Capítulo 13 - El Paso del Peregrino
De nuevo en el camino.
Conseguimos salir de la ciudad de Olvar sin mayores percances, siempre mirando hacia atrás, buscando la presencia de aquellos extraños cadáveres animados que nos seguían y marchando directamente hacia el norte, hacia nuestro destino.
Durante la marcha, seguí instruyendo a Sheila en el dominio de la magia. Ella aprendía a pasos agigantados. Parecía fluir en ella con un poder innato y dominaba mis lecciones con rapidez.
También Aidam había estado entrenándola en las artes de la lucha y en el manejo de la espada. Sheila demostró ser una excelente alumna y el guerrero se quedó sorprendido de sus progresos.
Lo más difícil fue combinar la magia y la espada y la joven manifestó una natural predisposición al aprendizaje.
Llegamos a la frontera del norte dos semanas después y decidimos hacer un alto en la ciudad de El Paso del Peregrino, que hacía las veces de puesto fronterizo ante las majestuosas Montañas Negras. A partir de allí no nos esperaba más que un frió intenso, pavorosas tormentas de nieve y profundos desfiladeros sin fondo. Un reino helado donde sus habitantes eran los temidos espectros del hielo, los osos cavernarios y las manadas de lobos.
La ciudad de El Paso del Peregrino, abrigada por las inmensas montañas, era un remanso de paz después de nuestro largo trayecto por polvorientos caminos.
El Paso, como todo el mundo la llamaba para abreviar, era una ciudad muy populosa. Humanos y sobre todo enanos formaban el núcleo de la población. Las cercanas minas de hierro de Indraskh, donde los enanos excavaban en las entrañas de la tierra buscando el valioso mineral y la privilegiada situación de la misma ciudad, hacían de ella uno de los lugares más visitados del Reino.
No era de extrañar que al vernos llegar, la gente se fijara en nosotros, pues formábamos un variopinto grupo: Cuatro enanos mal encarados, cuatro humanos sucios y desastrosos por el largo viaje y por si fuera poco, un orco de aspecto sospechoso. Eso daba mucho de que hablar.
Encontramos una económica posada muy cerca del centro de la ciudad, y aunque nuestra intención era pasar lo más inadvertidos posible, sin atraer excesivamente la atención, no lo logramos. Los rumores acerca de nuestro viaje habían llegado hasta allí y aunque la mayoría de ellos eran absurdas patrañas, algunos sí se acercaban bastante a la verdad.
El principal rumor que corría por las calles a nuestro paso era que veníamos a por el oro del dragón. Todo el mundo lo creía pues el dragón sobrevolaba continuamente las cercanas montañas y es sabido que donde hay un dragón, hay oro.
Fueron muchos los que acudieron a nosotros con la intención de unirse a nuestro grupo. No supimos qué hacer, por lo que, en vez de negar el rumor, le dimos mayor credibilidad. También hubo otros que pensaron distinto. Atraer la ira de un dragón no era lo que deseaban, sino todo lo contrario y nos instaron a abandonar la ciudad, unos con buenas palabras y otros no tanto. Al no dar ningún tipo de explicación, los ofendidos ciudadanos decidieron tomar cartas en el asunto. Hubo muchos comerciantes que se negaron a ofrecernos sus pertrechos, otros refunfuñaban al acercarnos y cerraban sus comercios ante nuestras narices y los más ni se dignaban a mirarnos. Pero en una ciudad tan grande siempre había quien estaba mucho más interesado en hacer negocios que en especular sobre los motivos que nos habían traído hasta allí. Compramos todo lo necesario para nuestra pronta partida: Armas, abrigo y alimentos para el viaje fue lo primero que obtuvimos, después nos centramos en cosas más específicas. Cada uno de nosotros necesitaba renovar alguna parte de nuestras pertenencias. Aidam se ofreció a comprar las armas que, según él, íbamos a necesitar. Hachas para los señores enanos, armaduras para todo el grupo, de buen cuero, flexibles y al mismo tiempo muy bien fabricadas, lo que nos proporcionaría una buena seguridad. Para Acthea y para Sheila, buscó armaduras élficas, de menor tamaño y muy cómodas y para esta última, un nuevo arco de madera de fresno de muy buena calidad. Thornill corrió con todos los gastos, pensando, según nos dijo, que tan solo se trataba una inversión. El aún soñaba con el oro que pensaba conseguir. El oro del dragón. Un oro que yo cada vez veía más lejano. Tan solo sangre, sangre y dolor, sería lo que acabaríamos cosechando. Pero no dejé asomar mis oscuros pensamientos. Era preferible que siguieran soñando con el oro, ya habría tiempo para despertar.
Nos demoramos aún un tiempo en partir, porque nuestra llegada coincidió con las fiestas de la ciudad. En los festejos había toda clase de torneos: peleas con espada, justas y torneos de tiro con arco. Ahí, yo vi una oportunidad para que Sheila adquiriera la práctica que necesitaba en el manejo de las armas. La inscribí en prácticamente todos los torneos y le avisé de ello, proponiéndoselo como un entrenamiento. Ella estuvo encantada de participar y de demostrarnos a todos sus progresos.
—Por fin podré probar mi nuevo arco —dijo entusiasmada—, además, si gano el torneo, podremos devolver algo del oro que Thornill se ha gastado en nosotros...
Ella tampoco creía que fuésemos a encontrar el legendario oro de los dragones. Su mente no hacía más que pensar en su padre, al que tarde o temprano debería enfrentarse. Era algo que sabía con certeza y que por las noches la obligaba a despertarse gritando. Su padre aparecía en sus sueños transformado en una horrible bestia sedienta de sangre, destrozándola con sus colmillos y sus afiladas garras. A pesar de ello, sabía que llegado el momento, lo haría. Lucharía contra aquello en lo que su padre se había convertido.
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