Capítulo 12. Arañas
Me pegué a Aidam y traté de ver lo que su mirada, mucho más penetrante que la mía, había descubierto, pero no alcancé a ver más que manchas sobre sombras.
—¿Qué puedes ver, amigo mío? —Pregunté.
—Al principio las confundí con estatuas —dijo el guerrero—, pero una de ellas se ha movido hace un momento. Creo que se trata de esas mutaciones de las que nos hablaste. Debe haber lo menos una docena de ellas.
—¿Ves alguna otra forma de avanzar sin tener que pasar junto a esas cosas?
—No. El único camino cruza entre ellas.
—¿Cómo son? —Quiso saber Acthea. Ella tampoco podía verlas al parecer.
—Horribles —contestó Aidam—. Tan altas como una persona y de un color blanco lechoso. No puedo apreciar mucho más de ellas, no llegó a verlas con definición. ¿Qué hacemos, Sargon?
Negué con la cabeza. No tenía idea de qué hacer. Salir huyendo de allí era la única opción que me parecía lógica, pero en esos momentos la lógica debía quedar aparte.
—Yo ir —dijo de repente, Milay—. Yo conocer esos seres, enfrentarme a ellos en otras ocasiones.
—¿Cómo es posible que los conozcas? —Pregunté asombrado. Que yo supiera esos monstruos solo se encontraban en este lugar.
—Yo estar aquí otras veces. No ser primera vez.
—¿Has entrado a este horrible lugar más veces? —Preguntó esta vez, Acthea.
Milay levantó su mano y extendió todos sus dedos.
—Cinco —dijo.
—¡Cinco veces! —Exclamé.
—Yo fracasar. Mi pueblo muy disgustado conmigo. Yo intentar de nuevo y de nuevo y volver a fracasar. Esta vez no fracasar. Yo tener amigos poderosos.
—Debe tratarse de un rito de iniciación. La prueba consistirá en sobrevivir a este lugar —explicó Aidam—. Parece ser que Milay no ha logrado pasar esa prueba y debe volver a repetirla una y otra vez.
—Pero eso es injusto. Podría morir en el intento —dijo Acthea.
—Yo no morir —contestó Milay—. Ser rápida y ágil. Demonios no alcanzar, pero yo tener que huir para salvar vida. Demonios ser muchos, yo sola.
—Ahora no estás sola, Milay —dije y noté como ella sonreía.
—No, no estarlo. Yo ir. Atraer demonios y vosotros poder cruzar hasta puerta al otro lado. Yo avisaros. Luego yo regresar con vosotros. ¿Vale?
—Eso suena muy peligroso —dijo Aidam.
Asentí. Era peligroso, sin duda.
—No haber otra forma —replicó la sígilo—. Luchar con ellos es morir.
—Tal vez de resultado —opinó Aidam y Acthea estuvo de acuerdo con él. Yo parecía ser el único que no lo veía tan claro.
Milay me tomó de la mano y pude sentir el sedoso pelaje que recubría su cuerpo.
—Tú no temer. Yo estar bien —dijo.
No tuve más remedio que aceptar su propuesta.
—Te esperaremos, Milay. Tú, vuelve con nosotros sana y salva.
La sígilo sonrió y su sonrisa me pareció cautivadora. Luego desapareció en la oscuridad tan rápido que no me dio tiempo a asimilarlo.
—Estad preparados —avisó Aidam—. En cuanto Milay de la señal, echaremos a correr a toda velocidad.
—¿En qué dirección debemos correr? —Pregunté.
—Recto, Sargon, siempre recto y sin desviarse.
Un chillido, tan agudo como el de un animal salvaje, resonó en ese momento por la cámara, reverberando en sus paredes. Era la señal, así que echamos a correr hacia la negrura, sin saber bien hacia dónde nos dirigíamos y temiendo en todo momento estamparnos contra alguna de aquellas descomunales columnas.
El sonido que siguió al chillido de Milay fue ensordecedor. Esas criaturas gritaban entre ellas en un lenguaje desconocido para cualquier mortal y parecían estar muy irritadas.
Aidam corría delante de mí, podía escuchar sus jadeos y el tintineo de su armadura. Acthea se encontraba a mi lado y detrás nuestro aquellas cosas.
Aidam se detuvo de repente y yo me golpeé contra él, frenando en seco.
—¿Qué ocurre? —Grité.
—Hay dos de esas cosas delante de la puerta, nos obstruyen el camino —contestó Aidam—. No podremos pasar sin que nos vean.
Escuché unos gritos feroces detrás nuestro y creí ver, por un momento, a Milay saltando de columna en columna, tal como haría un gato, con una increíble agilidad, mientras esquivaba a los monstruos.
Aidam desenfundó su espada y avanzó un paso en dirección a los hombres araña que bloqueaban nuestra salida. Esta vez sí que pude verlos mejor. La mitad inferior de su cuerpo era muy parecida a la de una araña blanca y lechosa. Seis patas sujetaban a esas criaturas, armadas de afilados apéndices. Otras dos de esas extremidades sobresalían de su parte superior, mucho más largas y afiladas que las anteriores. Su cabeza era parecida a la de los humanos, solo que del lugar donde debía estar su mandíbula surgían dos pinzas que exudaban algún tipo de veneno. Sus ojos, grandes, brillantes y oscuros parecían escrutar las tinieblas, alertados de nuestra presencia.
—Quedaos aquí —nos dijo el guerrero.
—Yo voy contigo —escuché que decía Acthea, mientras también desenfundaba su armas. Un par de sables cortos y muy afilados.
Aidam asintió. Yo por mi parte no pensaba quedarme solo en la oscuridad, así que me uní a ellos.
—Trataré de invocar mi magia —dije. No sabía si daría resultado con esos seres, pues ellos estaban creados por una magia oscura mucho más poderosa que la mía, y sobre todo sin la gema que me daba todo mi poder y que mi hermano me había robado.
Aidam no esperó a que me concentrase y arremetió contra esos seres sin mediar palabra, pillándoles desprevenidos. Acthea cargó al mismo tiempo que Aidam y consiguió herir a uno de ellos, pero la araña humana se revolvió con una violencia desproporcionada y Acthea tuvo que retroceder para salvar la vida.
—¡Estas cosas no se mueren! —Gritó Aidam.
Era lógico, pensé yo, eran criaturas creadas por la magia de un dios. No iba a ser sencillo acabar con ellas.
Una de las arañas persiguió a Aidam hasta acorralarle contra una de las columnas. Alzó los aguijones que tenía en vez de brazos y se dispuso a descargar un golpe letal, justo cuando Milay llegaba a nuestro lado.
—No combatir —gritó Milay —. No ganar pelea... Huir...
Aidam ya estaba dándose cuenta de ello. Había conseguido esquivar los aguijones de aquel ser, pero cuánto tardaría en ser atravesado por uno de ellos. El guerrero hizo caso a Milay y no tuvo más remedio que huir, aunque para él se tratase de una humillación. Los monstruos no persiguieron a Aidam cuando este se alejó de ellos. Me di cuenta de que su única intención era evitar que escapásemos de allí. Otras de aquellas cosas se encargarían de rematarnos.
—¡Esperad! —Grité, acababa de tener una idea—. Voy a intentar algo.
Al recordar la composición de las piedras, pensé que tal vez la idea que se me acababa de ocurrir podría dar resultado. Me detuve un instante y las palabras que formaban un hechizo llegaron a mi mente por pura casualidad. Se trataba de un hechizo muy sencillo en principio y dudaba de que pudiese acabar con esas arañas humanas, pero no sabía qué otra cosa hacer. Aquella era la única idea que había tenido.
—Deberíais agacharos —dije con voz solemne y todos obedecieron de inmediato.
Pronuncié las palabras con claridad y de súbito un resplandor iluminó toda la sala. La luz fue tan intensa y cegadora que tuvimos que cerrar los ojos. El polvo de magnesio de las rocas se había inflamado con facilidad. Lo que les ocurrió a esas criaturas fue totalmente inesperado.
A los gritos de rabia se sumaron a los de dolor cuando la luz hizo arder los cuerpos de esos seres mitad arañas, mitad humanos. Las llamas se extendieron por ellos con rapidez, mientras ardían como piras funerarias.
—¡Mirad eso! —Exclamó Aidam—. No soportan la luz.
Hasta cierto punto era lógico, aquellos seres vivían en la más absoluta oscuridad. Su piel, de color lechoso, apenas les protegía de una luz que nunca entraba allí. Un resplandor como el que yo había invocado las destruyó por completo.
—¿Cómo supiste...? —Me preguntó Acthea, pero yo negué. En realidad nunca hubiera esperado que la luz pudiera matarlos, tan solo imaginé que podría aturdirlos.
—Te has portado, Sargon —dijo Aidam, tomándome por el hombro—. He de reconocer que la magia, a veces, puede ser de gran ayuda.
Me sentí orgulloso de haber resultado útil, aunque hubiera sido por casualidad.
Los cuerpos calcinados de aquellas mutaciones aún humeaban cuando dejamos atrás aquella tétrica cámara.
Habíamos tenido mucha suerte, sin embargo lo más difícil y también lo más peligroso estaba por llegar. ¿Acaso no debíamos enfrentarnos a una diosa?
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