Capítulo 13. En presencia de una diosa
La sala a la que llegamos no tenía nada que ver con las anteriores. Se trataba de un lugar que, ciertamente, hubiera podido tomarse incluso por acogedor. Era, sin duda, el salón del trono de Sherina, la diosa de la muerte, sin embargo no había en aquel lugar nada macabro ni tenebroso, tal y como habíamos esperado.
Unas amplias escaleras de piedra ascendían hasta una plataforma sobre la que se levantaba un trono fabricado en un exquisito cristal de color violeta, cubierto casi por entero de ricas y suaves telas. Tanto las paredes como los techos, muy altos, eran de mármol y relucían en un tono dorado. La tenue iluminación de la sala se debía a varios candelabros de hierro forjado en los que oscilaban las llamas, acariciadas por una suave brisa. En todos los rincones podían verse infinidad de cofres en cuyo interior brillaba el oro con un resplandor ambarino. Ingentes cantidades de oro.
Sherina se hallaba sentada en su trono y su mirada nos escudriñaba con auténtico interés. Nunca antes había visto una belleza como la suya. Su cabello era largo y brillante y de un color violeta azulado y sus ojos maquillados del mismo color le conferían una exótica apariencia. Vestía completamente de oscuro, un vestido que definia sus contornos de una manera un tanto sensual.
—Bienvenidos, mortales —nos dijo. Su voz, clara y diáfana reverberó cantarina—. Habéis logrado cruzar y eso es algo que nunca antes ha sucedido. Debo daros las gracias por liberarme.
—¿Liberarte? —Pregunté. Creía haber oído mal.
—Exactamente. La finalidad de esos guardianes no era evitar que nadie entrase, sino impedir que yo pudiera salir —Sherina se puso en pie y nos contempló sonriente—. Ahora nada impedirá que pueda abandonar este lugar.
—Pero, entonces tú... —Aidam tampoco salía de su asombro—. ¿Eras su prisionera?
—Sí. Era su prisionera —Sherina se volvió hacia mí—. Gracias a ti, Sargon el mago, ahora estoy libre. Estoy en deuda contigo.
—¿Me conoces? —Pregunté.
—Claro que te conozco. He sido yo quien te ha conducido hasta aquí. ¿Acaso crees que la idea de ese hechizo que ha acabado con mis captores ha sido cosa tuya?
—¿Tú me has guiado? —Pregunté perplejo.
—Digamos que yo sujetaba los hilos y tú no eras más que mi marioneta. De todas formas te doy las gracias. Tu labor ha sido excelente.
—¿Qué está sucediendo, Sargon? —Me preguntó Aidam.
—Creo que nos han utilizado —dije.
—Entonces esas joyas, las que iban a devolverte tus poderes para poder combatir a Dragnark. ¿Nunca han existido?
—Existen, valeroso guerrero —contestó Sherina—. La leyenda es cierta. Los ojos del despertar existen. Conozco vuestra búsqueda y estoy dispuesta a ayudaros, tal y como vosotros me habéis ayudado a mí. Sería desconsiderado por mi parte no hacerlo. Un regalo con otro regalo se paga.
Sherina buscó algo en el interior de un elaborado cofre que reposaba a sus pies y cuando lo hubo encontrado me hizo una gesto para que acudiese a su lado.
No pude por menos que acercarme con cautela. No todos los días se encuentra uno en presencia de una diosa, aunque fuese tan inusual como ella era.
Su rostro me deslumbró por su irresistible belleza. Reconozco que pensé en algo mucho más horrible, tratándose, como era, de la diosa de la muerte. Sus ojos eran de un color violeta cristalino, al igual que su cabello, que estaba recogido en un elaborado peinado. Era bastante más alta que yo y su figura rivalizaba en belleza con la de cualquier joven, aunque su edad era bastante incierta.
—¿Te gusta lo que ves, mago? —Me preguntó con una sonrisa.
—Sí, mi señora —contesté aturdido—. ¿Por qué nos ayudáis? Vos sois una diosa y como tal podéis hacer lo que os venga en gana.
—Los dioses ya no son lo que eran, Sargon —contestó ella—. He pasado mil años aquí encerrada y he tenido tiempo de sobra para pensar. Al principio la ira y la sed de venganza me guiaban y muchos aguerridos guerreros sucumbieron a ellas. Después encontré la paz y me prometí ayudar a quien tuviera el valor de intentar liberarme, pero ya no quedaba nadie con el interés suficiente para desafiar a una diosa a cambio de fama y fortuna. Tuve que esperar un tiempo indecible hasta que tú te acordaste de mí. Yo era, por así decirlo, tu única esperanza y a ello me aferré. Has venido por esto, ¿verdad?
Sherina me mostró dos joyas ambarinas que lanzaban destellos a la débil luz de las llamas. Las dos últimas lágrimas de la diosa Albareth. Los ojos del despertar. Enseguida noté su poder al reaccionar mi cuerpo ante ellas. Un ligero zumbido que crecía de intensidad.
—Tómalas. Creo que se trata de un justo precio por vuestra labor —dijo, y las dejó caer en mis manos—. Estoy convencida de que sabrás sacarles provecho, aunque deberás aprender a controlarlas, pues son muy poderosas.
No supe qué decir. Aquello no tenía nada que ver con lo que había imaginado. Esperaba luchar por mi vida y la de mis compañeros y en vez de eso me entregaban aquellas joyas como un premio a algo que ni siquiera sabía que había hecho.
—G-Gracias —dije.
—Gracias a ti, Sargon. Espero que logres rescatar a tu hija y derrotes a tu hermano. Sé que no será fácil, pero cuentas con personas excepcionales que te ayudarán. Te deseo mucha suerte.
Caí de rodillas y me incliné ante Sherina, pero ella me ayudó a levantarme.
—Es extraño, ¿verdad? A veces es muy distinto lo que se dice de ti, de lo que en realidad eres, ¿verdad? ¿Seguro que no te esperabas esto? —Me susurró al oído.
—Pues no —dije.
—Ahora me gustaría darles las gracias a tus compañeros. Ellos también merecen mi generosidad.
Aidam fue el primero en presentarse ante la diosa. Toda su altivez se esfumó y tal y como yo había hecho, cayó de rodillas a sus pies.
—Levantaos, Aidem; hijo primogénito del señor de Roca Oscura y heredero de todos sus bienes.
—¿Cómo podéis conocerme, mi señora? —Preguntó Aidam.
—Lo sé todo de ti, guerrero. Te conozco bien y sé que entregarías hasta la última gota de tu sangre por salvar a esa joven doncella, Sheila. ¿Acaso me equivoco?
—No, mi diosa. No os equivocáis.
—La casa de vuestro padre es antigua y honorable. Es hora de que vuelvas para recuperar lo que es tuyo.
—Eso es imposible, mi señora. Mi padre me desheredó y me explulsó de su lado...
—Y es por eso que has vagado por el mundo todos estos años sin rumbo fijo, pero ya es hora de que regreses. Tu padre ha muerto, Aidem. Lo suyo es ahora tuyo. El destino espera tu regreso.
Aidam, o Aidem de Roca Oscura, tal y como le había llamado Sherina, se levantó y regresó junto a nosotros. En ningún momento despegó su vista del suelo, por lo que no le pregunté nada. Tiempo habría después.
—Ven por favor, joven Acthea, quiero hablar contigo —dijo Sherina.
Acthea nos miró, un tanto asustada y luego caminó en dirección a la diosa. Al llegar junto a ella, la joven también se arrodilló. Sherina la ayudó a levantarse con la misma delicadeza que si fuese una madre para ella.
—Has sufrido lo indecible, joven Acthea, pero hoy te liberaré de esa carga—dijo Sherina—. El destino te ha escogido para lograr grandes proezas y también te dotará de momentos muy felices, pero antes de que eso llegue deberás hacer un último sacrificio.
—¿Cuál es, mi señora?
—Lo sabrás cuando llegue la hora. Tendrás, eso sí, la opción de escoger. Ese momento será tu punto de inflexión. Decidas lo que decidas después no habrá vuelta atrás.
—No os entiendo, mi señora.
—Lo entenderás, Acthea. No has de preocuparte. Ahora déjame que te entregue un presente.
Sherina abrió su mano derecha y en ella apareció una pequeña joya a modo de amuleto. Estaba forjada en oro y su forma era la de una intrincada enredadera.
—¿Qué es?
—Se trata de un objeto mágico muy poderoso, Acthea. Con él podrás lograr lo imposible. Debes guardarlo hasta que sea el momento indicado. No temas, sabrás cuándo es.
—No puedo aceptarlo, mi diosa... Yo, yo no soy nadie en absoluto y...
Sherina no la dejó continuar.
—Nadie es insignificante, Acthea, y tú mucho menos que nadie. Recuérdalo bien. Tendrás que tomar una decisión transcendental y tu futuro y el de tus amigos se verá condicionado por esa decisión. Cuando llegue el momento haz acopio de todo tu valor. No será fácil, pero después alcanzarás esa paz ansiada. Te lo prometo.
Acthea volvió junto a nosotros y Aidam la recibió en sus brazos. La joven se hallaba aún muy trastornada por la revelación de la que había sido participe.
La última en acudir en presencia de la diosa, fue Milay. Todo su cuerpo temblaba de excitación cuando se arrodilló ante ella. Aún no creía encontrarse allí.
—Milay, es un placer conocerte al fin —dijo Sherina con una sonrisa radiante—. Tú, jovencita, eres un don en sí mismo. Un claro ejemplo de constancia y de valor. Eres muy bienvenida.
—Yo ser feliz —dijo la joven sígilo.
—Algún día serás la grannchanna de tu tribu —continuó Sherina—. Serás su consejera y su líder espiritual.
—Yo no servir.
—Tú sirves para mucho más que eso, Milay. Tu pueblo está equivocado. Sus fronteras deben abrirse, tal y como tú has hecho buscando la ayuda de otras personas. Te entrego esto para que todo tu pueblo admire tu valor y tu sabiduría.
Sherina se quitó una de las pulseras que adornaban sus muñecas. Era una sencilla pulsera de coral y de un color rojizo. Milay tomó la ofrenda y la llevó a sus labios.
—¿Nunca más ser desterrada? —Dijo—. Nadie creer...
—Lo creerán —respondió la diosa de la muerte. Luego se volvió hacia nosotros tres—. Todo sufrimiento, toda ira y toda sed de venganza serán suprimidas cuando logréis vuestro objetivo —dijo Sherina—. Las risas y las lágrimas os acompañarán en vuestro camino y al final la luz os deslumbrará. Escuchad bien mis palabras: Lo que pensáis que es bueno y justo, puede no serlo tanto y lo que creéis injusto puede ser la única opción posible. Ahora adiós, amigos míos.
Sherina se había evaporado ante nuestros ojos como si nunca hubiera estado allí. Aidam se acercó hasta mí, aún dudando de todo lo sucedido. Le vi mirar de refilón todo el oro que había a nuestro alcance.
—¿Crees que...? —Empezó a decir.
—¡Ni se te ocurra!
—Ya, mantendré mis manos alejadas...Parece que al final han salido las cosas ligeramente distintas a como esperábamos —dijo, cambiando de tema—. ¿Qué haremos ahora, Sargon?
Me giré hacia él y pronuncié las palabras que llevaba tanto tiempo ansiando decir:
—Ahora rescataremos a Sheila.
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