Capítulo 19. Khorassym
Sargon
Visitar la capital del reino era algo sumamente sencillo si tus intenciones eran honestas. Lo difícil, en todo caso, no sería entrar en ella, si no salir de allí si cometías algún desliz por insignificante que este fuera y yo no sabía exactamente qué hacíamos allí, aparte de ayudar a Aidam a recuperar lo que era suyo.
El guerrero no quiso terminar su relato. Me dejó en ascuas, aunque me esté mal el decirlo. Me aseguró que en otra ocasión terminaría de contármelo y me tuve que resignar a sus deseos. La verdad era que sentía una enorme curiosidad por saber qué había ocurrido con esa joven: Lianna.
Las altas murallas de la capital del reino, plagadas de estandartes y blasones, nos dieron la bienvenida cuando nuestra caravana llegó junto a las puertas de la ciudad. Khorassym era la ciudad más grande y la más importante del reino, porque allí residía el rey y la alta nobleza y también porque era el lugar de destino de muchos peregrinos. Sus universidades eran las mejores, sus catedrales las más imponentes y sus gentes las más refinadas. Pertenecer a esa élite era el sueño de muchas de las personas que llegaban hasta allí atraídas por los rumores que se escuchaban por doquier. Y no hay nada más contagioso que un rumor.
—A mí no me parece tan espectacular —dijo Acthea con cierto desengaño.
—No lo es —respondió Aidam—. Aquí se encuentra la mayor concentración de mendigos, parias y ladrones de todo el reino y no todos pertenecen a las clases más bajas.
—Donde hay poder siempre hay corrupción —dije y Aidam asintió.
—La podredumbre llega a tal extremo, que es necesario mirar dónde pisas. De debajo de cualquier piedra puede salir un noble o un banquero dispuesto a robarte hasta la última prenda que poseas. Lo sé bien. Yo nací aquí.
Acthea le miró sorprendida.
—Nunca dijiste que provenías de un lugar como este.
—No, nunca lo dije —contestó Aidam—. Conozco un lugar donde podremos instalarnos.
—Guíanos hasta allí —dije.
El lugar que Aidam decía conocer no quedaba muy lejos de la puerta de la ciudad por la que habíamos entrado. Se trataba de una posada un tanto cochambrosa, pero una vez dentro me pareció cálida y hogareña. La dueña, una anciana mujer de cabellos canos y afilada nariz, hizo un gesto de desagrado al vernos.
—No hay habitaciones libres —graznó cómo un viejo cuervo, sin darnos tiempo a bajar de nuestros carromatos.
Aidam saltó desde el pescante y se acercó hasta la mujer con paso tranquilo.
—Ya no os acordáis de mí, Maeh.
Observé como la mujer escudriñaba el rostro de Aidam, tratando de recordarlo con visible esfuerzo.
—¿Aidem? —Jadeó la anciana cuando lo hubo reconocido.
—El mismo, solo que más viejo. ¿Cómo os encontráis, Maeh?
La mujer dio un paso en dirección a Aidam y luego saltó literalmente a sus brazos.
—¡Por los dioses! ¿Eres tú, Aidem?
Aidam la abrazó y ella rompió a llorar en sus brazos.
—Desde que te marchaste no ha habido un solo día en que no haya pensado en ti. ¡Mi pequeño Aidem! ¡Mi pequeño niño!
—Me alegro de verte, Maeh.
—¿A qué has venido? —Preguntó ella, sorprendida y también asustada—. Reginus sigue vivo, tu vida estará en peligro si se entera de que estás aquí.
—He venido a reclamar lo que es mío. ¿Es cierto que mi padre murió?
—Fue el invierno pasado. Dicen que el infierno vino a buscarlo y no andan muy desencaminados. Murió gritando de horror. Dicen que veía fantasmas.
—O sea que murió tal y como había vivido, no me sorprende.
—A pesar de todo era tu padre, Aidem. Y un hijo ha de respetar a sus padres, incluso si estos no han sabido ser todo lo que un niño necesita.
—¿Dices que Reginus sigue enfadado conmigo?
—Enfadado es poco. No ha olvidado tu afrenta, Aidem. Debes alejarte de él cuanto te sea posible.
—No podré hacerlo, Maeh, no si quiero que me devuelvan lo que es mío. Reginus se enterará de que estoy aquí tarde o temprano, así que prefiero que sea temprano. Quiero ir a verlo.
—Eso es una insensatez...
—Tal vez, pero ya no soy el niño asustado que salió huyendo de aquí.
—No, no lo eres —reconoció la anciana—, y eso aún me da más miedo. Tampoco Reginus es el anciano desvalido que tú esperabas encontar. Es aún más poderoso que antes. Se ha convertido en la mano derecha del rey, Nuestro Señor.
—¿Podemos quedarnos aquí, Maeh? Mis amigos y yo necesitamos un techo bajo el que dormir.
—¡Pues claro! Os daré las mejores habitaciones. Tengo muchas vacías.
...
Aidam dormía en el camastro contiguo al mío, al parecer indiferente a la amenaza que pendía sobre su cabeza y soltando unos espectaculares ronquidos que debían de oírse a no menos de dos leguas de distancia.
Yo mientras tanto trataba de conciliar una de esas esporádicas visiones que de vez en cuando me invadían. Una visión que me concediera una pista sobre lo que debíamos hacer y un punto de inicio por donde comenzar a buscar a mi hija, Sheila.
Sucedió sin que yo me lo propusiera. Mi vista se nubló momentáneamente y en mi pensamiento se alternaron una rápida sucesión de imágenes que no llegaba a comprender del todo. Veía a Sheila. Mi hija vestía una túnica negra que rozaba sus tobillos y llevaba el rostro cubierto por una capucha. Sus ojos esmeraldas brillaban en la oscuridad como poseídos por algún hechizo. Se encontraba en una amplia sala iluminada por una infinitud de velas y se mantenía en pie junto a un espectacular trono de piedra oscura y brillante. En el trono se sentaba mi hermano, el oscuro nigromante Dragnark.
—¡No! —Grité asustado.
La imagen no desapareció, sino que cambió de panorámica, permitiéndome ver un viejo y semi desmoronado castillo rodeado por un bosque inmenso. Yo conocía ese castillo. Era el mismo donde Sheila encontró aquella gema que había iniciado una serie de acontecimientos, como una reacción en cadena. Se trataba del castillo de Ell-Albergar. Allí se encontraba mi hija retenida y si la visión era cierta, Sheila no tardaría en unirse a mi hermano y eso era algo que debía evitar a toda costa.
—¿Ocurre algo, Sargon? —Me preguntó Aidam, a quien debía de haber despertado con mi grito.
—Ya sé dónde se encuentra Sheila...
—¡Estupendo! Debemos ponernos en marcha e ir a buscarla de inmediato. ¿Dónde está?
—Hay una pega —dije.
—¿Cuál?
—Que se halla a más de mil millas de distancia. Tardaremos meses en llegar hasta allí y no disponemos ni siquiera de semanas. He visto a Sheila pasarse al lado oscuro, como una fiel seguidora de mi hermano. No sé cuánto tiempo nos restará hasta que eso suceda, pero no creo que sea mucho.
—Sheila nunca colaborará con tu hermano, Sargon —dijo Aidam—. Tu visión está equivocada.
—No lo pongo en duda, Aidam, pero me aterra pensar que pueda ser cierta.
—¿Y qué podemos hacer? —Aidam no quería darse por vencido—. ¿No puedes abrir uno de esos portales místicos y atravesarlo para llegar junto a ella?
—Primero debería encontrar uno de esos portales, Aidam. No pueden crearse de la nada y no hay muchos en el reino.
—Seguro que tú conoces alguno de ellos, ¿no es así?
—Conozco varios, sí, pero ninguno está cerca de aquí.
—Estamos en la capital del reino, Sargon. Aquí debe de haber muchos magos y puede que alguno de ellos...
—Es posible, Aidam. Trataré de averiguarlo.
—Sí, y mientras tú lo buscas, yo resolveré mis asuntos. En cuanto estemos listos partiremos a buscarla.
Lo buscaría, aunque no iba a ser fácil. Los magos eran... Somos muy reservados y a muy pocos nos gusta compartir nuestros conocimientos con los demás. Aunque podría haber alguien que era muy posible que quisiera ayudarnos. Eso, claro estaba, si lograba encontrarlo.
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