Capítulo 18 - El combate (1)

Sheila no había dormido bien. Los viejos, aunque yo no lo sea, tenemos el sueño muy ligero y había escuchado como se levantaba en dos ocasiones.

—¿Te encuentras bien? —Le pregunté cuando bajó a desayunar.
—Sí, tío Sargon.
—Te oí salir anoche.
—Estuve entrenando sola.
—¿Estás preparada?
—Le daré una paliza que no olvidará en mucho tiempo.
—Así me gusta.
Esa era la aptitud, la misma que tenía su madre, una mujer que nunca se rendía ante nada.
—Me recuerdas tanto a tu madre.
—Tú la conociste antes de casarse con mi padre ¿verdad? —Preguntó con curiosidad.
—La conocí cuando tenía tu edad, más o menos.
—¿Y cómo era? Yo siempre la vi triste...
—Era jovial, divertida y muy bromista. Tu padre y yo nos peleábamos por captar su atención. Fue él quien la consiguió.
—¿Estuviste enamorado de ella?
—Sí —reconocí—, la amaba con todo mi corazón, pero ella siempre prefirió a...le prefirió a él.
—Deberías haber peleado por su amor.
—Lo hice, el cielo lo sabe. Lo intenté con todas mis fuerzas, pero mi hermano era muy distinto a mí en aquel entonces. Era mucho más atractivo, más generoso y sobre todo mucho más extrovertido. No tuve nada que hacer. Él siempre conseguía todo lo que se proponía.
—Me hubiera gustado conocerle.
—Te habría gustado.
—¿Cómo fue que pudo cambiar tanto? La joya que yo encontré no me ha transformado a mí.
—La ambición siempre fue el punto débil de tu padre... Las joyas no son del todo buenas ni del todo malas, ellas amplifican lo que ya llevamos en el interior. La joya de la cólera que encontró tu padre, destacó todo lo perverso que había en él. Se adueñó de su alma. Pero tú padre ya tenía esa semilla dentro.
—Entonces yo también puedo llegar a ser como él, siendo su hija...
—¡No! —exclamé—. ¡Tú nunca serás como él!
Mi afirmación había sido demasiado rotunda para que Sheila no sospechara algo.
—Yo tampoco soy como él y llevo su misma sangre —me apresuré a decir, tratando de buscar una explicación que sonara lógica y creo que lo conseguí.
—Eso es verdad... Tú eres una buena persona, te preocupas por los demás y a la gente le caes bien.
—¿De verdad? —Pregunté sorprendido.
—Sí, sé que Aidam te aprecia de veras y yo también. No sé qué habría sido de mí de no conocerte.
—Eso nunca habría pasado. Yo siempre he estado cerca de ti.
—Y te lo agradezco.
—Bueno —cambié de tema—, si estás lista, creo que ya va siendo hora de que te vayas preparando.
—Sí, tío Sargon y gracias.
—No tienes que dármelas, mi niña...
La vi alejarse sonriente. Estas conversaciones me dejaban exhausto. Si tan solo por una vez tuviera el coraje suficiente para decirle la verdad. Pero no, no conseguía reunir el valor necesario.
A mediodía nos acercamos todos al lugar donde se iba a celebrar el combate.
Frédéric ya estaba allí, iba ataviado con una coraza de hierro que le cubría prácticamente todo el cuerpo, también sostenía un escudo en su brazo izquierdo y con la diestra sujetaba una maza de acero.
El combate se desarrollaría a tres asaltos. El vencedor de los tres sería el campeón absoluto.
Sheila debería de tumbar tres veces a su oponente o hacer que se rindiera. El primer asalto sería con mazas, bastante pesadas. El segundo se haría con hachas y el tercero y último con espadas.
Sheila apareció llevando una vieja armadura que Thornill había adquirido a buen precio. Parecía una antigualla, pero Aidam estuvo de acuerdo en que estaba muy bien fabricada y era muy segura.
—Sobre todo evita que te golpee en la cabeza —le recomendó el guerrero—.El yelmo es la parte más vulnerable de cualquier armadura.
—Tendré cuidado.
—Intenta esquivarlo todo lo que puedas...Sé que lo harás bien.
—Gracias Aidam.
Yo me acerqué a donde se encontraba la joven.
—Si te ves en peligro, no dudes en aceptar la rendición. Todo es preferible a que salgas herida.
—No te preocupes, tío. Le daré su merecido.
—Lo sé. Suerte, hija mía —dije esto último casi con un susurro, pero estoy convencido de que Sheila lo oyó, porque sonrió enigmáticamente.
La joven se acercó al cuadrilátero que habían habilitado como zona de combate. Un cuadro de unos diez metros de ancho por otros diez metros de largo y que bajo ninguna circunstancia debían abandonar bajo la advertencia de ser descalificados. 

El juez del combate, un antiguo capitán de la guardia de la ciudad, ya retirado, les explicó las reglas.
Básicamente estas se limitaban a no golpear al oponente que estuviera caído, no abandonar el cuadrilátero del combate y en caso de rendición, dejar de golpearlo inmediatamente.
Por el contrario, todo lo demás era lícito.
Sheila tomó su escudo y la maza y esperó a que el juez dictaminara el inicio del combate. Este levantó su mano derecha, miró a ambos contrincantes y después la dejó caer.
Frédéric se abalanzó sobre ella de inmediato. Buscaba venganza y eso se notaba en lo precipitado de sus movimientos. Sheila retrocedió ante el envite y con su escudo logró detener la maza que amenazaba con golpearla en la cabeza. A su vez, la joven golpeó también el escudo del joven soldado.
Después de varios intercambios de golpes, Frédéric logró desequilibrar a la muchacha y la maza cayó con fuerza sobre el peto que cubría su pecho. Fue un golpe demoledor y Sheila estuvo a punto de caer al suelo, pero consiguió mantenerse de rodillas, luego la joven lanzó un contragolpe bajo con todas sus fuerzas.
El ataque pilló a Frédéric completamente desprevenido y cayó de espaldas con un sonoro estruendo.
Sheila era la ganadora del primer asalto.
El joven soldado aún más furioso, arrojó a un lado la maza y tomó un hacha de doble filo. Está era un arma muy pesada, pero contundente. El filo de las hachas podía en cualquier momento cercenar un brazo o una pierna aún llevando una gruesa armadura.
Sheila cogió su hacha cuando vio que Frédéric se le echaba encima. Podía escuchar su agitada respiración y las incoherentes palabras que salían de su boca. El hacha silbó a escasos centímetros del yelmo de Sheila y está, sorprendida, no tuvo más remedio que dar un pasó atrás. Frédéric aprovechó el desconcierto de la joven para golpearla con el mango del arma en pleno rostro. La joven sintió la sangre correr por su nariz y su boca y aturdida no pudo evitar que el hacha la golpeara en la pierna.
Sheila cayó al suelo como un plomo y apenas si pudo volver a levantarse ella sola.
Ahora iban empatados con una victoria cada uno. El duelo con espadas decidiría al vencedor.

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