Capítulo 11. La oscuridad
—¡Es una trampa! —Escuché decir a Sheila y de pronto todo se desmoronó cómo si nunca hubiera existido. Las paredes se cuartearon, llenándose de grietas, las baldosas del suelo y los altos techos desaparecieron, para transformarse en piedra basta y guijarros y las esculturas, tan perfectas, cobraron vida, convirtiéndose en grotescos seres mitad hombre, mitad dragón. Un trono, feo y tenebroso se alzó frente a nosotros, surgiendo de las profundidades de un abismo y sentado en él, se encontraba nuestro mayor enemigo: Dragnark el nigromante.
Su risa resonó por el interior de la gruta, en la que ahora nos encontrábamos, cínica e hiriente.
—Siempre has sido un incauto, querido hermano —dijo sonriente, como si le hiciera gracia ver mi perplejidad—. Y tan débil como un niño asustado.
—¡Hemos venido a destruirte! —Grité, dando un paso al frente.
—¿Destruirme? ¿Tú? —rio a carcajadas—. Seré yo quien os destruya... O mejor dicho, será tu propia hija quién lo hará... ¡Sheila, hija mía, ven junto a mí!
Sheila cerro los ojos un instante y cuando los abrió su mirada estaba perdida, como si estuviera en trance, luego dio un paso en dirección al nigromante. Yo me abalancé sobre ella para impedirle cumplir las órdenes de Dragnark, pero me fue imposible detenerla.
—¡Sheila, te ordeno que vengas! —Repitió de nuevo mi hermano y mi hija se desembarazó de mí, arrojándome al suelo. Por fortuna pude ver como Aidam y su grupo llegaban junto a nosotros desde otra de las bocas de aquella tenebrosa caverna.
—¡Quiere llevársela, Aidam! —Grité con todas mis fuerzas y vi cómo el guerrero corría hacia Sheila tan velozmente como podía.
—¡Detente, Sheila! —Le ordenó Aidam, pero ella era incapaz de verlo y de escucharlo.
—La tiene sometida bajo un conjuro —expliqué—. Tenemos que despertarla.
Aidam la agarró del brazo y ella le miró sin reconocerlo.
—Tienes que despertar —dijo el guerrero, tirando de ella.
Sheila desenvainó su espada y atacó a Aidam. El filo de su espada le hirió en el hombro, obligándole a soltarla. Él consiguió apartarse a tiempo.
—¡Acaba con ellos, Sheila! —Ordenó Dragnark y la joven se puso en guardia alzando su espada sobre su cabeza—. ¡Mátalos a todos!
Sheila atacó, pero Aidam ya tenía su espada en la mano y detuvo el golpe. La joven lanzó una finta, pero en el último instante cambió la trayectoria de su arma. La hoja de acero silbó a escasos centímetros del rostro de nuestro compañero. Había conseguido esquivar el golpe de puro milagro y se dio cuenta, con pesar, de que no era rival para ella, pues jamás se atrevería a herirla.
—No quiero hacerte daño —imploró Aidam.
Sheila no respondió. Sus ojos se habían transformado en oscuras y profundas simas de negrura y su mente tan solo obedecía las órdenes del nigromante.
Aidam detuvo una nueva estocada y se preguntó cuándo tiempo podría aguantar así. Tarde o temprano, Sheila conseguiría alcanzarle y todo habría terminado.
—Tienes que hacer algo, Sargon —murmuró Aidam y me di cuenta de que sí podía ayudarle. Mi magia era inútil contra mi hermano. Su poder era devastador en comparación al mío, pero, ¿de verdad me hacía falta ser tan poderoso? No cuando contaba con algo que jamás habría imaginado tener que usar.
«El bastón». Recordé. El bastón mágico que había encontrado en aquel almacén abandonado de la que fue aquella antigua civilización extinguida.
La única pega era que no sabía muy bien que clase de poderes poseía ese bastón, pero me dije que era un buen momento para averiguarlo. Corrí hacia la bolsa de lona que Haskh había traído del almacén y busqué en ella. Dentro se encontraba el bastón que me había entregado el maestro Igneus y un par de esas granadas explosivas, las últimas que nos quedaban y vi también ese otro bastón. Cogí este último.
Blandí el bastón por encima de mi cabeza y descargué un golpe con él, mientras invocaba mi magia.
Al principio nada sucedió, pero un instante después el suelo tembló como si se hubiera desencadenado un terremoto. Vi a Aidam trastabillar y caer al suelo, también Sheila perdió el equilibrio y todos a mi alrededor sintieron los efectos de la poderosa magia que encerraba ese bastón. Pero fue sobre todo Dragnark quién me observó con el terror reflejado en sus ojos.
—¿Qué has hecho, insensato? —Gritó, mientras se ponía en pie de un salto—. ¡No tienes idea de lo que has invocado!
No, no la tenía, aunque ahora empezaba a comprender mi metedura de pata. Sentí un nuevo temblor bajo mis pies y esta vez sí que perdí el equilibrio. Vi llegar junto a mí a Milay, tratando de ayudarme a levantarme, cuando una oscura presencia se cernió sobre nosotros. Al levantar mi vista contemplé aquel horror.
—¡Es un basilisco! —Gritó Thornill. Tanto él como los restantes enanos retrocedieron asustados—. ¡No le miréis a los ojos!
Cerré los ojos con fuerza al escuchar esa palabra y prácticamente me arrojé al suelo. El basilisco era un animal fabuloso que despertaba el miedo y el horror en todos aquellos que se topaban con él. Su cuerpo era el de una gigantesca serpiente escamosa, aunque poseía patas fuertes y robustas, pero lo más atroz era su mirada que podía petrificar a aquel a quien mirase. Aparte de eso aquel ser también exudaba veneno a través de su piel, corrompiendo todo cuanto tocaba.
El basilisco se arrastró en nuestra dirección, haciendo temblar el suelo a su paso, mientras charcos de espesa baba humeaban sobre el terreno. Su lengua bífida asomaba entre sus fauces olisqueando el aire en busca de sus presas: nosotros.
Aidam había tomado a Sheila en sus brazos, pues en cuanto Dragnark dejó de concentrarse, había perdido su influencia sobre ella y perdió el conocimiento. El nigromante había huido junto a sus hombres dragón, aunque algunos habían vuelto a convertirse en piedra al encontrarse con la mirada del basilisco y esta vez no despertarían.
—Se ha desmayado —dijo el guerrero, llegando junto a nosotros. Por el momento estábamos ocultos tras unas rocas y el basilisco no había percibido nuestra presencia, pero obstaculizaba nuestra única salida.
—Hemos de salir cuanto antes de aquí —dije.
—¿De dónde ha salido ese monstruo?
—He sido yo —dije—. Lo siento.
—No lo sientas. De no haber sido por eso, Sheila hubiera acabado por matarme —explicó el guerrero—. ¿Dónde está Dragnark?
Le había visto huir asustado en dirección a la salida y eso era algo que me hacía sentir mucho mejor. En el fondo no era tan poderoso como aparentaba ser.
—Ha escapado —dije.
—No podemos dejar que huya. Iré tras él.
Detuve a Aidam cuando Haskh tomaba a Sheila en sus brazos y él se disponía a perseguir al nigromante.
—No puedes ir tú solo, Aidam —le dije—. No puedes enfrentarte a él. La única que puede es Sheila.
—Ya has visto que no. Está bajo su dominio. En cualquier momento puede ordenarle que acabe con nosotros. Hay que detenerlo, Sargon.
Lo sabía. Sabía que era lo que debíamos hacer, pero Dragnark era muy poderoso y acabaría asesinando a nuestro compañero.
—No puedes ir, Aidam —dije con seriedad—. Tu deber es mantenernos a salvo y eso es lo que debes hacer. Piensa cómo podemos escapar de este sitio. En cuanto ese monstruo nos vea nos atacará.
—Tienes razón —reconoció el guerrero—. Esa es mi obligación, ¿no?
—Así es. Encontraremos a Dragnark de nuevo. Te lo prometo. Y entonces acabaremos con él de una vez por todas, pero hoy toca vivir.
—Está bien, Sargon. Tú ganas.
Aidam se volvió hacia Haskh y le vi tomar la bolsa donde guardaba aquellas armas tan extrañas que habíamos encontrado. Cogió un par de bombas arrojadizas y sonrió con cinismo.
—Vuelvo enseguida —dijo y saltó por encima de las rocas que nos servían de parapeto, planteándose frente al descomunal monstruo.
—¡Eh, tú, monstruo ponzoñoso! —Gritó con su vozarrón—. ¡Ven a por mí!
El basilisco se giró hacia él y avanzó en su dirección.
De repente mi corazón dio un vuelco. Había olvidado decirle a Aidam que no mirase al basilisco a los ojos.
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