.
—De todas formas deberías bailar con Sheila —dijo la joven.
—Si eso es lo que quieres, lo haré.
Ella asintió.
Le vi acercarse a Sheila cuando el baile terminó y conversar con ella. No quería perderme la conversación, por lo que me acerqué hasta ellos con disimulo. Sí, he de reconocer que me estaba comportando como un vulgar cotilla, pero cosas peores había hecho. ¿No?
—Estás preciosa —dijo Aidam, mientras parecía comportarse como un colegial asustado—. Ese vestido te... te queda muy bien.
—Tú también estás muy guapo —contestó ella con una sonrisa.
—¿T-Te apetecería bailar conmigo?
—Claro, Aidam. Pero Acthea es tu acompañante y sería muy grosero por mi parte...
—Es Acthea quien me ha pedido que te saque a bailar y... Bueno yo también quiero hacerlo, no creas que ha sido ella únicamente la que... No sé si me entiendes y... ¡Ya no sé lo que me digo!
—Aceptaré encantada bailar contigo —respondió Sheila, a punto de echarse a reír al verle tan azorado.
—¡Ufff! ¡Vale! —Aidam sonrió a su vez, luego dijo muy serio—. ¿Cómo puedes ser tan bonita?
Sheila le miró a los ojos. Luego bajó la vista con tristeza.
La música sonó de nuevo y Aidam la tomó entre sus brazos.
—Lo nuestro nunca funcionaría, Aidam —susurró Sheila en su oído—. Lo sabes tan bien cómo yo. Me he dado cuenta de ello estos días. Amas a Acthea y comprendo que lo hagas. Es bonita, inteligente y tiene un gran corazón. Además tú y ella os entendéis bien. Ambos sois luchadores, ambos poseéis el mismo espíritu.
—Lo sé —dijo Aidam—, pero tú...
—No, Aidam. Tienes que entenderlo. Yo me enamoré de ti como una niña puede enamorarse de su príncipe azul, pero ya no soy esa niña. Fue un capricho. El capricho de una niña idiota...
—¿No me amas? —Preguntó él.
Ella no respondió de inmediato. Supe que sus siguientes palabras iban a ser las más duras y difíciles que había tenido que pronunciar en su vida.
—No, Aidam. No te amo.

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