Capítulo 10- La antecámara de la muerte
Estábamos todos reunidos en el amplio salón de la posada, donde les había puesto al corriente de las últimas novedades. Ninguno de los compañeros objetó nada en contra de la partida de Haskh. Todos conocían su valor y su honor, por lo que era imperdonable tacharlo de cobarde. Eso sí, todos lamentaban que se hubiera tenido que ir, pues se trataba de un valioso guerrero y alguien digno de confianza.
Haskh había marchado unas horas antes, negándose a comparecer ante el grupo por temor a sus reacciones, aunque le aseguré que nada debía temer.
—¿Hay alguna otra novedad, Sargon? —Me preguntó Aidam.
—He estado hablando con Thornill, con Amvrill y con Blumth y mi opinión es que ellos aguarden aquí hasta nuestro regreso, pero antes quería consultarlo con todos vosotros.
Los tres enanos asintieron, aunque seguían contrariados por mi decisión.
—No es una decisión que apruebe —dijo Thornill—, aunque acataré lo que decida la mayoría.
Sus dos colegas expresaron su misma opinión.
—No debéis pensar que nos os considero aptos para esta misión, amigos míos —expliqué—. En realidad sigo pensando que debería ir yo solo. La empresa que tenemos por delante será la más peligrosa a la que nos hemos enfrentado hasta ahora. No todos conseguiremos volver sanos y salvos.
—Vi morir a Daurthon entre mis brazos —dijo Aidam—, me salvó la vida y nunca podré olvidar su sacrificio. Nunca pondré en entredicho el valor y el coraje de un enano, pero no estoy dispuesto a ver morir a ningún otro. Creo que nuestros amigos los enanos deben quedarse.
—Yo opino lo mismo que Aidam—dijo Acthea—. Yo también voto por que se queden.
Milay se revolvió incómoda en su asiento, después habló con mucha calma, tratando de que todos comprendiésemos lo que tenía que decir.
—Yo ser nueva y no conocer enanos, pero entre gente de mi pueblo haber un dicho: Solo los guerreros deber luchar. Otros servir bien para otras cosas. Yo creo que enanos sirven bien para otras cosas.
Agradecí a Milay su esfuerzo con una sonrisa y ella bajó la vista con modestia. Tan solo quedaba yo por emitir mi voto.
—Siempre he estado muy orgulloso del pueblo enano. En mi infancia tuve un amigo que pertenecía a vuestra raza. Fue el mejor amigo que jamás tuve. De hecho podría decirse que fue el único que soportó mis manías —sonreí—. Con esto quiero decir que llegado el caso confiaría mi vida a uno de los vuestros y lo haría sin dudarlo, pero también conozco las terribles pruebas a las que vamos a enfrentarnos y he de rogaros que os quedéis aquí.
Thornill asintió y se puso en pie con orgullo.
—Creo que hablo por todos —dijo—. En mi pueblo lo que decide la mayoría es lo que debe hacerse, tanto si estás de acuerdo como si no. Nos quedaremos aquí, Sargon y esperaremos vuestro regreso.
Acthea se acercó hasta mí y susurró en voz baja.
—Estaba convencida de que también me pedirías que me quedase —dijo.
—Lo pensé, Acthea. Tú sabes bien el peligro al que nos enfrentamos...
—Sí, lo sé.
—Pero también sé que te opondrías firmemente a no venir con nosotros.
—Me conoces bien, sabes que lo haría.
—Además, quién va a protegerme si tú no estás a mi lado.
Acthea sonrió y la vi deseosa de abrazarme. Fui yo quien la abracé.
—Eres una persona formidable, Acthea —dije—. Algún día tú también te darás cuenta de ello.
—¿Puedo abrazarte también yo, mago? —Dijo Aidam con bastante pitorreo.
—Inténtalo y te convertiré en un gusano —dije, pero sin poder evitar echarme a reír.
—Ya lo dije en una ocasión. Nunca volveré a enfrentarme a un mago.
Las risas se fueron apagando poco a poco, sepultadas por la responsabilidad que pesaba sobre nuestros hombros. Tan solo faltaba un día para enfrentarnos a una diosa. La diosa de la muerte para más señas.
Al día siguiente teníamos todo listo para partir. Llevaríamos lo imprescindible, aunque tampoco sabíamos qué íbamos a necesitar. El territorio en el que pensábamos internarnos era totalmente desconocido para nosotros. Un lugar donde las pesadillas se hacían realidad y donde la esperanza de supervivencia era muy baja.
Milay acababa de entrar en nuestro cuarto y la vi curiosear junto a nuestro equipaje.
—Mucho peso, ser mucho peligro —dijo.
—Tan solo llevamos lo que pienso que podemos necesitar.
—Yo solo necesitar esto.
Blandió una espada curva que siempre llevaba consigo y me la mostró. Parecía estar hecha de alguna aleación desconocida para mí. Un material oscuro y muy duro.
—Es obsidiana —dijo Aidam, atento a nuestra conversación—. Su filo puede cortar un cabello en el aire.
—Nunca había visto nada igual —conteste.
—No suele haber muchas en el Reino y todas ellas son muy antiguas. Milay seguro que la robó de alguna tumba...
—Yo no robar. Espada ser mía, regalar a mí mi ulltirom.
—¿Ulltirom? ¿Qué ha querido decir? —Pregunté.
—Creo que la traducción aproximada sería abuelo. Dice que es un regalo de su abuelo —dijo Aidam.
—Una valiosa herencia —dije—. Creo que estamos preparados, ¿no es así?
Los demás asintieron.
—Entonces es hora de partir.
Nos despedimos de los enanos y ellos nos abrazaron con mucha efusividad, deseándonos un pronto regreso. Yo me acerque junto a los enanos y hablé en voz baja para que los demás no pudieran escucharme.
—No sé lo que va a suceder en esa tumba, amigos míos, ni tampoco sé quién de nosotros volverá, pero si algo me sucediera me gustaría que supieras que ha sido todo un honor viajar y luchar a vuestro lado. También me gustaría pediros que de no regresar, os olvidaseis de todo y volváis a vuestros hogares.
—¿Y qué pasará con Sheila si seguimos tu consejo? —Preguntó Thornill.
—Si no volvemos con esas gemas, Sheila morirá de todas formas a manos de mi hermano. De nada serviría que pongáis vuestras vidas en peligro. Esas gemas son lo único que puede derrotar a Dragnark.
—Haremos lo que nos pides, Sargon —dijo Amvrill.
Me despedí de ellos con un asentimiento y regresé junto a mis compañeros.
—Partamos —dije.
La Tumba de los Olvidados era un lugar siniestro y solitario. Aidam, Acthea, Milay y yo llegamos frente a sus colosales puertas justo cuando el primer rayo de sol de un nuevo día iluminaba el cielo por el oriente. La construcción era mucho más antigua que la propia ciudad de Daàsh-Hulbark. Quizá mil años más antigua. Los altos muros de piedra que protegían el lugar le daban la apariencia de una fortaleza. Algo maléfico flotaba en el ambiente, casi como si el mal que habitaba dentro permease a través de los muros. Un mal al que estábamos a punto de enfrentarnos.
—Todavía estáis a tiempo —dije—. Si alguien desea volver esta es su última oportunidad.
—Entremos de una vez, Sargon —gruñó Aidam. Se acercó hasta la gigantesca puerta y la empujó con fuerza. La puerta ni tan siquiera se movió—. ¿Sabes cómo abrir esas malditas puertas?
Lo sabía. Tan solo el lenguaje de la magia podría abrirlas. Recité una palabra en el lenguaje arcano de la magia y se escuchó un formidable crujido. Daba la impresión de que todo el templo había empezado a venirse abajo, pero en realidad solo las puertas se movieron, levantando una nube de polvo. Una vez abiertas del todo el estruendo cesó.
Acthea llegó junto a mí con una antorcha que acababa de prender y me la entregó. Con ella iluminé el oscuro pasadizo que había quedado a la vista y que se perdía en las profundidades, revelando lo que parecía ser una espaciosa antecámara. En las paredes, grabadas sobre la roca, aparecían una serie de trazos y dibujos en un lenguaje antiguo y casi olvidado.
—¿Qué dice ahí, Sargon? —Preguntó Aidam—. ¿Puedes leerlo?
—Sí —contesté—. Es un aviso. En resumen dice que nos encontramos en la antecámara de la muerte y que más allá de estas puertas se encuentra el reino de los muertos. También dice que abandonemos toda esperanza de regresar si somos tan estúpidos como para adentrarnos en este lugar.
—Es un buen aviso —rezongó el guerrero—. Yo iré el primero.
Aidam dio un paso y la oscuridad lo engulló.
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